CAPÍTULO 17
ESPERANZA
Edinburgh, primeros de julio de 1335.
Los hombres de Lockhart se agruparon observando la dirección que había tomado Neall. No era propio del capitán Murray salir como alma que huía del demonio hacia la mismísima boca del lobo. Tenía que ver con Leonor, de eso estaban más que seguros. Sir Symon Lockhart era puro nervio y malestar. ¿Qué habría visto? ¿A qué se debía el retraso de ella? Si algo le pasaba, no quería ni pensarlo.
Ninguno respiró tranquilo hasta que no volvieron a ver aparecer a Neall al cabo de un buen rato seguido de una Leonor cabizbaja. Fuera lo que fuese lo que la había demorado, había sido la causa de una gran discusión entre la pareja y nadie se atrevió a intervenir para bien o para mal. Para colmo, Neall vestía como un mendigo y olía como si se hubiese revolcado en una pocilga. De seguro que eso ayudaba al malhumor que el highlander traía consigo.
Erroll, Symon y Ayden hicieron un cruce de miradas. ¿Deberían intervenir para resolver la discusión marital? El Laird Lockhart negó con la cabeza con rotundidad y el resto lo apoyó. No había tiempo para dimes y diretes, aún se estaban jugando el cuello. No solo tenían un ejército de trece mil sassenachs a escasas leguas de ellos, Edinburgh en sí era un hervidero de leales a los Eduardo y acababan de propiciar la fuga de dos presos que eran importantes monedas de cambio para la corona inglesa. Las rencillas de enamorados tendrían que esperar a después.
El joven Murray volvió a abrazar a su hermano y a Erroll antes de subirse a Rayo. Se excusó ante su cuñado y el resto de hombres por la tardanza con un gruñido y un leve movimiento de cabeza en dirección a su esposa. No dio ninguna explicación al respecto. Estaba ofuscado y, cuando Neall estaba así, lo mejor era dejarle.
Por su parte, Neall sentía que su cabeza no daba más de sí. El encuentro con esa sabandija de Strathbogie lo había terminado de aturdir del todo. Además estaba muy preocupado por Ayden: había perdido mucho peso, estaba demacrado y cojeaba de un pie. ¿Qué diablos les habían hecho ahí dentro?, pensó. ¿Habrían llegado demasiado tarde? Se lamentó de los otros dos intentos fallidos de rescate, mientras se deshacía de los ropajes pestilentes y se aseaba como podía antes de colocarse su propia camisa.
A su vez, Ayden se sentía extraño entre tanto desconocido, mientras Erroll parecía haber vuelto a ser el mismo de siempre y conversaba con los hombres como si los conociera de toda la vida, cuando apenas serían tres o cuatro del clan Murray. El mellizo se quedó callado y taciturno, observando su alrededor y sus expresiones. Lo miraban con curiosidad y, cuando él les devolvía el gesto, disimulaban. Se imaginó que muchos pensarían por qué habían arriesgado tanto por solo dos hombres o quizás fuera su aspecto. ¡Quién sabía!
También se dio cuenta de cómo Sir Lockhart se acercaba a Neall, le ponía la mano en el hombro para reconfortarlo y le musitaba un: «siguen vivos, eso es lo que importa». Su hermano asintió con una mueca de resignación.
El mellizo simplemente se resignó y miró hacia una silenciosa Leonor, que se mantuvo a una distancia prudente y había montado sobre Tormenta, sola. No era momento de conjeturas. Sintió el deseo de poner tanta tierra de por medio como pudieran, de ver a Leena, de arrojarse a sus pies y de besarla. Cerró los ojos y visualizó sus labios perfectos hasta el punto de sentir cómo la besaba. Debía haber dejado la poca cordura que le quedaba en esa maldita celda…, pero bendita locura si, con solo pensarla, aparecía tan vívida en su mente. Montó a caballo y dejó que el sol le calentara la sangre mientras la brisa ondeaba sus cabellos, saberse libre era la mejor sensación del mundo. Esa, y ser correspondido por la persona amada, por supuesto.
Emprendieron el viaje al instante, por temor a que algún guardia diera una pronta voz de alarma y partieran en su busca. Los hombres marcharon por delante al trote y nadie hizo ningún comentario sobre que había podido pasar en la plaza, el por qué del disfraz de Neall, ni del retraso de Leonor.
Sir Lockhart se acercó a ella en un par de ocasiones, pero no consiguió más que una simple sonrisa y volvió al grupo principal de jinetes, comandando a sus hombres. Ayden suspiró tranquilo, ya que no quería que Neall montara una escena de celos. Cuando el halcón estaba enfadado, veía ogros donde solo había sapos. Él conocía muy bien a su hermano, sabía que el disgusto no le duraría más que un par de horas a lo sumo.
Dicho y hecho. Al cabo de un rato, Neall abandonaba la grata compañía de Erroll y Alex, aligerando el trote de Rayo para cabalgar junto a su ángel. La pareja avanzó en paralelo sin decirse nada, pero Ayden advirtió que poco quedaba ya del malentendido que hubiesen tenido en la plaza y por el que su hermano se había comportado como un celoso empedernido. O, al menos, esa era la razón que le había dado él al enfado de la pareja.
Erroll le informó con un gesto picarón que Neall y Leonor compartían montura. Ayden sintió alegría y a la vez una inevitable punzada de celos. Desde que había llegado, había preguntado varias veces por Leena, pero ni Darren, ni su cuñado ni su propio hermano le habían dicho nada en claro sobre ella. ¿Qué le estaban ocultando? ¿Se habría casado? ¿Habría vuelto a Francia? ¿Habría… muerto?
Al mediodía, Neall tenía una sonrisilla en la boca que hablaba por sí sola. ¡Cuánto le gustaba ver que entre ellos finalmente marchaban bien las cosas! Cada legua que se alejaban de Edinburgh era un paso más a su libertad definitiva. Los hombres de Lockhart se mantuvieron en posición y alerta hasta que llegaron a las inmediaciones del lago de Loganlea y comprobaron que nadie los seguía.
