CAPÍTULO 05

EXTENUACIÓN

 

 

 

St. Margaret, mediados de octubre de 1334.

 

Ayden vio como Erroll se alejaba con el resto del grupo. Solo habían pasado un par de días desde que el Alguacil había asumido el puesto y ya eran cuatro menos. De seguir así, no sabía quiénes se harían cargo a principios de año de los trabajos pesados de la cantera. Ayden se frotó las muñecas con energía y dio unos cuantos saltitos para calentar las rodillas. El día no presentaba ni una sola nube, pero era tan frío como pasar la noche al raso en un cementerio.

Sir Richard de Stone le dio unas cuantas instrucciones y el joven comenzó a andar a paso ligero por la explanada. Al principio agradeció ponerse en movimiento, sus músculos necesitaban desentumecerse, habituados a la pesada carga de acarrear piedras y al pequeño habitáculo de la celda compartida.

Los perros miraban expectantes a Ayden, deseosos de perseguirlo o de sumarse al ejercicio simplemente. Los tres hombres volvieron a sentarse cómodamente en sus asientos y compartían una animada charla. En realidad, quienes la compartían eran el Alguacil y el que tenía cara de pájaro de mal agüero, pues el seboso no le quitaba los ojos de encima al escocés, deseoso de tener el poder de fundirlo con la mirada. Pero al cabo de dos horas dejó de mirarlo y se sumó con breves comentarios a lo que los otros dos decían.

Todo aquel que pasaba por la explanada se quedaba mirando la escena durante un rato, no muchos, porque el fiero gruñido de los perros les anunciaba que no eran bien recibidos en ese lugar. Ya había amanecido completamente y la explanada y alrededores del foso se llenaron de forasteros, carros, jinetes y demás sirvientes que venían a realizar sus labores o ser recibidos en audiencia por el rey. El Alguacil seguía tranquilo, sin importarle lo que pudiera hacer el preso. Sabía que Ayden había entendido el mensaje.

—Si os paráis antes de ordenároslo, os echo a los perros. Si intentáis huir… también. El ritmo lo marcaréis vos, dosificad fuerzas si queréis llegar vivo a la noche.

¿Aquello había sido un consejo? De haber sido otro quien lo dijese, así lo habría creído. Sin embargo, Ayden sabía que se trataba de una prueba de resistencia y prefirió acatar el consejo como una orden. Él era capitán de un ejército, no era un necio, moriría reventado en la explanada antes que pensar siquiera en fugarse y darle ese gusto a ese señoritingo inglés.

El Alguacil había disfrutado con el arranque de ira del joven y con el aprieto en el que había puesto a ese mentecato. Él odiaba a los que se escudaban en «ser hijos de» y no hacían nada más que nombrar muchas veces el origen de su casa y su título. Solo verle el cuello enrojecido y los dedos señalados en el cuello y se excitaba. ¡Diablos! ¡Ese joven tenía la fuerza de un oso!

Las horas siguientes pasaron sin que Ayden diera muestras de cansancio. Su ritmo era constante, lento y fluido, aunque la piel le brillaba por el sudor y el tartan comenzaba a pegársele a las piernas.

El Alguacil se pasó los dedos por los labios, mientras lo miraba durante unos instantes y apuraba su copa de vino. Ya no charlaban y sus acompañantes comenzaban a bostezar visiblemente cansados de no hacer absolutamente nada. El primero en retirarse fue el noble asustadizo con una excusa inverosímil sobre inspeccionar la mercancía que habían adquirido sus criados. Ese pobre infeliz no sabría distinguir entre su mano derecha y la izquierda, ¿qué iba a saber sobre la calidad del lino o la seda adquiridos?, pero, en fin. Se quedaría con el otro, que apostaba que tampoco tardaría mucho en irse.

Ayden estaba exhausto, bajó considerablemente el ritmo hasta un paso ligero. Sentía la garganta seca y un leve calambre en el pie derecho. Era incómodo, pero insuficiente como para pedir pararse y enfurecer a esos bastardos. ¡Ojalá se aburrieran antes de tener que solicitar un descanso para tomar resuello! En una de las vueltas, Ayden cruzó la mirada con el Alguacil y este le levantó una de las cejas. Sabía que ese bastardo esperaría hasta que se arrastrase, pero bien sabía Dios que antes se le pararía el corazón que hacerlo. El noble seboso, indignado y con el pañuelo anudado hasta las orejas cabeceaba a su lado. Los perros daban pequeñas vueltas en círculos, aburridos por la falta de acción.

La explanada volvía a estar desierta tras el trasiego de la mañana y pocos eran los jinetes que iban o salían del castillo a esas horas. El sol comenzaba a ocultarse cuando se escucharon los gritos de un cochero que pedía que le dejaran paso a gritos. Ayden tuvo que frenar la marcha para no ser arrollado por la carreta y los caballos. El Alguacil se levantó de un brinco de la silla y dio el alto al reconocer a uno de los guardias que acompañaban a la extraña comitiva. El seboso se despertó sobresaltado y algo desorientado, aunque al llevarse la mano al cuello recordó de golpe el incidente de la mañana.

—¿Qué ha pasado?

—¡Milord, un hombre herido! —gritó el oficial que llevaba la carreta, pero tras ayudar a otros dos para bajar al hombre y colocarlo en la parihuela, se acercó al Alguacil y le dijo—. No creemos que sobreviva, mi señor. Está muy mal herido.

El seboso se acercó a la carreta y se llevó otro pañuelo a la nariz. Su rostro delató el espanto de la imagen y Ayden tropezó levemente, más pendiente de lo que ocurría en la carreta que de mirar dónde poner los pies. Tenía los pies helados, aunque apenas quedara ya nieve en el suelo.

—Entonces, ¿para qué diablos lo traéis aquí? —preguntó el noble con cara de asco.

—Pensamos…

—¡No os pagan para que penséis, muchacho! —exclamó el Alguacil, al que no le hacía ni pizca de gracia que el noble le robara el protagonismo en esa historia y además reprendiera a su oficial—. ¿Quién es?

—No sabría decirle, Milord. Tiene el rostro irreconocible.

