CAPÍTULO 24
LOS COMEDIANTES
Nottingham, principios de septiembre de 1335.
La desolación se materializó en el rostro de Stace. El hombre se bajó lentamente del caballo y recorrió los restos calcinados y humeantes que estaban esparcidos por el suelo. Reconoció algunos de los enseres y objetos personales de sus compañeros artistas. ¿Qué había pasado? ¿Quién podía tener algo en contra de ellos? No eran más que una compañía pequeña de siete personas que intentaba sobrevivir a duras penas en periodos de guerra. El titiritero imprecó a media voz e inhaló el aire ceniciento. Un poco más allá intuyó un cuerpo boca abajo y se dirigió a él corriendo y temblando a partes iguales.
—¡No, no, no! —gritó con miedo a que fuera el primero de muchos más.
¿Los habrían matado? ¿A todos? Ladeó el cuerpo sin vida y sollozó. Era Arthur, el viejo tahúr y su inseparable amigo de la infancia. Con él había batallado en Bannockburn y habían sobrevivido, se habían casado el mismo mes y, con la diferencia de un año, habían compartido las lágrimas de enviudar y de perder a los que más amaban. Se habían prometido hacerse viejos juntos, pero el destino había hecho que incumpliera su palabra. Lo zarandeó con intención de despertarlo, sumido en la desesperación por no creerlo muerto.
Erroll lo cogió por los hombros con intención de sacarlo del trance, pero el hombre se zafó de su abrazo entre lágrimas negras de carbonilla. El cuerpo había sido pasto de las llamas y, aunque reconocible, era una visión que no se la desearía ni a su peor enemigo. El irlandés le había terminado cogiendo cariño a Stace y no podía verlo así. Lo consoló con palabras de esperanza y le prometió que se haría justicia tarde o temprano.
—No siempre triunfa el bien, amigo.
Su voz era desgarradora y sus ojos, pequeños y vivaces, irradiaban venganza y desconsuelo. Apartó al irlandés para comprobar el resto del campamento casi a tientas, pues su ceguera parcial, el horror y las lágrimas impedían que viera.
Darren y los hermanos Murray se apearon de sus monturas también, echando un vistazo por los alrededores. Quizás encontraran alguna pista sobre el paradero del resto del grupo o sobre quiénes habían perpetrado tan horrible afrenta. Stace no había parado de hablarles de cada uno de ellos en todo el camino y era como si los conocieran.
El pelirrojo se santiguó al encontrar cerca del barranco dos cadáveres más y Stace lo hizo a un lado para saber de quiénes se trataban. Uno de ellos era Jan, uno de los dos hermanos que hacían la exhibición de lucha con espadas. Nunca había sido santo de su devoción, pues él y Larkin se terminaban metiendo en líos de deudas o de faldas siempre, pero nadie se merecía ser asesinado por la espalda. El otro le era totalmente desconocido. ¿Sería uno de los asaltantes?
—¡Aquí hay uno vivo aún! —gritó Neall y Stace no tardó ni un minuto en llegar para ver de quién se trataba.
—¿Wilky?
El hombre abrió los ojos con lentitud e hizo una mueca a modo de sonrisa al reconocer a Stace. Quiso hablar con naturalidad, pero la sangre de la boca le impedía hacerlo. Escupió.
—Stace, ¡cuánto me alegra saber que estáis bien! Siempre os perdéis las mejores…
—¿Qué ha pasado, Wilky? —le preguntó con un hilo de voz, palpándole el cuerpo para ver qué tenía.
Neall le susurró al oído a Stace que le siguiera hablando, pues iba a intentar hacerle un torniquete en la pierna herida y cortarle la hemorragia. Stace le levantó la chaquetilla y le mostró la herida que empapaba la camisa. Poco se podía hacer por esa. «Si vuestro amigo se duerme, no despertará», le susurró el capitán escocés sin perder el tiempo a que contestara.
—¿Qué ha pasado? —le insistió el titiritero, temiendo que barranco abajo estuviera el resto de cadáveres.
—Nos atacaron siete hombres. Venían buscando a Larkin…
El moribundo cogió resuello antes de seguir hablando.
Darren, Ayden y Erroll se acercaron, tras descartar que hubiese algún cadáver más por la zona. El tal Wilky hizo el esfuerzo por seguir.
—Algo de unas deudas. No venían con buenas intenciones, pues no esperaron a que Larkin llegara. Empezaron zarandeando a Jacob e intentaron propasarse con Catherine, pero Arthur y Jan se lo impidieron.
Erroll preguntó dónde estaba el resto, pero salvo una mirada que le apelaba silencio, no consiguió más.
—Menos mal que la habéis entrenado bien, Stace. De un tiro, abatió a uno. El que parecía estar al mando de esos matones mandó capturarla y ella salió corriendo. Jan lo persiguió para que no la alcanzara.
—Jan está muerto…
—¿Y el otro? —preguntó el moribundo tosiendo sangre.
—También.
—Su última buena obra. Ese muchacho la quería. ¿Quién no iba a quererla si es un ángel?
Neall se cruzó de brazos y resopló. Esa tal Catherine le hizo recordar a Leonor y lo mucho que la echaba de menos.
—No hay más cadáveres —informó Darren.
—¿Y por qué iban a llevarse a uno de sus compinches y dejar al otro? —preguntó Wilky sin dejar de toser.
—¡Id a saber! ¿Creéis que los habrán capturado?
—Solo espero que no, amigo mío.
Stace abrazó a Wilky. Su rostro iba palideciendo a medida que perdía cada vez más sangre. El pañuelo que intentaba taponar la herida del pecho estaba completamente empapado y Neall cabeceó sabiendo que la vida de ese hombre ya no estaba en sus manos. Erroll se cuadró y alertó a Ayden con un susurro:
—Alguien viene.
El cuchillo pasó tan cerca de Ayden que este dio un respingo. Los escoceses se agacharon y parapetaron a Stace.
—¡Alejaos de ese hombre, malditos borricos!
—¿Malditos borricos? —preguntó Neall alzando una ceja.
¿Una mujer les había llamado malditos borricos? Se giró entre risueño y enfadado para ver de quién se trataba. Si no supiera a ciencia cierta que su mujer estaba en Ayrshire, habría jurado que era Leonor. Si venía sola, poco podría hacer contra ellos, aunque después de conocer a su mujer y su puntería... Sonrió sin darse cuenta realmente de que podrían estar en verdadero peligro. Echó mano al arco con disimulo y pasó el dedo por la punta de una de sus flechas, colocándola.
—No os fiéis, puede que no venga sola —musitó Darren cogiendo a Neall de la manga de la camisa y desenvainando su espada.