Ayden había vuelto a preguntarle a su hermano sobre su petirroja tras volver a liderar la comitiva junto a su cuñado, pero ambos le habían dado largas. ¿Qué le estaban ocultando? Neall le había dicho: «hay esperanza» y Sir Symon Lockhart había levantado la ceja sin disimulada sorpresa.
Después, si no le había entendido mal, su hermano le había susurrado un «menudo bribón» con una sonrisa que no le cabía en la cara, de esas con hoyuelos que tanto él le había envidiado siempre. ¿Bribón? ¡Que lo asparan si entendía a qué se refería el muy ingrato! ¿No veía que lo estaba haciendo sufrir de forma innecesaria? El mellizo Murray no estaba para adivinanzas, pero tampoco para sonsacar nada por la fuerza. ¡Por el amor de Dios!
Las colinas de las Pentland los cobijaron durante la tarde y se refrescaron en el lago. Leonor se acercó a Ayden y a Erroll tras el baño. Llevaba un vestido de lino sencillo y hablaron un rato sobre lo fácil que había sacarlos de St. Margaret sido al final. ¿Acaso esta mujer no se daba cuenta del peligro que habían corrido, sin más que una daga para defenderse?
Ayden resopló al pensar el alto precio que su hermano se había jugado por rescatarlos. Pero ella parecía incluso sentirse muy orgullosa de no haber llevado encima más arma que esa. «¡Mujeres! ¿Quién las entiende?», se preguntó el mellizo para sí mientras estiraba las piernas y se frotaba las pantorrillas cansadas. Después, ella se marchó a desenredarse los cabellos a la orilla y tanto él como Erroll la siguieron con la mirada.
—¡Qué gran mujer! —exclamó el irlandés sin dejar de admirarla—. No sé cómo podré agradecerle algún día el riesgo que ha corrido metiéndose en ese laberinto de mazmorras para liberarnos, Ayden.
El capitán escocés asintió. Él no solo le debía la suya, también la vida de cada uno de los integrantes de su familia, todas menos la de Arthur y seguro que era porque no había tenido el gusto de conocerlo aún, se jactó.
Leonor parecía más risueña y el cambio de humor de Neall les aseguraba que debían haber limado sus rencillas con vehemencia por el camino. Erroll y Ayden se sonrieron, debían estar pensando lo mismo. El joven Murray se mantenía ajeno a los chismorreos de los hombres sobre su nuevo talante e iba de un lado a otro feliz. ¡Qué se alegraba de volver a formar parte de sus vidas!, pensó Ayden, cuando todo lo había creído perdido, había aparecido un ángel… Siguieron refrescándose un poco antes de partir.
Ambos hombres parecían otros con la ropa limpia y una buena ración de comida. La cecina, las tortas de avena y las frutas almibaradas le supieron a gloria bendita. Neall se acercó y les dio otro largo abrazo, compartiendo anécdotas de su paso por las tierras de Mackenzie, en un intento de alejar las que debían de haber vivido ellos en prisión. Ayden se lo agradeció, lo que menos quería era recordar al bastardo del Alguacil en ese instante.
El aire limpio de las montañas le llenaba los pulmones y le alegraba el corazón. La calidez del sol le fortalecía los huesos y alimentaba su mente de buenos recuerdos. Emprendieron viaje de nuevo y poco a poco, Ayden fue cogiendo más confianza en no estar viviendo un sueño y sonrió ante una patochada de Erroll. Neall se acercó a él y titubeó ante cómo abordarle el tema sin que lo impresionara demasiado.
—Ayden.
—¿Sí, bràthair? ¿Qué os ronda por la cabeza? Que os conozco como si fuese yo quien os hubiese parido —rio.
—Harto difícil sería y madre no sé qué diría si le quitarais el mérito.
Ambos rieron.
—Hablad, ¿qué ocurre? ¿Es Leena? —Neall asintió—. ¿Está bien?
—Ha estado desaparecida hasta hoy.
—¿Cómo?
Ayden sintió que se mareaba de la pura rabia y se aferró a las riendas del caballo con toda la fuerza que pudo para no caerse y dar el espectáculo. Neall le relató el encuentro entre Sir Kenion Strathbogie y Leonor en la plaza, dejándolo boquiabierto y sin palabras.
—¿Mellizos?
La lengua se le volvió pastosa al mellizo y las manos le temblaban. Se frotó las sienes. No habría dado crédito a lo que le contaba de no haber sido Neall el que lo hacía.
—Si es verdad todo lo que cuenta, eso parece.
—¿Soy padre… de mellizos? —repitió Ayden sin poder tener el corazón más henchido de orgullo.
—Eso parece, bráthair. Y, por consiguiente, me habéis hecho tío. ¡Enhorabuena! —le dijo abrazándolo desde su montura, mientras iban rumbo a las tierras de su cuñado en Ayrshire.
Su «petirroja» madre…, sola…, en un penal. Blasfemó al caer en la cuenta de todo lo que significaba eso. ¿Podría perdonarle alguna vez el haberla dejado tanto tiempo sola? Ayden deseó tanto galopar hasta donde estuviera y salvarla de las garras de su carcelero. Todos esos meses lamentándose de sí mismo, cuando ella había tenido que afrontar un embarazo alejada de todos sus seres queridos, sin un esposo que la amparase, en unas condiciones muy diferentes a las que estaba normalmente acostumbrada… ¿Sería capaz de perdonarlo?
—No entiendo nada… ¿Qué hace ella en Guildford? ¿Y Darren no pudo impedirlo?
Ayden echó una breve mirada de reprobación al pelirrojo por haber faltado a su palabra, pero su expresión seria y demacrada le advirtió que ya había sufrido bastante.