Ayden seguía dando vueltas por la explanada, pero su corazón iba a mil por hora. Solo quería acercarse a esa maldita carreta y comprobar que no se trataba de Erroll, ni de Bohann, Elman o Dacey. El Alguacil pareció leerle el pensamiento.

—Acercaos, Murray, y decidnos quién es

—Pero, Milord… —se quejó el noble, llevándose la mano a la garganta de nuevo.

—¿Acaso todo este tiempo en la explanada no os han parecido suficientes por un leve ataque de tos, Milord? —le increpó al seboso.

El retintín en su voz le dejó muy clara su postura. El noble no esperó a que Ayden se acercara a la carreta cuando ya había cogido camino al rastrillo de la muralla para pedir que le trajesen su caballo. No pensaba discutir con ese bellaco de Stone que ni siquiera provenía de noble cuna. Le habría gustado que ese bastardo escocés le hubiera lamido las botas después de la carrera, lamérselas hasta dejárselas relucientes y pudiera verse en ellas. Sonrió. El rey tendría la última palabra en todo esto y quizás el Alguacil luego no se reiría tanto.

Ayden llegó al carromato y levantó la tela de saco que ocultaba al herido. Tuvo que contener una arcada de bilis al ver el rostro destrozado de la víctima y suspiró de alivio al comprobar que no se trataba de ninguno de sus amigos.

El Alguacil chasqueó la lengua, impaciente porque le dijera de quién se trataba. Ayden cogió aire para poder articular algún sonido, pues estaba exhausto. Los goterones de sudor le caían por los mechones de pelo rubio oscuro y le resbalaban por las cejas y por el rostro, marcando los churretes. Intentó hablar, pero no le salía la voz. Estaba tan contento porque no fueran ninguno de sus amigos que se olvidó de que era el Alguacil quien esperaba la respuesta y se apoyó unos segundos sobre sus rodillas para conseguir resuello.

—¿Y bien? —le preguntó impaciente Sir Richard de Stone.

—Se trata del hijo del carnicero, Milord. El joven Crom, el menor de los hermanos varones.

—Su ficha no se encuentra entre mis informes de presos… ¿de qué se le acusaba para estar en mis mazmorras?

—De no haber permitido a los soldados de Eduardo III desvalijar su puesto del mercado.

—Cuidado, muchacho, con esa boca. Por menos he mandado azotar a un hombre.

Ayden no se vino abajo por la amenaza, muy al contrario, se enderezó. Caro le había salido al carnicero no haberse quedado sin productos que vender ese día porque… ¿qué mayor para una casa que enterrar a un hijo? El joven solo tenía que estar dos semanas en presidio y ya no regresaría nunca a su casa. La agonía del pobre muchacho lo estaba matando pues, por el movimiento de sus manos, tenía que ser consciente de todo lo que sucedía a su alrededor.

—¡Que le den al padre un par de monedas de oro y retiradlo de mi vista! —exclamó el Alguacil y, dirigiéndose a Ayden, le informó—. Vos venid conmigo, el rey nos espera.

El mellizo fue a contestar, pero se contuvo. Las rodillas le temblaban aún por el esfuerzo y no dudaba que lo dejaría en la explanada durante unas horas más si abría la boca y replicaba. Un guardia le puso de nuevo los grilletes en los pies y en las muñecas y siguió al Alguacil a tres pasos de distancia. El peso extra de las cadenas le empezó a pasar factura en la empinada cuesta empedrada que llevaba a las dependencias del rey. Se tropezó un par de veces y a punto estuvo de marearse otras tantas. Ayden estaba exhausto, hambriento y empezaba a ver puntos de colores abriera o cerrara los ojos. De pronto, todo se nubló ante él durante unos segundos, hasta que un cubo de agua helada le recordó que debía estar despierto y que su cuerpo se negaba rotundamente a hacerlo. Dormitó durante un tiempo indefinido, hasta que el sonido de las cadenas lo devolvió al mundo de los vivos después de un sueño largo y reparador.

—Menos mal, caraid. Pensé que no despertaríais nunca…

Ayden se extrañó de encontrarse en su celda junto a Erroll y que pudiera verse la luz del sol entre las rendijas desprendidas de argamasa.

—¿Qué ha pasado?

—Empezáis a pareceros a vuestra cuñada y ese afán suyo por desmayarse en presencia de Sir Lockhart —se carcajeó Erroll, aunque Ayden se tocó un gran chichón en la sien que le hacía ver que él no había tenido la suerte de caer en brazos de nadie…

—Solo recuerdo que iba tras el Alguacil a ver al rey cuando empecé a ver luces de colores a mi alrededor.

—Contado así suena hasta divertido —volvió a mofarse Erroll, aunque su semblante se esforzaba en vano en ocultar lo preocupado que estaba.

—¿Me desmayé?

Erroll asintió.

—¿Y qué dijo el Alguacil?

—Nosotros acabábamos de llegar de la cantera. Vimos un grupo alrededor de alguien y nos temimos lo peor. Después de lo que le había pasado al hijo del carnicero no estábamos para chanzas precisamente —Erroll se quedó en silencio un instante, tenía que haber sido muy duro para él presenciar la escena. El muchacho estaba en el grupo de los picapedreros, como Dacey los llamaba—. Cuando os vi tendido en el suelo, inconsciente, casi le agarro del cuello al Alguacil. Creo que adivinó mis intenciones porque dio un paso atrás.

—Eso sí que lamento habérmelo perdido.

—No creáis. Después me hizo acarrearos el resto de la cuesta hasta aquí. ¡Diablos! No creí jamás que pesarais tanto.

—¡Bobadas! Tengo un peso ideal… —replicó Ayden bromeando con coquetería y agudizando el tono de su voz.

Erroll se carcajeó.

—¡Sois un auténtico oso! Y habéis hibernado durante dieciséis horas. ¿Qué os ha hecho ese malnacido para dejaros tan exhausto?

—Trotar a paso ligero.

—¿En serio? ¿Desde que nos fuimos?

—Desde que os fuisteis y hasta que la carreta trajo a ese pobre desgraciado y tuve que identificarlo.