Stace se incorporó y quedó al descubierto casi en su totalidad. Ayden intentó frenarlo, pero el hombre lo calmó poniendo la mano en su hombro y asegurándole que conocía a la persona que había hablado.
—No temáis, amigos. Es Catherine —les informó como si los escoceses la conocieran de algo.
—La famosa Catherine… —repitió sonriente Erroll, que aún seguía sin poder verla con tanto jaleo.
Los escoceses se echaron a un lado para dejar paso a la joven. Darren se puso muy derecho y sacó pecho nada más verla. ¡Qué mujer! Erroll se quedó boquiabierto simple y llanamente.
—¡¡¡Stace!!! —gritó la joven, echándose a los brazos del titiritero.
Neall le dio un codazo a su hermano y le señaló con la barbilla el estado de embelesamiento de sus dos amigos, sobre todo de Erroll, que ni siquiera pestañeaba. Los Murray se desmarcaron del grupo principal, pues necesitaban aclarar y pronto qué iban a hacer con semejante situación. Todo se había complicado bastante, pero necesitaban los salvoconductos para llegar a las inmediaciones de Guildford sin ser apresados.
—Ya hemos pasado dos controles reales en el camino, Neall, y si no llegamos a tener los pases que nos ha proporcionado Stace, en el segundo habríamos caído presos sin remedio.
Su hermano asintió. El primero de ellos contaba solo con diez sassenachs, nada que no hubiesen podido solventar con facilidad, aunque con muchas explicaciones a Stace. El segundo, sin embargo, era una partida de ciento cincuenta hombres que iban a reforzar a sus compañeros combatientes en Stirling. De haber sabido quiénes eran ellos los habrían apresado o ajusticiado sin miramientos.
—¿Y qué vamos a hacer, bràthair? ¿Nos sumamos a la comitiva de comediantes, o de lo que quede de ellos, y luego qué?
Se apartaron un poco más para poder seguir planeando sus siguientes pasos. No querían molestar en los últimos momentos de Wilky. Ese día, los comediantes habían perdido a tres de sus compañeros. Ayden lamentó que no los hubiesen alcanzado en Nottingham como tenían previsto por cuestión de horas, pues ninguna de esas muertes habría tenido lugar con total seguridad de haber estado ellos. Mientras los hermanos hablaban, Erroll y Darren ayudaron a trasladar al moribundo a un lugar más cómodo.
Los Murray decidieron seguir con el plan: acompañar a Stace, hacerse con el salvoconducto en Oxford y llegar a Guildford antes de que terminara el mes, a más tardar por San Miguel. Tras fijar fechas e itinerarios, Neall aprovechó para amarrar los caballos y darles algo de comer.
Por su parte, Ayden puso al día a Erroll y a Darren, quedándose un instante pensativo y en silencio al ver el variopinto grupo que se había formado alrededor del difunto, pues un par de desconocidos se habían sumado a Catherine y Stace. Los dos que faltaban, pensó el mellizo. El más jovencito debía ser Jacob el malabarista, del otro no le había gustado ni los andares patizambos que se gastaba, pues no había más que ver que el tal Larkin era hombre de los que atraían problemas.
Ayden se fijó más en la muchacha y tuvo que contener la risa para no llamar la atención. Imitó el gruñido del oso para atraer la mirada de Neall y que dejara los caballos para compartir la confidencia. El más joven de los Murray se acercó extrañado, pues no le cabía en la cabeza que hubiesen dejado sin atar algún cabo suelto del plan. Cuando su hermano mayor hizo con sus dedos una especie de antifaz sobre sus ojos, no lo entendió del todo.
—¿Un hurón?
Ayden negó divertido con la cabeza. Eran muy raros de ver por esos lares y no todos llevaban ese tipo de manchas. Neall se encogió de hombros y su hermano lo miró con el ceño fruncido por darse tan pronto por vencido. Mosqueado, Neall le preguntó por el animal. Nunca había destacado en el juego de las adivinanzas y Ayden comenzó a reírse a carcajadas.
—No, un hurón, no —le replicó risueño y con un tono que le dejaba entrever la paciencia que tenía con él a veces.
Neall le dio un empellón en el hombro por reírse de él y Ayden volvió a la carga.
—Creo que Sir William Brisbane os ha llenado la cabeza de cuentos y animales fantásticos, bráthair. Mas mirad bien a la lanzadora de cuchillos y luego decidme si nuestro irlandés no ha encontrado a su «Cat»…
—¿Por qué lo decís? —le preguntó en un hilo de voz y acercándose más para ver a la joven desde su misma perspectiva.
Su hermano le había contado la historia sobre el prometedor futuro de Erroll con una gata, vaticinada al leerle los posos del té durante su periodo en Edinburgh y su amigo se lo había confirmado entre ofendido y divertido por la cuestión. En su momento, a los tres les había hecho mucha gracia, pues ninguno de ellos creía en esas cosas.
—Fijaos en los ojos de Catherine, bràthair. Su nombre no podría venirle más apropiado —respondió risueño el mellizo. «Ojalá sea la gata que le haga olvidar a Kelsey», deseó Ayden de corazón.
Neall se fijó en la muchacha. Era muy joven, de la edad de su cuñada Isabel más o menos. Su tez era blanca como la luna y sus ojos de un azul verdoso transparente tan claro que parecía agua de manantial. Sus cabellos eran castaños, frondosos y ligeramente ondulados en unos rizos grandes y descuidados. Sus pestañas oscuras, resaltaban aún más sus ojos oblicuos y felinos. Entendió perfectamente a su hermano. Esa joven podría volver loco a cualquier hombre con solo mirarlo fijamente. Le recordó a Leonor en el desparpajo y en el atuendo. Si seguían las mujeres poniéndose calzones como los hombres…¡No solo los escoceses terminarían llevando falda!
—Es morena —sentenció Neall por ponerle una pega, arrugando la nariz.
A él siempre le habían gustado más las morenas, pero en todo lo que conocía a Erroll, nunca había visto al rubiales de su amigo irse con ninguna.
—¿Y qué? —le preguntó Ayden.
—A Erroll le gustan rubias… Kelsey, la tal Dunstana, todas las que he conocido que han compartido su cama lo eran —le replicó, mientras se recolocaba el cotun y se cruzaba de brazos.
A Ayden no le parecía eso ningún problema, pues era de los que creía que «siempre hay una primera vez para todo…»
—Pues mejor me lo ponéis… Ya van tres las veces que se han mirado de reojo esos dos y aún nadie los ha presentado.