—El día que os apresaron, les tendieron una emboscada en las inmediaciones del castillo de Doune. A Darren lo dejaron tan maltrecho que no sé ni cómo consiguió llegar a Ayrshire para que nuestro cuñado le prestara ayuda. Por más que removieron cielo y tierra, nadie supo darle ni una pista sobre el paradero de ella, hasta hoy.
Ayden estaba muy serio, callado, pensando. No tenía fuerzas ni para estar enfadado, aunque era lo que más deseaba. Temió por Leena y por el bienestar de esos dos niños que aún no conocía... Un año en esa prisión inglesa, ¡maldición! Si Sir Strathbogie había tenido algo que ver, se juró que lo lamentaría.
—¿Lo que ha dicho Kenion… será de fiar? —Neall asintió—. ¿Por qué estáis tan seguro? ¿Podría ser todo una invención de su mente enfermiza y depravada?
—Podría ser, pero creo que dice la verdad.
—¿Por qué, bràthair?
—Porque le dijo a Leonor que yo era el padre de los mellizos.
—Una especie de venganza… —Ayden no podía creérselo. ¿Tanto odiaba ese hombre a su hermano? Pero ¿por qué no le había dicho nada cuando se entrevistó con Balliol?
—Supongo que es tan retorcido que realmente pensó que eran míos y quiso hacerle daño a Leonor con la nueva. Sabe que estamos recién casados y…
—Y que si fuerais el padre, iríais a rescatar a Leena y con toda probabilidad la española os abandonaría.
—Sí, algo así.
Los verdes ojos de color de bosque en invierno se oscurecieron sombríos, mientras que los de Ayden comenzaban a brillar como un campo de verde trigo.
—Muy de la firma de Sir Strathbogie.
Neall asintió y ambos siguieron cabalgando callados un trecho.
—¿Qué pensáis hacer, Ayden? ¿Iréis a por ella y los niños?
—Por supuesto.
Las palabras brotaron de su corazón, pero rápidamente se vio que sería incapaz de cumplir su palabra, no con la rapidez deseada al menos. Tenía que recuperarse, para salvarla de una prisión como Guilford tendría que recuperar parte de su fondo físico. Se dio de plazo un mes para partir. «No puedo esperar más para rescatarla, ni un minuto más», se apremió.
—Contad conmigo.
Erroll se acercó con su caballo y comenzó a canturrear una especie de nana irlandesa. Era su modo de decir que se había enterado de la buena nueva y lo abrazó.
¡Él, padre! ¡Santo Cielo! ¡Dos pequeños petirrojos por si fuera poco! Se sentía distinto, como si algo en su interior hubiese cambiado. Era feliz. Ayden respiró una bocanada de aire de las montañas, de suaves aromas a flores, a cieno y a humedad. Hicieron un alto en el camino para estirar las piernas, llenar los pellejos de agua y aliviar el peso de sus vejigas. Los hombres siguieron hablando animadamente, hasta que el irlandés se jactó de unas de las proezas de Leonor:
—¡Si la hubierais visto, Neall! ¡Menuda mujercita tenéis! Tumbó a un guardia con solo tocarle el cuello. No sé cómo lo hizo, pero semejantes trucos nos vendrían bien conocerlos para la próxima vez, caraid.
Ayden corroboró lo que decía Erroll, asintiendo con una sonrisa. Ninguno de los dos había podido ver cómo lo hizo a causa del contraluz de la antorcha, pero allí no había nadie más para dejar en tal estado de inconsciencia al guardia. Neall miró a Leonor extrañado por lo que le decía el irlandés.
—Un pequeño toque y ¡catapum! A dormir como un bendito —arguyó Ayden, sin darse cuenta de que había más preocupación en los ojos de su hermano que satisfacción por ello.
Los tres miraron en dirección a Leonor. Sir Lockhart la acompañaba. Parecía estar preocupado por algo y la conversación que mantenían subía de tono por momentos. Ella, en cambio, le quitaba importancia a lo que fuera, mientras que él negaba de nuevo con tozudez. Tras rebuscar en las alforjas de su caballo, Symon le pasó un poco de agua de su pellejo. Leonor no parecía tener buen aspecto y sudaba como si tuviese fiebre. Algo no iba bien, pensó Ayden con rapidez. ¿Qué le pasaba a su cuñada? Justo cuando iba a avisar a su hermano, su cuñado dio la voz de alarma:
—¡Ah, no! Eso sí que no… ¡Neall, Neall!
Ayden recordó cuántas veces la había tenido presente a causa de sus propios vahídos por las torturas, pero esta vez era diferente. ¿Sería a causa del calor? Apreció que el sol brillaba en lo alto, pero la brisa atemperaba su fulgor. Su hermano había llegado tan rápido que la había cogido justo a tiempo antes de que se desvaneciera. Era la viva imagen de un hombre enamorado. ¡Cuánto había deseado verlo así! Hacía que el sacrificio de tantos meses recluidos en esa celda inmunda y bajo las órdenes de un sanguinario no hubiese sido en vano. Los caballos se mostraron inquietos y los hombres se acercaron a ver qué había pasado.
—¡Maldita sea su costumbre! —exclamó Sir Lockhart, preocupado por su cuñada.
Ayden suspiró de alivio al ver que Leonor reaccionaba y volvía en sí. Estaba un poco avergonzada, aunque el primer gesto había sido el llevarse las manos al vientre. ¿Estaría…? ¡Virgen Santa! ¿Y aún así se había expuesto a entrar a las mazmorras del Castle Rock? El mellizo miró a su hermano con el cejo fruncido y a punto estuvo de sermonearle, pero al ver su gesto de sorpresa y extrañeza, calló. Neall estaba tan boquiabierto como él, le brillaban los ojos, sonreía y se le quebró la voz al preguntar:
—¿Estáis, estáis… preñada?