—¡Imposible! Eso es mucho tiempo…

—Al final, solo andaba. La orden era no pararme. Además, si vos habéis podido estar picando piedras durante ese tiempo y no habéis desfallecido, yo puedo correr hasta ver puntitos de colores en el firmamento.

—Muy cierto… —asintió pensando que su amigo había dormido realmente poco para semejante esfuerzo.

—¿El Alguacil dijo algo entonces?

—¿Aparte de que os trajera hasta aquí?

—Sí.

—Que nos preparáramos porque esto no había hecho más que empezar.

 

 

El Alguacil no era persona de sacar la lengua a paseo. Tras una jornada de descanso, los presos volvieron al amanecer del día siguiente a la explanada. Corrieron por sus inmediaciones durante una hora en grupos de dos y seguidamente cogieron sus picos y cestos camino a la cantera.

Ayden sentía que su tobillo derecho no terminaba de curarse tras la caída que sufrió durante su captura. El peso y roce del grillete no lo mejoraba mucho. Tampoco el entrenamiento extra por la explanada de hacía dos días. El capitán prefirió no mirar cómo se iba hinchando poco a poco, aunque de vez en cuando lo hacía de refilón como si fuese un cuervo al lado de un campo de cebada. Cada paso que daba le provocaba calambres hasta las rodillas que le demudaba el gesto y Erroll lo observaba de reojo, sabiendo de su sufrimiento.

El irlandés le había vendado el tobillo la noche anterior con una tira de lino humedecida en clara de huevo. El guardia al que le pidió ambas cosas al principio se mostró reticente, negándose a traerlas y a molestar a su superior por un simple pie. Pero Erroll comenzó a hablar en gaélico irlandés, invocando a los dioses antiguos y maldiciendo a las generaciones venideras del pobre guardia con niños de tres cabezas e, incomprensiblemente, en menos de lo que cantaba un gallo, tenía todo lo que había pedido y una ración extra de porridge.

Ayden no podía creérselo. Este Erroll había nacido con estrella, pensó, aunque al mirar a su alrededor se dio cuenta de que quizás no supiera rodearse adecuadamente para que brillara su suerte.

Erroll le dio un codazo en el costado y Ayden blasfemó por lo bajo, dejando las ensoñaciones de lo sucedido. Con lo que le había achacado a su hermano Neall que se encerrara en sí mismo y no estuviera alerta en todo momento, ¡y ahora él pecaba constantemente de lo mismo!

Habían llegado a la cantera y los presos comenzaban a ocupar sus puestos y la dura actividad diaria. El mellizo fue a decirle a Erroll que tenía los codos más huesudos y afilados que la cornamenta de un ciervo. Sin embargo, se recompuso rápidamente al ver que el Alguacil venía directo a él y agradeció la advertencia a su amigo con la mirada.

—Seguidme —le espetó sin más.

Ayden levantó los hombros, con cara de no saber qué querría ahora. Erroll masculló algo por lo bajo y el Alguacil hizo amago de girarse, pero finalmente siguió con paso firme hacia uno de los puestos de oficiales. Si ese bastardo había puesto en su punto de mira a Ayden, su amigo no duraría mucho lamentablemente. El día que Ayden se había quedado en la explanada corriendo como castigo, Erroll había escuchado barbaridades sobre ese hombre y él era de los que rara vez se impresionaban por algo.

El Alguacil llamó a otro de los presos y este los acompañó reticente. Era uno de los veteranos y sabía qué significaba que los apartara del resto. Ayden iba más confiado, pensando en que se trataría de comenzar con un nuevo filón, arreglar herramientas o llevar las estropeadas al herrero para que las tuviera listas a la mañana siguiente. Sin embargo, se sorprendió que el compañero le diera la mano, agarrándole el antebrazo como signo de resignación o incluso de condolencia.

«Pero ¿qué…?»

—Hoy tendréis el honor de volver a los juegos de la infancia… —vociferó el Alguacil para que lo oyesen todos.

Ayden entrecerró los ojos. No entendía nada. Las palabras bailaban en su mente inconexas, como si no estuvieran hablando realmente con él. «¡Céntrate, por el amor de Dios! ¿Qué honor, ni qué juegos, ni qué gaitas?», se increpó a sí mismo.

—En Arthur’s seat —dijo señalando el legendario trono rocoso en la cima de la montaña—, hay dos piedras de singular color, también en la zona de Salisbury y en las que llamáis las Samson’s ribs. ¡Menudos nombres para unas simples colinas! Cada uno tendrá que traerme una de esas piedras para superar la prueba antes de medianoche. No me importa cuánto os cueste, encontradlas.

¿Qué diablos significaba aquello? ¿Qué pasaba si no lograba encontrar las malditas piedras? ¿Cómo las reconocería? A Ayden le estaba comenzando a doler la cabeza de la cantidad de preguntas que quería hacerle y que se le aturullaban en la garganta. El Alguacil, adivinando su desconcierto, le dijo con su particular y socarrona sonrisa:

—Si no traéis las piedras, estáis muertos. Si no llegáis a la hora convenida o si intentáis huir, sabe Dios que os encontrarán mis perros, que para el caso es lo mismo. Este es un juego a vida o muerte, capitán, que gane el mejor.

El veterano no se quedó esperando ni un minuto. No tenía intención de dejar que Ayden le tomara la delantera, cogió su cesta de mimbre y su pico y comenzó la subida de la ladera por la zona de Dunsapie Loch, monte a través. Él sabía muy bien qué le pasaba a los segundos y que le asparan si ese muchacho, tan solo cinco años menor que él, iba a hacerle morder el polvo. No había mucha vegetación, tampoco sitios donde guarecerse.

Ayden le siguió a la zaga. La prueba era encontrar esas dichosas piedras y no llegar primero, por lo que no entendía la actitud de su compañero. Allá él, se dijo enfurruñado y cuidando de no lastimarse en el ascenso más el pie.