Neall se plantó a su lado y la observó a conciencia. Había aprendido a que, quien ponía la mano en el fuego, se terminaba quemando y la verdad era que la joven era tan bonita y desenvuelta que podría gustarle a cualquiera. Recordó todas las veces que Erroll le había dicho lo afortunado que él era de haber encontrado a alguien como Leonor y esa muchacha se le parecía en cierto modo. Así que, lo de rubia o morena podía ser lo de menos, lo importante era que le entrara por el ojo a su amigo. Y, sin saberlo, deseó lo mismo que el mellizo.
Al otro lado de la explanada, las seis personas que estaban en pie rezaron una breve oración por el alma de Wilky. Neall y Ayden se sumaron a ellos y ayudaron a cavar la zanja para darles una sepultura digna a los tres comediantes, que se encargaran los animales de rapiña del forajido. Acabado el humilde sepelio, Stace les presentó a sus compañeros de farándula:
—Catherine, Jacob y Larkin —los nombró señalándolos.
A Ayden no dejaba de sorprenderle la capacidad de Stace para ubicar, sin equivocarse, a las personas a su alrededor cuando veía poco más que sombras y bultos. Él le había dicho que memorizaba ciertos detalles de la persona, que se le había agudizado el olfato y el tacto, que tenía el oído de un halcón y, en ese momento, todos habían mirado a Neall risueños sin quererlo.
Stace se había sumado a la chanza y había dicho que el apelativo le venía que ni pintado, no solo por su rapidez con el arco, sino también por su forma de pensar. Se habían quedado perplejos por el razonamiento. Nunca antes habían pensado que fuera por algo más que por su velocidad y Neall le había preguntado a qué se refería con sana curiosidad. «Sois una persona territorial, muy familiar y tendéis a orientar vuestras miras hacia el sur», le había dicho categóricamente, como el que conocía la sabiduría del mundo de primera mano y los escoceses se habían quedado boquiabiertos, pues el titiritero no podía haber acertado más en su predicción.
Por su parte, Erroll presentó a los escoceses y Stace les explicó a los comediantes que, gracias a esos hombres, él seguía vivo. Catherine echó una mirada fugaz a los montículos de tierra húmeda y ni se excusó. Se retiró unos pasos hasta el borde del monte escarpado y se sentó en el suelo. Jacob, el malabarista, le restó importancia con un gracioso gesto con la nariz y se sentó al lado de la joven, dándoles la espalda y echándole el brazo por encima. Todos comprendían su dolor, todos habían perdido alguna vez a un ser querido en trágicas circunstancias. Neall y Ayden se miraron de reojo. No habían contado con que la gata tuviese gato, aunque Jacob… ¿no era muy joven para ella o ella mucha mujer para él, ya puestos?
—¿Qué vamos a hacer ahora, Stace? Esos hombres no tardarán en volver y os juro que no les hice trampas… —preguntó Larkin, sin quitarle el ojo de encima a los cuatro desconocidos—. Además, ¿cómo sabéis que son de fiar? ¿Y si son de ellos?
Erroll alzó una ceja y cerró los puños.
—¿Lo dice quién ha provocado todo esto por sus deudas?
—¡Qué sabréis vos! —exclamó Larkin encarándolo a escasos dedos, rostro con rostro.
Catherine se levantó para mediar y alejó al espadachín unos pasos.
—Si Stace se fía de ellos nosotros también, Larkin. ¿Me oís? No nos incumbe si le hicisteis o no trampas a las cartas. Lo importante es que ellos creen que sí y que han ido a por la compañía. No a por vos, sino a por todos.
Sin dejar de tener la mano en el pecho del joven espadachín, le habló a Erroll, muy seria y con los ojos aún húmedos de haber llorado.
—Y vos, controlad vuestras palabras, pues con culpa o sin ella, él ha perdido hoy un hermano…
—¡También Stace ha perdido dos amigos, mo baintighearna! —le replicó el irlandés sin darse cuenta de que había utilizado el gaélico y sin poder controlarse al ver que ella lo reprendía como a un niño pequeño.
—¿Sois escoceses? —preguntó despectivo Larkin, poniendo la boca torcida.
—Ingleses de la frontera —arguyó Neall con rapidez—, pero su madre era escocesa y a veces nos sale con ese tipo de palabrejas…
Erroll resopló. ¡Lo que le faltaba! Si no tenían bastante con tener que estar mintiéndole a Stace sobre su origen y misión, encima tendrían que inventarse una historia común y convincente y rezar porque no les cogieran en renuncio alguno.
—Para ser de la frontera tenéis un acento muy marcado… —expresó Jacob sin miedo ni odio en su tono de voz. El muchacho no dejaba de juguetear con unos cantos rodados entre sus dedos, tenía una extraña facilidad para hacerlos aparecer y desaparecer.
«Otro que parece más mago que malabarista», pensó Ayden, reflexionando cada una de las palabras que habían dicho para no meter la pata. Si eran perseguidos por ingleses a causa de unas deudas… ¿Les convenía seguir con ellos? ¿Serían capaces ellos de dejarlos en la estacada?
—Las escocesas son más fáciles de llevar al catre que las inglesas, amigo —replicó Darren, mientras se recolocaba el calzón y se pasaba el dedo índice por la boca, sin dejar de mirar a Catherine—. Aunque a veces esa espera es gratamente recompensada.
La joven no se dio por aludida y se acercó a Erroll, mirándole a los ojos mientras le preguntaba qué significaba lo que le había dicho.
—¿Mo baintighearna?
—Sí —afirmó ella con los ojos brillantes.
—Mi señora —le respondió él perdiéndose en ellos, pues eran claros como el fondo de las pozas cristalinas de la Isla de Skye.
—Mi señora… —repitió ella, sin poder dejar escapar una tímida sonrisa en la comisura de sus labios.
Erroll se quedó encandilado en sus labios y sintió que las entrañas le ardían al escuchar cómo repetía sus palabras. ¿Cómo pronunciaría su nombre teniéndola bajo su peso? El mero pensamiento le tensó ciertas partes hasta el punto de sentir que el aire no le llegaba al cuerpo. Se sintió hechizado, preso e incapaz de dejar de mirarla. ¿Qué tenía esa joven que le atraía tanto? Eran esos ojos felinos, esa boca de grosella, esa piel como el nácar a pesar de pasar muchas horas a la intemperie… No le pasaba algo así desde Kelsey, ni siquiera había sentido ese embeleso con Dunstana. El solo nombrarlas en su pensamiento rompió la magia y ensombreció su rostro.