Leonor asintió temerosa. «¡Desde luego que es valiente…!», pensó Ayden con una admiración y gratitud infinitas, aunque con cierto resquemor.
—Si le hubiese pasado algo durante el rescate… —musitó Ayden en voz baja.
—Ellos no iban a ser del todo felices hasta tenernos de vuelta, caraid —le respondió Erroll en el mismo tono—. Al igual que la dicha no será completa hasta que Leena y tus pequeños estén entre nosotros.
El irlandés no podía haber estado más acertado en su juicio. Neall no le recriminó nada en absoluto a su mujer y, a pesar de que estaban rodeados de los hombres de su cuñado, comenzó a comérsela a besos, mientras le repetía sin parar:
—Mo aingeal50, mo aingeal…
La expresión de su rostro le cambió y muy serio le dijo:
—Hace tres años me robasteis la risa al caer a las Bullers de Buchan, después me devolvisteis la vida rescatándome de entre los muertos. Cuando no creía que pudiera ser más feliz, conseguís hacerme el mayor de los regalos y es darme un hijo vuestro. ¿Cómo podré algún día compensaros por todo lo que me habéis dado, mo aingeal?
—Solo decidme que me amáis.
—Os amo, mo aingeal.
—Yo también os amo.
Alex Mackenzie puso los ojos en blanco por la cursilería que se acababa de marcar su adalid y su señora. Erroll le dio un codazo en el costado y le susurró:
—Ya os tocará a vos cortejar a una mujer y no ir pululando de flor en flor.
El muchacho se alejó con malhumor.
—¿Qué demonios le pasa a este?
—Si mal no recuerdo en cierta boda, el picaflor no tuvo ojos más que para una mariposa y esta voló lejos —le replicó Ayden aguantando la risa.
Alex Mackenzie había pasado a ser parte de su clan y, para los Murray, una especie de hermano pequeño adoptado, cascarrabias y algo pendenciero, pero fiel hasta la muerte. El irlandés alzó las cejas sorprendido. En ningún momento había pensado que el picaflor Mackenzie, como él llamaba a Alex, pudiese estar enamorado. ¿Se estaba refiriendo a Isabel, la hermana de Leonor? Desde luego no podía reprocharle el exquisito gusto que tenía con las mujeres, pero si ella había regresado a su ciudad natal, poco podía hacer el pobre muchacho.
No se atrevió a seguir preguntando y se sumó a los vítores de los hombres, que andaban clamando y jaleando el largo y ardiente beso que les estaba dedicando la pareja. Leonor se sonrojó con timidez, mientras los hombres felicitaban a Neall por su buena puntería.
Sir Symon Lockhart se mantuvo en un discreto segundo plano, risueño, pero no feliz. No era momento de airear los trapos sucios de su matrimonio, pero temió cómo se tomaría Elsbeth la nueva de ser tita por partida doble. Durante esos meses, la melliza había estado angustiada con la suerte y la liberación de sus hermanos, pero cada mes que pasaba y comprobaba que no habían sido bendecidos con la concepción del ansiado heredero era peor que el anterior.
Él ya no sabía cómo consolarla y había soportado estoicamente su rechazo en el lecho, además de sus lágrimas. Como Laird de los Lockhart necesitaba un heredero que en un futuro lo sucediera, pero más necesitaba a su mujer, ya puestos. La adoraba. No había cosa que no hiciera por verla feliz y pensó distintas formas de darle la nueva para que no le resultara tan duro.
Los hombres retomaron el camino a Ayrshire, donde les aguardaba su nueva vida. Tenían mucho que hacer. Lo primero era fortificar las lindes y el castillo a la espera del ataque del temido ejército inglés. Lo segundo, prepararse para que una pequeña partida de tres o cuatro hombres a lo sumo y dirigida por Ayden, atravesara medio país en guerra y se adentrara en el mismo corazón enemigo a rescatar a la joven Stewart.
Ayden acercó su montura a la de su cuñado. Desde que había sabido que era y sería tío, era lo más parecido a un cuervo. Se quitó rápidamente del pensamiento la estúpida idea de que estuviese aún encaprichado por Leonor. Había visto cómo miraba a su hermana con ojos de cordero degollado y eso solo podía hacerlo si la amaba. ¿No?
—¿Ocurre algo, Sir Lockhart? —le preguntó sin andarse por las ramas.
Symon lo miró de reojo y apretó los labios. Ayden supo que había dado en la diana, pero no sabía muy bien en cuál.
—¿Desde cuándo tantas formalidades, Ayden? Preguntad lo que queráis saber o largaos a festejar vuestra paternidad con el resto. Aún queda largo trecho para llegar a Ayrshire.
Ayden estuvo a punto de hacer lo que decía y mandarlo a pelar nabos, pero se tragó su orgullo. Si el normalmente comedido Symon le hablaba de esa forma era porque pasaba algo importante, pues solo una vez lo había visto perder la compostura y, al fin y al cabo, había sido por un justificado ataque de celos.
Reflexionó un poco y cayó en la cuenta. Él adoraba a su hermana, tenía que tratarse de algo relacionado con Elsbeth. Además tenía que ver con su reciente paternidad o no le habría dicho lo del festejo. ¿Qué podía ser? Tenía que hilar fino si no quería enfurecerlo y que no le terminara contando nada. Sir Lockhart era terco como una mula cuando se obcecaba. Pensó un poco más, su actitud había cambiado tras enterarse de la existencia de los mellizos y del embarazo de Leonor… No podía ser otra cosa. Se lanzó.
—¿Teméis que Elsbeth se tome a mal ser tía? ¡Pero si ella adora a los niños!
Symon farfulló algo que no entendió, pero su expresión al borde del llanto le hizo temer lo peor. Ayden acercó el caballo al de su cuñado y lo cogió por el brazo para encararlo.
—¿Qué le ocurre a mi hermana?