El trono rocoso estaba en el punto más alto de la zona, en un enclave magnífico desde donde se podía ver Edinburgh en todo su esplendor y donde una simple brisa podía hacer que hasta el más experto montañés se despeñara antes de pensar siquiera en pedir auxilio. La montaña siempre había sido objeto de leyendas y, como el Castle Rock, era un antiguo volcán inactivo. Sus grandes rocas de basalto dificultaban a menudo la subida al tener que rodearlas o para evitar un desprendimiento. Diciembre no era el mejor mes para iniciar un ascenso, aunque ese día brillara a ratos el sol, o precisamente por eso, porque la nieve estaba menos compacta y las posibilidades de resbalarse aumentaban imprevisiblemente. El castro sobresalía en la cima colosal, a pesar del manto blanco de nieve y nubes que lo rodeaba.

¿Cómo iban a encontrar esas malditas piedras si no se veía más que nieve en todo el horizonte? Ayden fue tras el otro preso, sorteando sus tropiezos y asegurando los pies donde el hombre no había resbalado. Ir por detrás tampoco era tan malo. Buscarían las piedras, las cogerían y regresarían ambos antes de medianoche a la explanada del Castle Rock. ¿Qué podía salir mal? El Alguacil no tendría más remedio que darle una palmadita en la espalda y esperar que fueran otros los que intentaran escaparse.

Ambos llegaron a la cima a media mañana. El frío hacía de ellos chimeneas humeantes. Como Ayden había previsto, solo el Arthur’s seat sobresalía de ese espeso manto blanco. El capitán Murray exploró visualmente los alrededores con los puños apretados sobre los riñones. El ascenso había sido duro y le había costado sortear tanto las piedras que se desprendían incomprensiblemente tras el paso de su compañero como las ráfagas de viento. No quiso pensar mal, pero ese hombre no estaba dispuesto a llegar a la par y mucho menos el último.

El veterano se llamaba Darragh y, como bien había vaticinado su madre al bautizarlo, era duro como un roble. Separaba los montículos de piedra y las zonas más duras de la nieve con su pico y escarbaba en busca de esa piedra singular que le permitiera acudir al siguiente punto: los acantilados de Salisbury.

Tenía que ser más fácil, se increpaba Ayden, intentando averiguar el truco de la misión. El Alguacil los había elegido por un motivo concreto y que lo asparan si no iba a averiguarlo. Darragh seguía su búsqueda cuando Ayden escaló hasta el propio trono de Arthur y se percató de que, si seguían así, no llegarían a superar el reto. Desilusionado por no ver nada inusual a su alrededor, se sentó en el cúmulo de piedras y separó una que le molestaba. La miró con detenimiento y abrió mucho los ojos, sin poder creérselo. La piedra era de obsidiana negra y pesaba unos tres kilos, pero tenía el contorno tallado con muescas perpendiculares que reflejaban una extraña tonalidad de gris. Sin duda era la piedra que buscaban, pero al levantarse, no encontró otra similar.

Darragh se acercó a él corriendo al ver que tenía un objeto en las manos y lo apartó bruscamente para mirar, pero no halló tampoco otra que se le pareciera remotamente.

—¿Dónde la habéis escondido?

Ayden lo miró sorprendido y frunció el ceño. ¿De qué rayos estaba hablando? Si insinuaba que había hecho desaparecer una piedra de esas características por arte de magia haría que se tragara sus palabras.

—¡Yo no he escondido nada! —le gritó.

—¡Maldito mentiroso! —le replicó Darragh con un tono totalmente desgarrado en la voz y buscando en los alrededores del trono como un loco.

Ambos tenían los músculos entumecidos por el frío, pues solo llevaban una camisa raída y esa maldita tela de tartan que apestaba. De buena gana Ayden lo habría cogido por ella y lo habría mandado colina abajo por dudar de su palabra. Ahora entendía lo que buscaba el Alguacil. Solo había espacio para un ganador… quería que ellos mismos fueran los que se encargaran de deshacerse del otro.

—¿Se puede saber qué hacéis? —le preguntó Darragh enojado cuando vio que Ayden, en vez de salir corriendo en dirección a Salisbury con el preciado objeto, cogía el pico y situaba la piedra sobre un pronunciado risco.

—Partirla en dos y seguir juntos.

—Pero y si…

—Los dos llegaremos esta noche con las tres piedras. Si el Alguacil quiere vernos muertos, que se encargue él mismo de hacerlo.

La coraza de rencor y competitividad que Darragh se había impuesto tener esa mañana como instinto de supervivencia se resquebrajó como la piedra que acababa de quedar dividida ante sus ojos. Enmudecido, el veterano asintió, con las pupilas tan oscuras y brillantes como el basalto que Ayden acababa de meter en cada una de sus cestas. Esta vez no tomó rápidamente el camino y dejó a Ayden atrás. Fue al lado del capitán, aunque no mediaron más de unas cuantas de frases sueltas. Debía de ser alrededor de mediodía cuando llegaron a los pies del acantilado de Selyg o, como los ingleses lo llamaban, los riscos de Salisbury Willow Brae.

Ayden nunca se había percatado de lo altos que eran, al menos tenían que medir más de centenar y medio de pies. ¿Dónde y cómo encontrarían esas malditas piedras? Allí la superficie era oscura, muy parecida a la obsidiana que tenían en sus cestas y a la dolerita… luego no podían estar buscando una piedra oscura, tenía que destacar de algún modo.

—Allí y allí —gritó Darragh señalando dos puntos escarpados y eligiendo el que aparentemente requería menos esfuerzo.

Ayden asintió.

La zona sur parecía tener más fácil acceso, aunque con la nieve y el hielo que se formaban entre las rocas tendrían que andarse con ojo igualmente en caso de tener que subir. Darragh aprovechó la hendidura a causa de la erosión que se abría entre las rocas y que en caso de apuro podría cobijar incluso a un hombre.

Ayden comenzó a escalar la cara norte, aunque esta ya era otro cantar, pues era prácticamente una pared vertical y el viento azotaba con tanta fuerza que tenía que ir como una lapa pegada a la roca si no quería que el viento se lo llevase. Los improvisados faldones tampoco ayudaban demasiado, pues se enredaban en sus piernas o favorecían que se engancharan con los salientes. Sí, la animosidad de Ayden estaba empezando a resquebrajarse por segundos como las piedras que se estrellaban y se hacían sal a sus pies. Se les acababa el tiempo y todavía tenía que seguir escalando un buen trecho sin tener la certeza de que lo que había visto desde abajo fuera su objetivo.