—Será mejor que vuestro nuevo amigo no hable bárbaro durante el tiempo que permanezcan con nosotros, Stace. No queremos problemas con la guardia real —replicó Larkin, al que la complicidad de Catherine con ese desconocido no le había gustado en absoluto.
A los escoceses no les hizo ninguna gracia el término «bárbaro» en boca de ese rufián. Larkin no era santo de su devoción y, fuera o no el responsable de ese derramamiento de sangre, él era la excusa para que los estuviesen siguiendo. Stace había perdido dos amigos por su mala cabeza y a un tercero al que tampoco le habría deseado la muerte por supuesto. Además, la tapadera perfecta para viajar al sur de Inglaterra sin tener que dar muchas explicaciones por el camino era mucho menos segura que antes. Sin embargo, lo mejor era ser prudentes, seguir con la farsa y no levantar sospechas.
—¡Qué lástima! Su sonido es como el susurro que deja el viento a su paso por las copas de los árboles… —replicó ella.
—¡Qué poético! —se burló el rufián—. Bien podíais dejar de lanzar cuchillos y dedicaros a recitar poemas.
—Dejadla en paz, Larkin —le recriminó Jacob—. Si estamos en dificultades es porque vos sois un tramposo jugando a las cartas y no sabéis más que ir de farol.
—¡¡¡Yo no soy un tramposo, maldito toca pelotas!!!
Catherine no estaba de acuerdo con los modos de Larkin y se asombraba de que, recién muerto su hermano, estuviese tan entero y como si nada hubiese pasado. ¿Acaso ese muchacho no tenía corazón?
—¡Eh, eh, eh! —exclamó Catherine colocándose de nuevo en medio, pero esta vez entre Larkin y Jacob—. Para empezar Larkin, asume que estamos en desventaja. ¿Quién sabe si esas bestias volverán de nuevo a cobrar lo que les debes o a hacernos desaparecer sobre la faz de la tierra? Sosegaos. No os pido que lloréis la muerte de vuestro hermano, pero sí que dejéis de enfrentaos con cualquiera de nosotros buscando pelea. No tenemos culpa de lo que ha pasado aquí. ¿Lo entendéis? Worthing es el enemigo, no nosotros.
Larkin asintió con desgana y lo delató el brillo húmedo de sus ojos. «Sí que los tiene bien puestos», pensó Ayden, recordando lo necios que eran los hombres en general dejando a las mujeres a un lado y relegándolas solo a los asuntos del hogar. Catherine no parecía haber acabado su reprimenda y Stace la dejaba hacer sin intervenir en absoluto, escuchándola con suma atención.
—Cuando hayáis encontrado la respuesta sobre por qué Worthing viene a por nosotros en realidad, pensad en algo provechoso como qué podemos hacer de aquí en adelante o de qué vamos a vivir. Sin Wilky, Arthur y vuestro hermano, ¿quién hará las exhibiciones de espada, les sacará los cuartos con las cartas o recitará los poemas, o…?
—Nosotros —la interrumpió Erroll sin pensarlo dos veces.
—¿Vosotros? —preguntó ella mientras se ponía en jarras y miraba a Stace—. ¿Y qué diablos sabéis hacer vosotros?
—Mi señora, dejad que os lo demuestre —le replicó Ayden, dando un paso al frente y sabiendo que la única manera de pasar desapercibidos era uniéndose a la caravana de artistas.
—¿Nada de mo baintighearna? —se jactó ella sonriente y con una de esas sonrisas que podrían eclipsar al sol.
—Yo no pretendo llevaros a la cama… —le casi susurró el mellizo Murray al oído al pasar a su lado y separándose después lo justo para guiñarle un ojo.
Ayden lo había hecho sin pensar o quizás a sabiendas para quitarle hierro al asunto. Era su forma de dejarle entrever a la gata que el irlandés estaba libre, pero que él no. O simplemente que se sentía feliz porque se acercaba la hora de tener en sus brazos a su petirroja.
Además, pelearse entre ellos no era la solución y con Larkin tendrían que tener los ojos muy abiertos. No aparentaba ser mal muchacho, pero sí tremendamente impulsivo, por lo que podría llevarlos a tener un serio problema si no lo vigilaban día y noche. ¿Y quién era el tal Worthing? De seguro algún tipo sin escrúpulos y despiadado a lo sumo, de noble cuna o de los que escalaban... ¿Quién sabía? Sin embargo, si querían llegar a Guildford como y cuando tenían previsto, deberían normalizar la situación lo antes posible y dirigirse a Oxford sin más dilación. No veía la hora de sacar a Leena y a sus niños de esa cárcel del demonio y empezar una nueva vida como una familia.
Por su parte, Catherine se sonrojó ante el comentario del hombretón y no supo qué replicarle. ¿Acaso el otro rubio, el tal Erroll, sí se lo había dicho con la intención de llevarla a la cama? ¿Y le funcionaba? El acento era grave, sensual, pero hasta ese punto… Miró a los cuatro con detenimiento y suspiró. Sí, hasta ese punto, pensó sonriendo.
Ese tipo de hombres tan bien provistos de todo no era normal verlos por una villa, ni en los gremios, ni trabajando los campos de sol a sol. Tampoco parecían comediantes como ellos, sino guerreros de los que protagonizan gestas y arrancan anhelos en los corazones. Si hubiese llegado a saber que en la frontera había hombres tan espléndidos, se habría marchado a probar suerte hacía tiempo. Sonrió de nuevo. ¿Qué pensaría su abuelo si la viese tan desvergonzada? Era lo que tenía el ser la única mujer del campamento…
La verdad era que no le importaría dejar a un lado sus convicciones por yacer con un hombre tan espléndido como Erroll, todo fuera dicho. Se sorprendió al ver que el comentario del espadachín había incomodado también al rubiales y se congratuló. Quizás no fuera un hombre tan inaccesible después de todo. Catherine se hizo a un lado para dejarles hacer la demostración y aprovechó para intentar acordarse de los nombres, mas desistió con dos de ellos, después le preguntaría a Stace con disimulo.
Ayden chocó espadas con Darren. El irlandés arrugó el entrecejo ligeramente. ¿Por qué no lo había elegido a él en vez de al Stewart? Darren era bueno con la espada, pero él lo había derrotado siempre. Chasqueó la lengua con disgusto. ¿Qué podría hacer él para impresionarla? Resopló. «¿Por qué has de impresionarla, zoquete?», se preguntó a sí mismo. Gruñó. Ni él mismo entendía por qué se había puesto de tan malhumor.