Sir Symon Lockhart lo miró de reojo y resopló. Antes de hablar, comprobó que nadie estaba cerca de ellos. A Ayden le inquietó que se tomara tantas molestias.
—Hablad, por favor.
—Elsbeth está obsesionada con darme un heredero.
Ayden no vio cuál era el problema. Su hermana ya no era una jovencita, no podía estar esperando una eternidad para ello y él era el Laird de sus tierras, tarde o temprano tendría que pensar en tener un vástago que lo heredara.
—No me miréis con esa cara, Murray. Creo que no alcanzáis a ver el verdadero problema. Cuando os digo que está obsesionada es que lo está. Lleva meses comiendo poco, durmiendo menos y con un humor de perros cada vez que ve a una mujer en estado. ¡Si hasta con las cabras preñadas se enoja, Santo Cielo!
Ayden lo escuchaba en silencio, serio, incapaz de tomarse a broma las exageraciones de su cuñado, aunque lo preferiría.
—Cada vez que le viene la impureza es un drama, me aleja de su cama unos días, me insta que me vaya con otras mujeres cuando yo solo deseo estar con ella… Luego me busca con desesperación y yo flaqueo, Ayden, no puedo hacer otra cosa que ponerle el mundo a sus pies.
—¿Qué queréis decir con que flaqueáis?
—Pues que debería hablar con ella en firme, quitarle importancia al hecho de que no podamos tener hijos, que se relajara de una maldita vez. Tengo hermanos y hermanas con hijos varones, la continuidad del clan está asegurada con ellos.
—¿Acaso no queréis tener vuestros propios hijos?
—¡Claro que sí! Pero no a costa de mi matrimonio. Elsbeth es lo más importante para mí y, en este tiempo, ya ha sufrido dos abortos.
Ayden blasfemó. Desde pequeña Elsbeth había soñado con ser madre algún día y sabía lo importante que era para algunas mujeres el ser fértiles. Era como si sus vidas se redujeran a eso y nada más. Quizás Elsbeth habría necesitado más tiempo para recuperarse mentalmente del varapalo sufrido a manos de ese maldito inglés. Quizás había querido retomar su vida demasiado pronto y su mente y su cuerpo se negaban a pasar página tan rápido. O quizás, simplemente, no pudiera ser madre.
—¿Creéis que lo de… Rowallan tuvo algo que ver?
El rostro de su cuñado lo dijo todo. Había intentado por todos los medios ser sutil. A ninguno de los dos le habría gustado usar palabras como violación o bastardo inglés, pero ambos tenían muy presentes que lo sucedido en la subasta podría haber desencadenado que Elsbeth no pudiera ser madre jamás y los cambios de humor eran cada vez más constantes en la joven, aunque esto último prefirió reservárselo el caballero escocés para no preocupar a su mellizo en demasía.
—Ni idea, pero sé que el brebaje que le dio Leonor es una receta muy antigua, utilizada por muchas mujeres para no engendrar los hijos de la guerra. Sé que ella misma lo tomó tras lo que le hizo Don Gonzalo y ya veis —comentó señalándola—. Ellos son la viva imagen de la felicidad. ¿No creéis?
Ayden asintió, echando una rápida mirada a la pareja, que charlaban animadamente, mientras ella descansaba sobre el torso de su hermano. Sin embargo, el mellizo estaba preocupado, sabía que su cuñado no acababa de ser del todo sincero.
—En cuanto lleguemos a Ayrshire sé que le ilusionará y abrazará a Leonor como si no ocurriese nada, mas se pasará las noches rezando y llorando, para después volver a ser la perfecta señora que todos esperan por las mañanas. ¿Y qué puedo hacer yo?
—Intentaremos que lo acepte de la mejor manera posible. Quizás la compañía de Leonor le venga mejor de lo que creemos y se relaje. ¿No creéis?
Su cuñado asintió, pero ambos conocían muy bien el carácter de su hermana y esposa. El estado de buena esperanza de Leonor no haría más que incrementar la obsesión de Elsbeth. Sir Lockhart dio por zanjada la conversación al ver cómo se acercaban al trote Erroll y Alex Mackenzie.
—Estoy preocupado, Ayden. Las nuevas que traéis sobre ese ejército no son buenas —comenzó a decir Symon desviando con prudencia la conversación—. Cuando os arrebataron Blair Atholl pensé que la mejor solución era dar a vuestro clan la oportunidad de vivir en mis tierras. Al principio, habíamos pensado en las tierras de la Baronía de Giffen, pero la tierra no es tan fértil como más al este, donde está la torre de Barr, a orillas de Burn Anne. El verano será duro, bràthair-cèile51. Los Guardianes no esperan que un ejército de trece mil hombres tome Glasgow. Ellos esperan que se dirijan al norte a presentar batalla y no que sometan a las Lowlands a sangre y cenizas.
—No os dejaremos solos, Symon. No al menos hasta que sepamos que vuestro clan y los Murray no corren ningún peligro. Tenemos una semana de ventaja. Podremos atrincherar y fortalecer las defensas, hacer acopio de suministros, mandar a los más desfavorecidos lejos para que no corran peligro en la contienda —replicó Erroll tomando partido en la conversación.
Sir Lockhart hizo un triste amago de sonrisa.
—Solo nos separan unas veinte millas de Glasgow. ¿Será suficiente?
—Eso es difícil saberlo —intervino Ayden—, pero a nuestro favor tenemos que no estarán tan fuertes como en el primer asalto. Ellos también causarán bajas y jugaremos con una ventaja.
—¿Qué ventaja? —preguntó el joven Mackenzie.
—Sabemos que el objetivo real es Stirling y Perth.
—¿Y de qué nos sirve si nos atacan a nosotros? —preguntó de nuevo el joven que no entendía lo que el mellizo quería decir.