Por su parte, Darragh subía los riscos como si su cuerpo se hubiera convertido en una cabra de repente. Pero el exceso de confianza ya le había hecho tropezar alguna que otra vez y Ayden lo miraba con cautela de vez en cuando, como si temiera que terminara cayendo al vacío si seguía dando esos saltos de piedra en piedra.

El mellizo olvidó por unos instantes al veterano y cogió la extraña roca blanquecina y tallada entre sus manos por fin. Suspiró de alivio y se la mostró a su compañero, que parecía también tener la suya en su poder. Si se daban prisa, llegarían aún con luz a las Samson’s ribs y tendrían opciones de encontrar la tercera piedra.

A pesar de que esa noche habría luna llena y contaba con ello para volver, el cielo se estaba cerrando en nubes, dificultándoles aún más el regreso a la explanada del castillo. Observó la piedra como si fuera un raro tesoro de otro tiempo. Si no creyera que estaba desvariando diría que irradiaba calor. Era una vieja talla ancestral con superficie pulida y angulosa, que evocaba a unas curvas femeninas extraordinariamente exageradas. El capitán Murray sonrió. Y, de repente, el cielo cayó sobre ellos, sepultándolos vivos.

Pasó al menos una hora antes de que Ayden consiguiera zafarse de todas las piedras que tenía alrededor. Estaba aturdido, le dolía la cabeza y sentía el regusto de polvo y sangre en la boca. Escupió e intentó gritar, pero no le salía la voz del cuerpo. A trompicones, consiguió llegar a la zona donde había visto a Darragh por última vez. Ni rastro de él. Se frotó los ojos y se rascó la cabeza, como si así las ideas pudieran aclararse en su mente, pero nada. Fue entonces cuando se dio cuenta de que tenía la camisa manchada de sangre. Se palpó la sien y descubrió la herida, aparentemente superficial. No había tiempo que perder. Si Darragh estaba vivo, tenía que encontrarlo entre esas piedras… y pronto.

—¡Darragh! —consiguió gritar por fin, aunque a su propia voz solo le respondió el eco de las montañas—. ¡Darragh! —insistió de nuevo y que se fuera al infierno si lo que había escuchado acto seguido no era un quejido.

Ayden se dirigió como loco al montón de rocas y comenzó a quitarlas una a una, con cuidado de no hacer más mal que bien. Al ver el rostro empolvado de su compañero, no pudo contener la sonrisa, aunque al ver el estado de sus piernas, enmudeció.

—Os pondréis bien, caraid, ya lo veréis —le susurró el mellizo mientras lo levantaba en brazos y lo acomodaba en un lugar más confortable, alejado del alud de piedras.

—Que mal mentís, Sir Murray…

Ayden no quiso decirle que ni siquiera era Sir, ni Laird, que era un proscrito sin tierras y con el corazón destrozado. Tampoco quiso decirle que era un mentiroso y que posiblemente no volvería a andar como antes, pero lo llevaría vivo, con la ayuda de Dios, ante el mismísimo diablo y a la hora convenida.

—Iré a por esas malditas piedras. Mientras tanto, vos descansad para coger fuerzas para el regreso. El tiempo apremia, caraid. No os durmáis, os lo ruego.

Darragh asintió, sabía muy bien que si se dormía sería para siempre. Tampoco intentó levantarse, ni discutir, pues solo le quedaba confiar en que volviera él o los perros del Alguacil. Quizás para entonces ya estuviera muerto… Antes de dejarlo marchar, lo cogió del brazo y le susurró.

—Tened cuidado con el Alguacil, Sir Murray. Ese hombre tenía cuentas pendientes con vuestro padre.

Ayden no quiso preguntar nada más. Darragh estaba exhausto y pronto anochecería. Tenía el tiempo justo para ir a las llamadas Samson’s ribs y volver con las piedras. Ya habría tiempo de que le concretase más. Cogió su cesto de mimbre y vació su contenido en el de Darragh y marchó raudo o lo más ligero que le permitía su maltrecho pie. También tenía hambre y frío.

Agradeció la llovizna que comenzó a caer justo al llegar a esas magníficas formaciones de basalto columnar, aprovechando para beber unas gotas y quitarse el regusto amargo que aún arrastraba en la garganta. Calculó el tiempo del que disponía, estaba al sur del Arthur’s seat y, si las nubes no le jugaban una mala pasada, aún le quedaba un par de horas de luz.

Recorrió las inmediaciones en la falda de la montaña, también la cima, y nada… ni rastro de las malditas piedras. Se deslizó con cuidado por la superficie rocosa para inspeccionar los huecos, con cuidado extremo de no volver a caerse.

El cielo se ennegrecía por momentos, fraguando una tormenta sin igual. El viento comenzó a silbar y los mechones de pelo que no estaban tiesos con la sangre seca ondearon libres. Ayden se estremeció. Tenía aún el cuerpo empapado por la lluvia, tenía frío, hambre y se sentía moralmente exhausto. Había llegado su hora, se sentó desesperado unos minutos, sin saber por dónde seguir buscando esas malditas piedras del Alguacil.

El sonido de la risa de una mujer lo terminó de conmocionar. ¿Allí? ¿En medio de la nada y de aquella tormenta? ¡Imposible! Se estaba volviendo loco… Pero la risa insistía en su vivacidad, envolviéndolo. Ayden habría jurado que se trataba de la de Leena. Se agarró las sienes y se tapó los oídos, gritando lo más fuerte que pudo para que saliera de una vez de su cabeza. La tormenta rugía, el viento soplaba y la risa parecía haber desaparecido. ¡Maldito fuera! ¿Por qué?

Fue entonces cuando abrió los ojos, totalmente desesperado por volverla a oír, por suplicarle que no lo abandonara nunca y la vio a escasos pasos de él. Sabía que su imaginación le estaba jugando una mala pasada, quizás como consecuencia del cansancio extremo. No obstante, no desaprovecharía la oportunidad de verla, una vez más, quizás la última.