Neall no perdía ojo a los cambios de expresión de su amigo. Se conocían desde pequeños y era como estar presenciando en primera fila su lucha dentro de su cabeza. Contuvo la risa a duras penas, intentando fijarse en la exhibición de su hermano y en los intentos de Darren de frenar los mortíferos estoques por parte. Estaba orgulloso de la rápida recuperación que Ayden estaba teniendo, además de que llevaba varios días sin sufrir pesadillas.
No obstante, un ligero movimiento en un arbusto cercano lo alertó. Sin dilación, el más joven de los Murray cogió el arco, apuntó en una dirección y disparó sin decir nada más ni alertar a nadie.
Catherine se giró en redondo al escuchar el disparo y le preguntó a Neall que por qué había hecho eso. Él le sonrió de medio lado y comenzó a andar en dirección a donde había tirado la flecha. La joven puso un leve puchero en su rostro, pues no le había respondido. ¿Qué podía haber llamado tanto su atención como para malgastar una flecha? Desde pequeña había sentido cierta fascinación por los arcos, aunque nunca había tirado con uno.
Erroll se quedó embelesado en los labios de la joven, sintiendo el deseo de ser él quien le arrancase más mohines de esos labios tan rojos, tan esponjosos… «¡Qué hambre me está entrando por Dios!», exclamó para sí y tuvo que pellizcarse el antebrazo para reaccionar, como alguna vez le había visto hacer a Leonor cuando Neall se quedaba embobado mirándola. Finalmente, el irlandés contestó por su amigo.
—Tenemos cena, mi señora.
Ella lo miró un instante, embelesada por la seguridad que desprendía el arquero.
—Lástima que se os haya olvidado lo de mo baintighearna… —respondió ella con un ligero toque pícaro en la voz y alcanzando a Neall para ver qué había cazado.
Erroll se quedó boquiabierto, pues no se lo esperaba. Esa joven lo ponía nervioso e intentó seguir la espléndida demostración de esgrima, sin quitarle ojo a Neall. Que Dios le perdonara pero estaba molesto, por primera vez en su vida estaba molesto. ¿Quién lo iba a decir? Stace se acercó al irlandés como quien no quiere hablar, pero sí enterarse.
—¿Qué as tenéis vos en la manga? ¿Espada? ¿Arco? ¿Cartas?
—Cartas podría ser.
—Lástima, porque lo que realmente nos falta es un bardo…
Erroll sonrió pícaro. A él no se le daba nada mal contar historias… En realidad, era una de las pocas cosas que sabía con certeza que se le daba bien. Sonrió a Stace y le dio una palmada en el hombro, levantándose para ver si Neall necesitaba ayuda con lo que fuera que estaba arrastrando.
El muy bellaco había derribado un enorme cervato rojo como el que no quería la cosa. Por supuesto que tendrían cena, almuerzo y quizás diera para varios días más. Neall sonreía con ese hoyuelo que volvía locas a todas las mujeres y él solo pensaba en borrárselo al ver que Catherine era incapaz de dejar de mirarle. La joven parecía una ninfa que emergía entre los arbustos del bosque. El contraluz le otorgaba un aura brillante que la alejaba de los seres de este mundo y parecía danzar sin pies y vaporosa alrededor del arquero.
«¿Y a mí qué me importa?», se regañó el irlandés enfadado para sí y no entendiendo qué demonios le pasaba. Su amigo estaba casado y ella, ella… la acababa de conocer y no era nada suyo. Erroll intentó concentrarse en la lucha de espadas de nuevo. Neall no parecía necesitar ayuda y él no estaba de humor para soportar la mirada de embeleso de Catherine. ¡Que Dios se hiciera de cuerpo presente y le explicara por qué le afectaba tanto!
La exhibición quedó en tablas al final y Larkin felicitó a los contendientes. El joven parecía haber dejado atrás sus dudas y su predisposición hostil por un momento y no hacía más que preguntarle a Ayden cómo había hecho para dar un estoque de una forma tan limpia o cómo había adivinado las intenciones de Darren en determinado lance.
Jacob los seguía a poca distancia, en silencio. Él nunca había mostrado mayor interés por las armas y no estaba impresionado, aunque reconocía la buena técnica de esos hombres, que parecían más guerreros avezados que los comediantes que decían ser. Aunque claro, Stace hacía más de dos lustros que no era titiritero y así lo seguía llamando todo el mundo.
Neall comenzó a descuartizar al cervato y tanto Larkin como Stace se acercaron a ayudarle motu proprio. El joven acudió cuchillo en mano y se entretuvo en el quehacer con una habilidad pasmosa, ni la vieja tata Deirdre podría haberlo hecho más rápido y mejor. Entretanto, hablaba sin parar entre tajo y tajo, mientras Stace asentía cabizbajo y sin mediar palabra.
—Es increíble el poder de recuperación de Larkin… —murmuró asombrado el Stewart desde el otro lado de la fogata, sin caer en la cuenta de que Jacob podía oírlo.
—Jan y él no se llevaban bien —interrumpió el malabarista sin dejar de juguetear con las bolas de cuero y serrín entre sus dedos.
Darren, Erroll y Ayden se miraron de soslayo, pero ninguno quiso decir nada más. No conocían a Larkin más que por lo que les había contado Stace durante el camino y por lo que habían podido deducir al encontrar desvalijado el campamento. El tono de voz del malabarista había sido frío y triste como la última hora de oscuridad en una noche de invierno. Jacob dejó las pelotas en un zurrón y resopló mientras se cruzaba de brazos, contenido. Su crítica, sin una explicación, había enmudecido a los recién llegados, pero cómo contarles en pocas palabras que anduvieran con cuidado a partir de entonces...
—Creedme si os digo que Dios nos ha dejado al que no quería en su reino.
Darren lo miró de reojo. Jacob parecía sincero, además de no tenerle muchas simpatías al espadachín. «Algo a tener en cuenta», pensaron los escoceses, sin querer entrar a formar parte de uno u otro bando. Cuando Neall reunió con ellos y tomaron la decisión unánime de seguir con los comediantes.
—Iremos con ellos —le había dicho Ayden, pues no sabían a lo que se enfrentaban con certeza—. No podemos dejarlos en manos del tal Worthing y tenemos que conseguir esos salvoconductos como sea.
La noche era bastante fría como para pasarla a la intemperie y las lonas de la caravana que servían para hacer las tiendas estaban quemadas o inservibles. Entre todos recogieron todo lo que pudiera serles de utilidad y marcharon a una posada a las afueras de la villa. Cualquier precaución sería poca a partir de entonces. El día siguiente se esperaba duro y necesitaban descansar.
Nadie se atrevió a protestar por el dispendio. Ya lo recuperarían con alguna actuación, se dijeron. Además, estarían más cerca de Nottingham y más seguros de que no los molestaría nadie hasta que no decidieran entre todos qué pasos dar.