—El ataque a Glasgow es solo una pantalla de humo para movilizar a los Guardianes y hacerlos enfrentarse a campo abierto. Quieren esquilmarnos, ¿lo entendéis? —Alex asintió, aunque no estaba muy seguro—. Tenemos tiempo de avisarlos y de que no dejen desprovisto ninguno de los frentes. Eduardo III de Inglaterra quiere Stirling a toda costa y, con ello, Perth. Si abren una brecha segura hacia el norte, podrían asestar el golpe final a las Highlands y ¡adiós al mundo conocido!
—El conde de Atholl está jugando a dos bandas… ¿Creéis que dejará que los ingleses arruinen sus tierras sin luchar? —preguntó Erroll en voz alta.
—Kenion ha sido siempre un hombre imprevisible —arguyó Sir Lockhart—. Sé que ha estado en contacto con Robert, el sobrino de Bruce, y que ha hecho unas cuantas acciones para ganarse la confianza de los Guardianes. Una de ellas salvar de una muerte segura a Neall —apostilló, ante el asombro de Erroll y Ayden—. Pero de ahí a que, viéndose cercado, no vuelva a pedir el apoyo de su suegro y renegar de sus orígenes…
—Sea como sea, hasta ese momento, los ralentizará y cortará muchas cabezas —sentenció Erroll, con un regusto amargo en la boca.
—Y no de las nuestras —dijo Alex con una sonrisa y frotándose el cuello.
—Y no de las nuestras —repitió Ayden—. Le plantaremos batalla, mo càraidean, y que sea lo que tenga que ser.
—Que así sea.
Llegaron a las tierras de los Lockhart a media tarde y tras dos días más cabalgando. Los caballos estaban exhaustos y los hombres decididos a que el descanso solo sería cuestión de unas horas. Elsbeth los recibió con entusiasmo, alegrándose por tener nuevas sobre Leena, a la que siempre había querido como a una hermana.
—¿Tan desmejorado me veis? —le preguntó su mellizo al ver que no le quitaba ojo durante la cena.
—No es eso, bràthair. ¡Sois padre! Todos estos meses y vos sin saberlo… Ni nosotros…
—Ha sido una grata sorpresa, no os lo niego. Además, pronto seremos tíos, piuthar52.
—Sí.
La contestación fue seca, tajante, como se la esperaba tras la advertencia de su cuñado. Ella siguió dándole vueltas con la cuchara a su plato y finalmente lo dejó apenas sin probarlo.
—¿Qué os preocupa, Elsbeth? Pronto Dios os bendecirá con un hijo o con doscientos, dada la peculiaridad de que en nuestra familia vienen por pares.
Ella no pudo evitar sonreír, pero al ver que Neall entraba en la sala acompañado de Leonor, torció el gesto y se disculpó.
—No me encuentro muy bien. Mañana será un día ajetreado para todos y debo descansar.
Ayden tomó la mano de su hermana en la suya y la notó helada. La acarició sin disimulo y después la besó, ante la sorpresa de ella. Su mellizo no era muy dado a esas manifestaciones en público y a punto estuvo de sentarse de nuevo y desahogarse con él. La llegada de Leonor para saludarla la decidió para salir corriendo prácticamente.
—¿Le ocurre algo? —preguntó la española preocupada, pues no había tenido ocasión de compartir con su cuñada la buena nueva.
—Dice que no se encuentra bien.
—¿Dice? —repitió Leonor sentándose en el lugar que se había quedado vacío.
Ayden creyó conveniente advertirla de los sentimientos de su hermana para no crear malos entendidos ni posteriores situaciones «embarazosas».
—No lleva muy bien eso de ser tía antes que madre.
Leonor miró sus manos, enlazadas sobre el regazo e hizo un mohín triste.
—¿Por eso me rehúye desde que Neall le dijo que esperábamos un hijo? —Ayden asintió—. ¿Y qué creéis que puedo hacer?
—No lo sé, Leonor. No sé si es cuestión de tiempo que se quede en estado o quizás no pueda ser madre jamás. Solo dos de mis seis tías abuelas maternas pudieron tener hijos y mi abuela, claro.
La española resopló. Sus ojos oscuros se mostraron al borde del llanto y se llevó la mano a los labios para ahogar un gemido. Ayden no entendía por qué estaba así y se sintió incómodo por haberla alterado. Ella no era de llorar y mucho menos de dejarse llevar por las emociones a la primera de cambio. ¿Por qué lloraba? Buscó con la mirada si Neall estaba cerca, pero conversaba distraído con Erroll. Leonor se recompuso un poco en el asiento y aguantó el tirón, percatándose de la contrariedad de su cuñado.
—Yo no lo sabía, quizás fue imprudente darle de beber el preparado de hierbas, quizás…
—Ahora tendría un hijo bastardo que le recordaría a diario lo que le pasó en Rowallan.
¡Pero qué complicadas eran las mujeres! ¿Por eso estaba así?
—¡Pero tendría un hijo, Ayden!
—¡O no! —exclamó obligándose a calmarse cuando varias miradas los observaron con reprobación—. Ese preparado lo toman muchas mujeres y no deja estéril, según me han dicho. No os martiricéis más por ello y no se lo tengáis en cuenta si os dice alguna grosería, eso es todo.
—Eso es todo —repitió ella con pesar.
¡Como si fuera fácil!, masculló entre dientes. Leonor llevó sus dedos al tabique nasal y respiró hondo, pestañeando seguido unas cuantas veces, antes de serenarse. Le costaba y, en más de una ocasión, se limpió con disimulo las lágrimas.
Ayden sabía que no sería fácil. Elsbeth y ella habían estado muy unidas. Eran casi como hermanas y el rechazo de la melliza pasaría factura a la española. Quizás las primeras semanas fueran más fáciles por todo lo que se les venía encima, pero a medida que el cuerpo de su cuñada evidenciara los cambios naturales del embarazo, Elsbeth sufriría mucho si no conseguía dominar esa angustia insana que se había apoderado de ella.