Ayden se acercó temeroso. Las lágrimas le surcaban las mejillas sin poder evitarlo, confundidas con las gotas de lluvia. Él intentó tocarla, pero ese espíritu libre se escurrió entre sus dedos y se echó a correr entre risas, como hacía ella. El joven se quedó quieto, sin saber que estaba jugando, que lo estaba guiando a su salvación.

El cielo se iluminó resplandeciente y pudo apreciar sus rasgos de niña en el sereno rostro de mujer. La amaba… ¡solo Dios sabía cuánto! Ella volvió a reír al leer sus pensamientos y le hizo un gesto con la mano para que la siguiera. ¿Qué tendría que perder? La siguió, corrió tras ella entre rayos, agua torrencial y brisa glacial. Fuera donde fuese la seguiría siempre. La luz de otro rayo le advirtió que había llegado a la pequeña capilla de San Antonio y ella había desaparecido.

Entró en la capilla, sintiéndose un intruso. El olor a vela quemada, no distrajo lo suficiente a sus sentidos. Bajo el altar, había ofrendas para los más desfavorecidos. ¿Él lo era? ¿Le estaría quitando el sustento a alguna familia si tomaba un poco de cecina y pan seco prestado? Devoró un pedazo y se sintió mejor, poniendo los ojos unos segundos en blanco. A su lado, había un pellejo de cabra con un poco de vino especiado. Se mojó levemente los labios y pensó en Darragh. Lo guardó y cogió otro pedazo de cecina para su compañero. Respiró profundamente y miró instintivamente a su alrededor, mientras rezaba una oración al Altísimo.

Las llamas de las velas parpadearon, como si hubiesen sido amenazadas por una corriente de aire. Los muros de la edificación eran gruesos y parecían resistentes. Allí estaría seguro, pero no podía esperar más, tenía que encontrar la dichosa piedra. Se levantó sin percatarse del saliente del altar y se dio un golpe en la cabeza. Seguidamente, algo rodó y cayó a su lado. Ayden fue a blasfemar, pero se mordió la lengua para no hacerlo y tanteó el suelo para devolver lo que fuera a su sitio.

Miró a ambos lados extrañado y con los ojos muy abiertos, se trataba de la piedra que había estado buscando con tanto ahínco. ¡No podía creérselo! ¿Y la otra? Buscó con la mirada alrededor hasta que la encontró cerca del altar, junto a un viejo copón de madera. Habría podido reconocerlas entre un millón, pues eran idénticas a las que había encontrado en Arthur’s seat, pero mucho más pequeñas. Las metió con rapidez en el cesto y se persignó antes de salir por la puerta de la capilla.

La tormenta amainaba y los rayos de sol daban los últimos coletazos entre las montañas. Si se apresuraba, aún tendrían tiempo de llegar a la hora convenida. Se escurrió las telas y comenzó a andar, aunque llegó un momento en el que se descubrió a sí mismo corriendo en plena noche. ¡Ni se había dado cuenta de que se había ocultado totalmente el sol! Agradeció que el cielo se hubiese despejado de nubes, pues de esa manera podría seguir el camino sin perderse.

Darragh estaba justo donde lo había dejado, semiinconsciente. Ayden le tanteó las piernas y descubrió que comenzaban a teñirse de un color amoratado, casi negruzco. Evitó decir nada ni hacer ningún gesto que lo delatara. Seguidamente, le acercó el pellejo de vino a los labios y lo levantó un poco para evitar que se atragantara. El hombre abrió los ojos y susurró algo así como «habéis venido…».

—¡Por supuesto, caraid! ¿Acaso lo dudasteis?

Darragh puso una media sonrisa como respuesta e intentó levantarse, pero sus piernas no le respondían. Apretó el mentón y miró a Ayden a los ojos.

—Sir Murray, marchad sin mí. No podré seguir vuestro paso, dudo incluso que pueda caminar…

Ayden no quiso mirarle las piernas. Una parte de él sabía que estaba en lo cierto, que ese hombre nunca más podría volver a andar, pero se resistía a dejarlo morir solo, en ese lugar salvaje.

—Eso nunca.

Los ojos del hombre brillaron emocionados y suspiró con una pena que podría enfriar la boca del infierno. Como la otra vez, Darragh asintió y calló. Ayden echó las piedras en el cesto de mimbre, todas juntas y anudó las asas a su cintura. Después incorporó a Darragh y, aunque tuvo miedo de que le flaquearan sus propias fuerzas y no pudiera con el hombre, se lo echó a los hombros.

Quedaba menos de media milla cuando las campanas de la catedral de St. Giles comenzaron a dar maitines. La medianoche convertía las calles de Edinburgh en un lugar lúgubre, sucio e inhóspito. Los charcos de barro se mezclaban con los de excrementos y las salpicaduras le llegaban por encima de la rodilla. Ayden no dudaba que su aspecto estaba acorde con el resto de la Villa Real, pues alma con la que se cruzaban en la Royal Mile, alma que parecía haber visto al demonio en persona. La guardia vino a su encuentro, alertada por algún lugareño, pero se mantuvo a una prudente distancia y sin darle el alto.

Ayden accedió por fin a la explanada del castillo, totalmente exhausto y ensangrentado. Prefería no pensar en cómo arrastraba el pie en carne viva, ni cómo la herida de la sien había vuelto a abrirse por el esfuerzo y le daba un aspecto entre fiero y víctima de un asalto. No podía más, le costaba respirar. La última milla cuesta arriba, con el peso de un hombre casi tan robusto como él a cuestas, le había dejado sin fuerzas. Los últimos pasos iba prácticamente arrastrándose de rodillas. Sintió cómo alguien le quitaba el peso de Darragh de encima y lo dejaba tendido en el suelo, a su lado.

—¿Vive? —preguntó una voz.