Tras la cena, Ayden y Stace intentaron averiguar más detalles sobre los asaltantes, pero ni Catherine ni Jacob lograron ponerse de acuerdo con los detalles y número de asaltantes. Larkin había llegado al campamento cuando todo había ocurrido, así que poco pudo opinar al respecto. Solo dijo que ese tal Worthing se las pagaría, o…, ¿se las terminaría cobrando él? Fue el único momento que realmente lo vieron compungido y al borde de las lágrimas, aunque fue beberse de un trago una jarra de cerveza tibia y lanzarle un par de indirectas a la joven que servía las mesas.
La de la posada no solo les cocinó el cervato, sino que también les ofreció alojamiento gratuitamente durante un par de noches por el resto de la carne. Todos miraron a Neall y este asintió. No tenía mucho sentido llevar a cuestas la carne a expensas que se pudriera y sin posibilidad de ponerlo en salazón, mientras tenían que desprenderse del dinero contante y sonante. La velada estaba siendo todo un éxito. Pronto llegarían a Guildford y rescatarían a Leena. La suerte comenzaba a situarse del lado de los escoceses y las jarras de cerveza comenzaron a correr a espuertas para celebrarlo.
Catherine no los acompañaba en la mesa, estaba sentada sola en la barra, dándole conversación a la tabernera y eso a los escoceses les intrigó. Erroll era incapaz de no mirarla por mucho tiempo. Ayden chocó su jarra con él y le susurró con una sonrisa que no le cabía en el rostro y con claros signos de embriaguez:
—Ya es hora de que le mostréis vuestro as… ¿No creéis?
—¿A quién? —le preguntó el irlandés haciéndose el sorprendido.
—A la gata.
Erroll lo miró confundido. Ayden le señaló con la jarra a Catherine y le guiñó un ojo. Seguidamente, pidió a todos los de la mesa que guardaran silencio, atrayendo la atención de la muchacha también. Erroll le pedía que lo dejara pasar.
—¿Qué as en la manga y qué ocho cuartos? ¿Queréis que saquemos aquí en medio las espadas? —le preguntó quedo a Ayden.
«No es momento», musitó, pero ninguno de los Murray parecía querer escucharlo. Neall aclaró a qué as se refería su hermano mayor anunciando a toda la taberna que Erroll les deleitaría con una de sus historias y, que si mañana querían más, tendrían que reunirse en la plaza, aunque esta vez pagando. Los paisanos que abarrotaban la taberna le rieron la coletilla y acto seguido enmudecieron. Erroll lo miró con fuego en los ojos.
—Me las pagaréis —volvió a murmurar entre dientes.
—Los pagos mañana, càraid. ¿O no me habéis oído? —le susurró Neall de la misma manera para que nadie los entendiera.
El público comenzó a chocar sus jarras sobre la mesa, para jalear al bardo. Erroll se puso en pie y colocó uno de sus pies sobre el taburete que acababa de desocupar. Miró a los presentes, evitando mirarla a ella, aunque sentía en cada poro de su piel que sus ojos del color del agua del manantial no le perdían la pista. Tragó saliva. Era la primera vez que estaba nervioso por contar una simple historia.
—Bien, como no me queda otra... —comenzó a decir Erroll aclarándose la voz, apurando su jarra de cerveza y provocando la carcajada de muchos—. Os contaré la historia de Fionn, el magnífico. El pequeño Fionn nació en el seno de un clan bárbaro llamado Fianna. Era hijo de Cumhall, su líder, y de Muirne, la bellísima hija de Tadg mac Naudat, un afamado druida de las colinas Almu, en el Condado de Kildare.
Nadie en la taberna parecía respirar, ni siquiera las moscas osaban molestar con su vuelo insistente y pesado. Erroll los tenía a todos donde quería y siguió narrando, haciéndose el indiscutible centro de atención.
—El druida no veía con buenos ojos la relación del jefe de los Fianna con su preciado tesoro y le negó la mano de su hija cuando el joven se la pidió. Él quería desposarla con el Gran Rey Conn de las Cien Batallas… Descorazonado y cegado por su amor, Cumhall raptó a Muirne y terminó desatando una guerra con el Gran Rey. Sus propios hombres no veían con buenos ojos su unión, pues la joven era tan bella, que los tenía a todos como embrujados.
Erroll se dio cuenta de que esta última frase la dijo mirando a Catherine, que apenas pestañeaba, con ese extraño brillo en los ojos de adoración que acababa provocando siempre entre las féminas. El orgullo insufló su corazón y corrió la indómita sangre de sus ancestros por sus venas. Alejó de sus pensamientos sus temores y deseó hechizarla con su palabra como ella había hecho con sus ojos. Se subió encima del taburete y unió a su voz hipnótica unos cuidados movimientos que atrajeron aún más la curiosidad del público.
—Durante la batalla de Cnucha, Cumhall y Conn combatieron fieramente, aunque no consiguieron acercarse lo suficiente como para hacerlo entre sí. Goll mac Morna, uno de los hombres de Cumhall, codicioso de Muirne y del mando de los Fianna, lo traicionó en plena batalla y asesinó sin piedad a su adalid por la espalda.
Algunos de los presentes consiguieron salir del trance y murmuraron asqueados al saber que el líder bárbaro había muerto en manos de uno de los suyos.
—Con lo que nadie contaba —comentó Erroll en poco más de un susurro para volver a captar la atención de todos—, era que la bella Muirne estuviese embarazada…
Catherine se acercó a la mesa donde estaban sus amigos y tomó asiento con ellos. Tenía lo labios entreabiertos y a veces los ocultaba por completo, presa de la emoción por lo que Erroll narraba.
—¿Y qué pasó? —se atrevió ella a preguntarle, tras un breve y tenso silencio.
Erroll la miró y le sonrió con picardía un instante, luego volvió a interpelar a la muchedumbre con un solo gesto con el brazo, haciendo como si repudiara a Catherine a la vez que decía:
—Su padre, el druida, la rechazó y, enfadado, ordenó que la quemaran. Mas el Gran Rey Conn no podía permitirlo, pues se había enamorado de ella. No podía tomarla por esposa, tampoco podía obligarla a que no tuviera su hijo, por lo que la puso bajo la protección de la hermana de Cumhall, de la casa de Fiacal, para que tuviera a su hijo, al que llamó Deimne.
—¿Pues no se llamaba Fionn? —preguntó uno al fondo, provocando unas cuantas de risas entre las últimas mesas.
Erroll se llevó el dedo a los labios y pidió silencio. Nada más hacerlo, todo el mundo calló.