Ambos acordaron no comentarle nada a Neall pues, al fin y al cabo, no se trataba más que de suposiciones y conjeturas. En esos momentos, necesitaban centrarse en lo importante y era en poner a salvo a sus gentes y defender la tierra de los Lockhart: su nuevo hogar.
—Os necesitamos, Leonor —le dijo el mellizo sintiéndose culpable por el disgusto que se había llevado, aunque no se arrepentía de haberla advertido.
La voz de Ayden era suave y cálida. Leonor lo miró con sus grandes ojos oscuros y dio un último hipido. Él sonrió y ella hizo uno de esos mohines que la hacían tan bonita y la aniñaban tanto.
—No podemos perder vuestra maestría con el arco. Toda la ayuda será poca si queremos salir vivos de aquí. Olvidaos de mi hermana y de lo que os he dicho. Ya habrá tiempo para que Elsbeth vuelva a ser la de siempre.
Ella asintió y se reunió con los hombres tras la velada para organizar la defensa del día siguiente y venideros. Ayden se tomó todo aquello más como un entrenamiento que como una situación de vida o muerte. No podía pensar en otra cosa que en rescatar a su amada Leena y en conocer a sus hijos. La batalla contra el numeroso ejército inglés sería un desquite de todo lo que le habían hecho pasar durante ese tiempo de ausencia.
A la mañana siguiente, nada más teñirse de carmín el cielo azul, se dividieron los hombres en grupos de diez para abrir zanjas y clavar picas en un perímetro lo suficientemente amplio como para que la pequeña villa y la torre de Barr quedaran protegidas. Los niños ayudaron poniendo trampas en los bosques, recogiendo frutos y haciendo flechas. Leonor les enseñó cómo emplumarlas correctamente, desechando aquellas que estaban sucias o no habían sido cortadas de forma adecuada. Su propio carcaj lo llenó de flechas con un emplumado en espiral y estuvo haciendo unos tiros para comprobar el efecto.
—¡Magnífico! ¿Cómo habéis conseguido que la flecha vuele recta si habéis aumentado el grado de giro? —preguntó impresionado Alex, que la seguía a donde quiera que fuera como un fiel guardián.
Ella le explicó que, al disponer tres plumas en vez de dos, lograrían aumentar el roce con el viento necesariamente, propiciando que la flecha girara más sobre el eje y cogiera más estabilidad, precisión y fuerza.
—Cualquier ayuda extra será buena para poder traspasar una malla o un cotun bien dispuesto.
—¿Puedo? —le preguntó Alex, entusiasmado por el invento.
Leonor le puso unas dianas y el joven silbó como aquel que había descubierto un botín pirata. Neall se sumó a ejercitar su puntería y los tres convinieron en usar esas flechas durante el asalto.
—¡Lástima que no esté aquí Sir William Brisbane! ¡Lo que habría disfrutado con esto! —exclamó Neall al ver la potencia y velocidad que alcanzaban sus flechas con una pluma más.
Los hombres volvieron a las zanjas y a afilar las picas. El sol brillaba radiante entre las nubes pasajeras. Leonor se sentó unos minutos a descansar, previendo que por la tarde una pequeña tormenta de verano obligaría a que se continuaran con otro tipo de labores de interior. Paseó por la villa en busca de ollas viejas y cualquier recipiente que pudiera servir para hacer velas o en el que se pudiesen hervir lienzos. Había que hacer acopio de cualquier cosa que le pudiese servir o que pudiesen necesitar ante un posible asedio.
Gracias a Dios, si de algo les había servido a los escoceses el sitio de Berwick-upon-Tweed era para saber cómo actuar en caso de padecerlo. La torre de Barr tenía un pozo propio en su interior con el que abastecer de agua potable a un considerable grupo de personas durante un tiempo, pero solo podría ser en caso de extrema necesidad, pues ni siquiera podría alojar a todos los niños y ancianos del clan.
Las mujeres habían sido llamadas a tomar las armas y habían sido provistas de dagas, hachas, escudos y cualquier herramienta con la que poder abrir un cráneo en caso de necesidad. Ninguna había objetado nada, pues sabían lo que les esperaba si eran apresadas por el enemigo. En el mejor de los casos, las matarían sin contemplaciones y, en el peor de ellos, pasarían de mano en mano hasta que todo el maldito ejército de sassenachs quedara saciado en pleno.
Leonor llamó al carretero y este transportó todos los enseres a la torre para que Elsbeth dispusiera qué hacer con ellos. Los críos correteaban entre sus faldas y a punto estuvo de caer de bruces con el ímpetu de uno de ellos. Malen frenó la caída y Leonor tartamudeó un: «gracias». No se esperaba encontrarla allí. Bueno, sí, pues sabía que había huido de Blair Atholl con el resto del clan, pero no se había parado a pensar mucho en ello. Recordó lo mal que le sentó su descaro aquel día que la confundió con la prometida de Neall, o cuando huyó de esos forajidos y los lugareños la acompañaron al castillo. Malen y ella no habían empezado con muy buen pie.
—¿Estáis bien?
—Sí, gracias —volvió a decir la española con algo de más aplomo.
—¡Pareciera que habéis visto al diablo! —le espetó la rubia con su habitual socarronería.
—Pudiera ser —le contestó Leonor, sin querer quedarse atrás.
Malen puso un gesto de disgusto y terminó de ayudarla a ponerse en pie. Después se sacudió las manos y las faldas y se dispuso a irse.
—Con Dios —le dijo, dejándola allí plantada.
—Esperad, Malen. Perdonadme, vos me habéis ayudado a no acabar en el suelo y yo como respuesta os comparo con el diablo…
Malen se giró en redondo con los brazos en jarra. Su semblante seguía serio, pero poco a poco dibujó en él una sonrisa.
—Muy cortés no ha sido, desde luego —le contestó la joven, recolocándose un mechón tras la oreja y resoplando.