Ayden estaba de rodillas, con las palmas de las manos apoyadas en el suelo y jadeaba. Pedía a Dios que el esfuerzo no hubiese sido en vano, pero al ver que el guardia negaba con la cabeza tras haber comprobado si Darragh tenía aliento, latido… se derrumbó. No le importó que lo oyeran sollozar y renegar de todos los Santos conocidos. Una fina lluvia de copos comenzó a caer sobre la explanada. Alguien le cerró los ojos al hombre y Ayden se echó sobre el cuerpo, apartándolo, comprobando él mismo que estaba realmente muerto.

El Alguacil no dijo nada. No esperaba que regresaran, mucho menos que terminaran la misión. Pidió que le desanudaran el cesto a Ayden, mientras él lloraba la muerte de su compañero. Sabía que no era un signo de flaqueza, sino la forma de dar cauce a la ira contenida, a la desesperanza, al rencor.

Sir Richard de Stone sonrió al comprobar cómo habían partido en dos la primera piedra. Este hijo de perra será duro de pelar, se dijo divertido. Había dejado una única piedra en Arthur’s seat a posta, quería que se despedazasen entre ellos como lobos, quería que solo uno de ellos sobreviviese y, aunque su plan había fallado, al final lo había conseguido. Admiró a ese joven como en su día admiró a su padre, pero no se olvidaría de que era su enemigo.

El Alguacil estuvo de pie junto al capitán Murray hasta que este derramó la última lágrima, deshecho. Después, dio la orden de que lo llevaran a su celda. Los soldados pensaron que tendrían que llevarlo a rastras, pero el capitán se levantó tambaleándose y miró unos segundos a los ojos a su torturador, ojos tristes e infinitos como una noche cerrada. Se irguió y comenzó a andar en dirección a la celda, sin ayuda y seguido de cerca de su escolta, que lo miraba receloso como un ente sobrenatural.

Cuando llegó a la celda, Erroll se acercó a él y lo abrazó. Ayden apenas pudo decir algo más que «está muerto». El irlandés asintió y lo abrazó con más fuerza. Cuando tuvo conocimiento de la prueba, supo que su amigo haría lo imposible porque ambos regresaran vivos. ¿Qué había pasado? Temió preguntar y le rascó la nuca con los nudillos, como cuando eran pequeños, para ahorrarse el maldito silencio. Ayden le respondió con una triste sonrisa.

—Vos estáis bien y eso es lo que a mí me importa.

—Darragh…

Erroll lo abrazó con más fuerza aún, como si quisiera recomponer un juguete roto, que se le escurría de las manos pieza a pieza. Echó de menos a Neall. Esas horas había llegado a pensar que había perdido a Ayden y que, con ello, había incumplido la promesa dada a su mejor amigo. Miró al mellizo Murray a los ojos, la penumbra que daba la antorcha apenas le dejaba apreciar sus rasgos. Él también era como un hermano para él. ¿Cómo podría reconfortarlo? ¿Cómo quitarle ese desasosiego?

—Él murió sabiendo que hicisteis lo imposible por él, Ayden —le respondió su corazón sin pensarlo.

—¿En serio? —preguntó el capitán Murray con un sollozo.

Erroll nunca había visto a Ayden así. Él era el hombre de los nervios de acero, el que templaba sus sentimientos al punto de parecer insensible. Resopló. ¡Por supuesto que era difícil dejar a un compañero atrás! ¿Quién lo dudaba? El irlandés apretó el hombro del mellizo, consolándolo. No podía hacer más. No esa noche al menos.

 

 

Estuvieron cuatro jornadas sin tener noticias del Alguacil ni tener que ir a la cantera y el tobillo hinchado de Ayden agradeció enormemente el descanso. Había recuperado prácticamente su tamaño habitual y las heridas habían cicatrizado sin rastro de infección, aunque prefirió no quitarse la venda por si acaso. No obstante al quinto día, la suerte no les sonrió. Estaba claro que, aunque la mano de obra barata sobraba a espuertas, Eduardo III de Inglaterra había dado total libertad a su fiel carcelero para que hiciera cuanto se le antojase con los presos. El rey había marchado al encuentro de su esposa Felipa, que tras el reciente nacimiento de su hija Juana, se había quedado en el castillo de Woodstock con los pequeños Eduardo e Isabel.

Esa mañana era lluviosa y fría, propia del mes en el que estaban. Los presos recibieron a Ayden con palmadas en la espalda y sonrisas. Nadie mencionó a Darragh. La pérdida no había significado mucho para la mayoría de ellos. No había sido hombre que hubiera cosechado amistades en el tiempo que había estado recluido, ni siquiera la de su compañero de celda. Todos se pusieron firmes a la llegada del Alguacil y de la patrulla.

Sir Richard de Stone dio la orden y comenzaron a correr por la explanada a buen ritmo. A cada paso que daba, Ayden sentía que mil agujas le punzaban la planta del pie hasta la maldita rodilla, pero contuvo el gesto de dolor, pues sabía que el Alguacil estaría pendiente de él. Sin embargo, el dolor llegó a ser tan insufrible que estuvo a punto de dejar de correr tras tropezarse con una maldita piedra que no había visto. En ese instante, uno de los presos más viejos se desplomó, exhausto y escupiendo sangre. Sintió alivio, a la vez que remordimientos. El carcelero se acercó al caído con parsimonia y le levantó el rostro con una vara para ver quién era, aunque lo sabía sobradamente.

Ayden pudo leer en sus labios algo parecido a «¿ya queréis descansar, perro?». Perro era la palabra preferida de ese bastardo inglés. Perro y escoria, para ser más exactos. Temió que el hombre hablara y la emprendiera a palos, pues había visto como echaba mano a una vara fina y flexible como un látigo que tenía semi oculta con el abrigo y que de seguro le desgarraría la piel a tiras.

El Alguacil miró a Ayden, fijándose en sus puños apretados y su mandíbula tensa. El muy bastardo le sonrió, como si tuviera el poder de leerle el pensamiento, pero él se sentía sin fuerzas para plantarle cara esta vez. ¿De qué serviría? Ese hombre era un sanguinario, probablemente le haría daño donde más le dolería… Miró fugazmente a Erroll y calló, por el bien de ambos.