—La bella Muirne dejó a su hijo al cuidado del marido de su cuñada, que también era un druida, y de una guerrera, que le enseñó desde pequeño las artes de la caza y de la guerra en los bosques cercanos. Cuando Deimne creció, nadie quería que el joven entrara a su servicio por muy bueno que fuera, pues temían que los enemigos de Cumhall aparecieran y tomaran represalias con todos los que les hubiesen ayudado a sobrevivir. El niño vagó solo hasta que se encontró con un druida poeta, un tal Finn Eces, que lo tomó a su cargo, cambiándole el nombre y ofreciéndole una nueva vida.
—¿No se encontraría con vos? —preguntó el mismo graciosillo del fondo, pero esta vez lo abuchearon para que se callara.
Erroll prosiguió en cuanto el silencio se hizo en la sala.
—El joven Fionn siguió al druida a todas partes y jamás cuestionó lo que hacía. Sin embargo, un día se sorprendió al ver al poeta intentando atrapar un salmón en el río Boyne con mucho afán y le preguntó por qué tanto empeño. Según le dijo el leprechaun63, no era un salmón cualquiera, pues era el salmón del conocimiento. ¡Llevaba siete años tras él para atraparlo!
El gentío exclamó asombrado por lo escurridizo que era el maldito salmón y volvió a escuchar atento al bardo. Catherine lo miraba embelesada como el resto y Erroll le guiñó de nuevo un ojo que la hizo sonrojarse y clavar sus ojos felinos en el borde de su copa vacía por un momento.
—Un día como otro cualquiera, consiguieron atrapar al salmón y el druida no cabía en sí de gozo. Le dijo al joven Fionn que se lo cocinara, pues quien se comiera el salmón, adquiriría el conocimiento sobre el mundo. Fionn no creía en esas cosas y pensaba que el druida se había vuelto un poco loco. Mientras asaba el pescado, el joven se quemó el pulgar. No se dio cuenta de que en el dedo llevaba pegada parte de la piel del salmón y se lo chupó para aliviar el dolor…
—¿Y qué pasó? —gritó uno al ver que Erroll volvía a ocupar su sitio en la mesa y pedía otra jarra de cerveza.
— Amigos, tendréis que esperar a mañana en la plaza para saber cómo termina la historia.
El disgusto inicial fue grande. Muchos fueron los que vinieron a intentar sonsacarle el final al irlandés, a felicitarlo por lo bien que lo habían pasado, para decirle que mañana estarían sin falta en el lugar indicado o para dejarle unas monedas de plata por lo que habían disfrutado de la historia. Los invitaron a una última ronda.
—Gracias, gracias —les respondía Erroll a todos apabullado por todas las muestras de afecto y con sincera humildad.
Catherine se levantó sin decir nada y salió al exterior. La noche era clara y sin rastro de nubes. En cuatro días sería luna llena y un halo le dibujaba una corona de resplandor. Era el típico paisaje que todos los bardos narraban en sus historias cuando querían describir una escena de amor. Bufó. ¿Cuándo podría sentir ella siquiera esa sensación? Su abuelo siempre le había dicho que los hombres se arrimarían a ella deslumbrados por sus ojos y para pasar el rato, que no se fiara, que «mirad lo que le ha pasado a vuestra madre…» y ella los había rechazado a todos, vinieran con las intenciones que vinieran, para no darle un disgusto al viejo. ¿Qué pensaría de ella si la viera trabajando y rodeada todo el día de hombres? Mejor no pensarlo.
La joven cerró los ojos e inspiró el olor que emanaba de las flores del pequeño jardín de la tabernera. Era un recinto pequeño y bien cuidado, donde se mezclaban las flores más exóticas con las silvestres y al que no le faltaba ni un detalle. Se agachó entre las azaleas y las clavelinas, dándole la espalda al acebo. Se sentía extraña y nerviosa. Erroll le había recordado lo que era un hogar y lo que era también no tenerlo con su historia. Su forma de contarlo la había hecho sentirse Muirne y hasta el pequeño Fionn, abandonado a una suerte incierta. De pronto, percibió un leve ruido de pisadas y se inquietó, echándose mano al puñal que siempre llevaba consigo.
—No temáis, Catherine. Soy yo.
La muchacha reconoció su voz y su silueta entrecortada por la luna. Se sorprendió de verlo allí, mas no dijo nada. Su desasosiego creció al ver que venía de tomar un baño y traía el pelo caracoleado y aún húmedo, con apenas una túnica corta, una capa y unas calzas que se le ajustaban a los muslos. Se frotó los brazos y la barriga, nerviosa, e hizo amago de incorporarse.
—¿Tenéis frío? —le preguntó él quitándose la capa que llevaba sobre los hombros.
—No, no hace falta, de verdad que no —se excusó ella. ¿Cómo decirle que no tenía frío, que lo que su cuerpo había sentido al verlo en ese marco tan bucólico era precisamente calor, cosquillas, desasosiego…? «Entra con el resto, niña. No hagas tonterías. A leguas se ve que es un caballero refinado», se dijo y a punto estuvo de hacerlo.
Erroll le colocó la capa de todos modos y le sonrió de forma sutil, de esa forma que podría hacer derretir cada uno de los huesos hasta hacerlos pura lava. Sintió el tibio calor de sus manos en sus hombros y se estremeció. Lo miró con sus ojos de gata y fue el turno de que a él se le cortara el aliento.
—¿Quiénes sois en realidad? —le preguntó ella de sopetón.
—¿Quién creéis vos que soy? —le respondió divertido porque no se esperaba semejante pregunta.
—Sé lo que no sois y con eso me pregunto por qué nos habéis mentido.
Erroll no supo qué decirle. Salvo Leonor, ninguna mujer le había hecho preguntarse quién era o hacia dónde encaminaba sus pasos. Catherine era observadora e inteligente, pero no podía confiarle su secreto a una completa desconocida, por muy bonita e interesante que fuese. La vida de Leena y del resto del grupo estaba en juego. Él guardó silencio y ella prosiguió.
—No sois quien habéis dicho ser. No tenéis acento de la frontera, mas que os pese, ni tampoco vuestros amigos. Ni sois un bardo, aunque bien podrías ganaros la vida con solvencia siéndolo.
—¿Y qué soy, según vos? —le preguntó intrigado y un poco desilusionado por saberse descubierto.
—Sois culto y refinado, diestro con la espada hasta el punto de que os chocó que vuestro amigo eligiera a Darren antes que a vos. Daríais la vida por esos hermanos y quizás lo estéis haciendo…
—¡Vaya! ¡Ni mi madre conoce tanto sobre mi persona! —se mofó él, quitándose del contraluz que le hacía la luna, e interrumpiéndola para que no siguiera descubriendo verdades.