Leonor se sintió abochornada y susurró:
—No, lo lamento.
—¡Oh, vamos! ¡Era una broma! —exclamó Malen abrazándola—. ¡Me alegro tanto de veros! Y por lo que tengo oído, venís muy bien acompañada —le dijo tocándole el vientre—. ¿Cómo estáis? Dicen que los primeros meses a veces son muy duros…
Era la primera vez que alguien ajeno a la pareja acariciaba su vientre y el gesto suave en la tripa la enterneció. Los ojos de Leonor brillaron y dejó atrás cualquier resquemor que pudiera tenerle a la rubia.
—La verdad es que no me he hecho a la idea hasta hace unos días. No he tenido vómitos, ni malestar, aunque me quedo dormida por cualquier esquina vertical que se precie y he perdido el apetito.
—Eso es normal. Venid, os enseñaré donde vivo.
La cabaña era humilde pero estaba limpia y había cestos de mimbre de diferentes tamaños por todas partes. Malen le ofreció un poco de uisge-beatha y se sentaron al fresco unos minutos. Corría una suave brisa y Leonor agradeció el descanso como agua de mayo.
—Habéis sido muy valiente al entrar en St. Margaret en vuestro estado pues, al fin y al cabo, no era vuestro esposo el que se pudría en la cárcel.
—Vos también lo habríais hecho —le replicó Leonor, con la certeza de que Malen era de esas mujeres que no se amilanaban ante las adversidades.
—Quizás sí, pero no deja de ser por ello loable.
La española no estaba acostumbrada a los elogios y desvió la conversación con maestría hacia otros derroteros.
—¿Qué tareas os han encomendado para estos días?
Malen torció el gesto.
—Ninguna.
—¿Cómo es eso?
—Elsbeth me quiere lejos y no se fía de mí. La vida aquí no está siendo fácil. No ha sido empezar de cero como yo esperaba —En un tono más confidencial continuó—. No he vuelto a vender mi cuerpo, pero me rechazan más que cuando era puta. Ahora no solo lo hacen las mujeres, sino también los hombres. ¿Quién me lo iba a decir? Sobrevivo gracias a que una anciana medio ciega se ha apiadado de mí, me ha enseñado a hacer cestos y me deja dormir bajo su techo.
—Lo siento, Malen.
—No importa. Era de esperar, ¿sabéis? Necesitaría cambiar totalmente de aires para que nadie me señalara con el dedo de continuo.
—Sin embargo, habéis preferido afrontarlo y estar aquí. Sois muy valiente —le confió Leonor cogiéndole las manos.
—No, solo espero mi oportunidad.
—A pesar de lo que pueda decir Elsbeth, todas las manos serán pocas cuando lleguen los ingleses. Habrá heridos y necesitaremos defendernos con uñas y dientes. ¿Qué sabéis hacer?
—Cualquier cosa. Puedo hacer tiras con las sábanas y cortinas de mi ajuar para los vendajes, dudo que algún día le pueda dar mejor uso que este.
Leonor asintió con tristeza, pues todas las personas merecían una segunda oportunidad, incluso Malen. Quedaron al día siguiente para recoger los cestos con vendas y se despidió con un abrazo. Tras un árbol, Elsbeth vigilaba los movimientos de Leonor con la cara teñida por la ira y esperó a que Malen no pudiera verlas para abordar a su cuñada en el camino y de improviso.
—¡Qué susto me habéis dado, Santo Cielo! —exclamó Leonor, llevándose la mano al pecho. ¿Desde cuándo era Elsbeth tan sigilosa?
—¿Se puede saber de dónde venís? Neall os ha estado buscando por cielo y tierra.
Leonor prefirió no contestarle en ese preciso instante y menos aún con el tono que había utilizado ella. La española descubrió a lo lejos la figura de su marido, que parecía de todo menos disgustado con ella, pues seguía trabajando en las zanjas y charlaba muy animadamente con Erroll y su hermano.
—Vengo de la villa. Cualquiera podría haberos dado mi paradero, pues he ido de casa en casa buscando los enseres que solicitasteis.
—Sí, ya he visto al carretero —farfulló Elsbeth.
—¿Entonces? —le preguntó Leonor, queriendo que fuera ella la que dijera realmente lo que rondaba por su cabeza.
—¿Qué hacíais en casa de esa…, de esa…?
—¿De Malen?
—Sí —afirmó Elsbeth con sequedad.
A Leonor no le gustaba la forma con la que le estaba hablando, por muy señora de esas tierras que fuera. Obvió que había sido como una hermana para ella hasta hacía dos días y que lo seguía siendo de su marido.
—Le buscaba una labor que nos fuera útil a todos —le dijo intentando seguir su camino y hacerse a un lado, pero Elsbeth la frenó por el brazo.
—¿Y cuál es esa, aparte de la de abrirse de piernas? Yo me cuidaría mucho de relacionarme con ella, Leonor. Al fin y al cabo, mi hermano siempre ha ido a su cama cuando le ha venido en gana y dentro de poco vos no podréis satisfacer ciertas necesidades.
El tono con el que la melliza le había hablado le dolió más que las propias palabras.
—¿Qué queréis decir con eso? ¡Hablad claro! —le espetó la española.
—Solo digo lo que saben todos, que las personas no cambian de la noche a la mañana.
—Me cuesta creer eso teniéndoos enfrente a vos.
Leonor se zafó de la mano y dejó a su cuñada boquiabierta, enfadada y dando patadas a una piedra. Se habría reído por su parecido con Neall de haber sido otro el momento, pero apretó el paso y se fue directamente a su alcoba. ¡Estaba tan triste! ¿Volvería a ser la misma Elsbeth de siempre cuando naciera el bebé? ¿Lo sería con ella? Algo en su interior le decía que no, que esto no había hecho nada más que empezar y no se equivocaba.