Sir Richard dejó la vara y mandó traer una enorme rueda a los guardias que esperaban a que amainara la lluvia al resguardo de la garita que había junto al foso. Los hombres mascullaron, pero no perdieron el tiempo y trajeron lo encomendado pronto.

El capitán escocés no había visto nunca semejante artilugio, parecía una simple rueda de carromato, pero con cinchas entre sus radios. La colocaron entre gruesos varales y la clavaron firmemente para que no se moviera. La lluvia era cada vez más intensa en la explanada del castillo y no pasaba un alma pese a que debían ser casi las diez de la mañana. Los hombres temblaban y miraban la rueda convertida en una extraña rueca, hipnotizados. ¿Qué demonios era eso? Ayden se fijó en que algunos se persignaban y un cosquilleo le recorrió la columna hasta llegarle al resto de sus miembros. Se frotó las manos para quitarse esa sensación que, unida a la escasez de alimento, parecía anidarse en su estómago como un agujero negro.

Le habría gustado acercarse a aquellos que parecían conocer qué venía a continuación y preguntarles, aunque sabía que no tardaría mucho en saberlo y que no podía ser nada bueno. También temía que el Alguacil cambiara de objetivo, para ser honestos. Estaba cansado y sin fuerzas. No era un buen día para plantarle cara a ese malnacido, no lo era. El último golpe de la maza sobre el madero le hizo engurruñar los dedos de los pies.

Erroll seguía hipnotizado con la rueda y, de muy tarde en tarde, tragaba saliva y aprovechaba para respirar. Dos soldados subieron al pobre preso. De repente, parecía haber recuperado toda su energía y gritaba a pleno pulmón que lo soltaran, que lo dejaran marchar, que él solo había robado una gallina para dar de comer a sus hijos.

—Pobres hijos —musitó Erroll—, ¿qué habrá sido de ellos?

Ayden lo miró sorprendido de que no se compadeciera de la suerte del hombre y sí por la de su familia. Inhaló todo el aire que pudo albergar en sus pulmones, mientras el agua seguía chorreándole los cabellos, pegándole la camisa al cuerpo y haciéndole cada vez más pesada esa tela asquerosa que les obligaba a llevar ese bastardo.

El hombre seguía gritando improperios como si desahogarse fuera a salvar su cuerpo o aliviar su alma. El Alguacil chascó su dedos y con el índice derecho describió un circulo. El segundo al mando hizo girar la rueda lentamente y las extremidades del preso quedaron colgando en una extraña posición.

El Alguacil cogió el mazo metálico que le tendía uno de sus soldados, parecía pesado para que lo izara con la soltura con la que lo levantó. Ese maldito bicho era puro nervio y los ojos le brillaban con tal entusiasmo que parecía rejuvenecer veinte años por los menos. El primer golpe lo dirigió a la rodilla y el crujido del hueso fue tan claro y repugnante, que muchos presos y soldados cerraron los ojos. La mitad de la pierna colgaba destrozada, pero no sangrante. El hombre seguía gritando, pero Sir Richard de Stone sacó del bolsillo de su capa roja una tenaza y la exhibió muy cerca del rostro del hombre, a la altura de los ojos, para que la viera bien. La víctima no tuvo más remedio que callar entre sollozos.

El siguiente golpe le destrozó la otra rodilla y, con dos más, los codos. El Alguacil jadeaba del esfuerzo, pletórico. En cambio, el pobre hombre aguantaba a duras penas los gritos y rezaba que acabara pronto, o que el siguiente mazazo fuera en la cabeza y lo dejase morir en paz de una maldita vez. Sin embargo, Sir Richard lo ignoró y no tuvo clemencia. Se estaba divirtiendo de lo lindo con su juguete nuevo y viendo la reacción de los allí congregados. Nadie sería capaz de hacerle frente a partir de ahora. Los débiles se convertirían en alimañas que venderían a su propia madre por no ser los próximos.

El Alguacil volvió a girar de nuevo el índice en redondo, ante los ojos desorbitados de su segundo, que acató la orden sin rechistar. La rueda giró lentamente quebrando los huesos que no habían sido triturados con la maza. Erroll cerró los ojos y contuvo el aliento. Ayden no supo si rezaba por el alma de ese pobre desgraciado, o pedía que la tortura acabase pronto sin más.

El día seguía cerrado entre nubes negras y resplandores inquietantes y tronadores que anunciaban que esa mañana no irían a la cantera. No obstante, en ese momento en el que la muerte estaba a punto de sesgar con su guadaña la vida de ese pobre infeliz, Ayden era incapaz de quitar la vista de encima del fatídico artilugio. El hombre gemía levemente, destrozado… El Alguacil volvió a dar una orden que fue incapaz de discernir a causa del trueno.

Tenían la tormenta encima. El viento aullaba como una fiera enjaulada, pero nadie se movía. Las gotas de lluvia eran grandes y copiosas como un manto, diluyéndose en sus rostros demacrados, camuflándose con sus propias lágrimas con sabor a sal. El cielo seguía rugiendo sobre sus cabezas, como esperando que le dedicaran ese sacrificio que no terminaba de llegar. El Alguacil repitió la orden y su segundo al mando asintió. Una media vuelta más y la víctima apenas podía mover algo más que los ojos, aterrados. Seguidamente, colocaron la rueda paralela al cielo, dejando los despojos del hombre de cara a los rayos, que parecían disputarse ser los primeros en caer sobre él y terminar con su sufrimiento. Incomprensiblemente, el Alguacil dio la orden de que los presos se fueran a sus celdas, dejándolo que muriera solo, ante la devastadora intemperie.

Mas por raro que pareciera, al día siguiente el pobre hombre seguían aún con vida y con pájaros carroñeros dando cuenta de su cuerpo. El horror de sus facciones pedía clemencia, pero los perros del Alguacil impedían que ningún osado se acercara a rematarlo. Tuvieron que correr por la explanada con el corazón lleno de ira, clamando una difícil justicia que jamás verían, sin un atisbo de esperanza y, en definitiva, con el honor por los suelos. ¿Alguien daba más?

La jaula del petirrojo
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