—No os riais de mí, señor —le replicó ella torciendo el gesto. Se cruzó de brazos y miró hacia el bosque, esperando a que el hombre se diera por aludido y la dejara pasar.
El aroma de las flores, la luz de la luna sobre su tez perlada, esos ojos que parecían estrellas… Erroll la cogió por la cintura y la encaró, haciendo que el moño bajo que le recogía el pelo se deshiciera y dejara la melena suelta, ondeando sobre el azul de la noche como las olas sobre un rompiente. Ella se quedó perpleja, sin esperarse que la tomara entre sus brazos y con tal vehemencia. No intentó resistirse, no quería. Él la hacía soñar con su sola presencia. Era como el caballero de los cuentos que leía de niña con su madre y que siempre la rescataba del infortunio. Tantos años convenciéndose de que no existía y justo en ese momento aparecía.
Desde que esa mañana lo había visto por vez primera, había luchado contra lo que sus sentidos le decían, contra lo que su corazón le marcaba a ritmo rápido y agitado. Ella no tenía derecho a enamorarse, ninguna mujer lo tenía. Como en la historia de Fionn, bien había pagado Muirne su amor por Cumhall, pues había perdido a su amante y a su hijo. Durante la velada, el resto del mundo había desaparecido por arte de magia al oírlo hablar. Erroll tenía todo lo que había deseado en un hombre y todo lo que no había deseado también.
Por su parte, el irlandés había puesto la excusa de darse un baño para salir al exterior sin tener que dar más explicaciones, aunque en realidad lo había hecho porque necesitaba estar solo, respirar aire puro y no recibir más felicitaciones por la historia. Todos conocían su obsesión por estar limpio y a nadie le había extrañado que fuera a altas horas de la noche.
Se sorprendió al ver a Catherine entre flores, como si lo natural fuese convertirse en una ninfa por las noches y hacerle temblar las rodillas a un hombre. No había podido resistirse a acercarse, aunque sabía que no debía. Después, los comentarios sobre su persona, el haberla cogido por la cintura dejando suelta su melena… Dios le ponía pruebas muy difíciles de superar, lo tenía claro, y solo era un hombre.
—No pretendía hacerlo —se excusó él a unos dedos de su boca, intercambiando su hálito suave con ella, a punto de besarla. ¿Cómo podía pensar que se estaba riendo de ella?
—¡Soltadla! —gritó una voz, haciendo que la pareja se sobresaltara.
Erroll sintió cómo algo le daba en la ceja y se la tocó instintivamente. «Sangre», se dijo notando el líquido cálido y denso en sus dedos. Catherine lo parapetó con su cuerpo con rapidez, a la vez que lo agarraba por los hombros con fuerza. El cuerpo del irlandés reaccionó salvaje ante su contacto, aflorando en él los instintos de protección, de posesión, de… No, él no podía estar enamorándose de una mujer a la que apenas conocía. No podía permitirse el lujo de dar su corazón roto a nadie más.
La apartó con fiereza para saber quién era el malnacido que había osado herirlo. La joven comenzó a temblar y se echó a sus pies, mientras le pedía clemencia y no dejaba de rogarle: «perdón, por favor, perdón». Pero Erroll no estaba dispuesto a dejarlo pasar.
—¡Jacob, regresad dentro! —gritó Catherine al ver que el caballero no desistía y haciendo que su voz retumbara como una tempestad en alta mar.
—Pero… —comenzó a decir el recién llegado.
—¡Ahora! —le gritó ella sin dejar que alegara lo más mínimo.
El joven blasfemó y dio un portazo, regresando al interior de la posada. Erroll no entendía nada. Ella había visto lo que le había hecho, podía haberle dado a ella y sin embargo se preocupaba por lo que pudiera pasarle a ese jovenzuelo. La alzó del suelo por el brazo y le hizo un gesto para que cesara en sus ruegos. ¿Por qué el malabarista le había dado una pedrada? Se sintió un poco mareado y volvió a llevarse los dedos a la brecha abierta. Estaba enfadado. Ella no guardó silencio como le había pedido, pues temía su reacción.
—Señor, por favor, señor. No le hagáis nada. Es solo un niño. Es como un hermano para mí… Yo…, yo os coseré la herida y os…, os lavaré la ropa si me lo permitís, pero no le hagáis nada, por favor.
La mente de Erroll solo hacía repetirse que Jacob no era más que un hermano para ella y eso estaba siendo su mejor bálsamo. El malhumor se le había evaporado como por arte de magia y hasta le habían entrado ganas de cantar. Al final, la pedrada había tenido que ser más fuerte de lo que había percibido en apariencia y se estaba volviendo loco… Se separó un poco para poder ver el bello rostro de Catherine a la luz de la luna. Los pensamientos se le atropellaban unos con otros, pero en todos ellos estaba ella. No le gustaba verla tan alterada. Era como tener la joya más valiosa entre las manos y dejarla pendida al borde de un abismo.
Deseó estrecharla en sus brazos y calmarla, empezar ese beso que los celos habían llevado al traste…, pero no se atrevió. Se sintió codicioso. Se sintió ruin porque ella había pensado que podría hacerle daño a su joven amigo. Si él hubiese sido Jacob, no se habría ido por mucho que ella se lo hubiese rogado. Él era un desconocido y no podían confiar en la buena voluntad de las personas si querían sobrevivir en ese mundo impío.
—Volved a la taberna y llamad a Neall, por favor. No os preocupéis más. Nada le haré a vuestro amigo, os lo prometo —le dijo con su rostro entre las manos.
Las ansias por besarla lo estaban reconcomiendo, si no la alejaba, caería en el embrujo de sus ojos para siempre.
—Yo puedo hacerlo…
—No lo dudo, mo baintighearna, pero no quiero que veáis cómo grito como una niña asustada ante una aguja —le replicó sonriente y sin soltarla.
—Me habéis llamado…
Hasta de noche, por muy clara que fuera esta a la luz de la luna, la vio sonrojarse de nuevo y su corazón se derritió de forma irremediable. Erroll se alejó un poco para que ella no notara el deseo que provocaba en su cuerpo.
—No lo uso con ese fin, mi señora. Todo ha sido una invención de Ayden —le aclaró con cierto bochorno.
—Pues funciona… ¡Bien sabe Dios que funciona! —sentenció Catherine, dejándolo con un par de narices y yendo en busca de Neall, pues ella era la que dudaba que pudiera dar puntada con hilo en ese momento si se lo pidieran.