EL REY DE GRISELDA

Griselda, regresa a palacio y organiza mi boda.

EL MARIDO DE GRISELDA es el paradigma de quien te lo da todo y te lo quita todo. Un pasivo-agresivo de diccionario, que jamás se encuentra satisfecho, ni confía en el otro, ni es capaz de una entrega sincera.

Los reyes de Griselda eligen, dictan y deciden, pero hacen creer a la víctima que eso no ha sido así: que se han enamorado o que ha sido el destino el que les ha unido. Eso no es cierto: fue el rey el que eligió a Griselda, que era guapa y humilde. Estos reyes prometen mucho más de lo que luego son capaces de dar.

Buscan personas maternales y protectoras, que tienden de manera natural a adoptar responsabilidades. En ese momento, ellos declinarán las suyas. Se saltarán normas, citas, acuerdos… y delegarán en Griselda el deber de cumplir con sus responsabilidades.

Pero eso no les dejará del todo satisfechos. No les gustará la manera en la que Griselda hace las cosas, pero tampoco serán capaces de asumir la responsabilidad y llevar a cabo una misión. Ellos, y los demás, estarán pendientes de un hilo. Eso les hace entrar en la paranoia de que todos están en su contra, y que no es cierto que incumplan promesas o trabajo. Lo negarán todo. Lo cierto es que son perfectamente capaces de cumplir con sus obligaciones, pero sólo llevarán a cabo las que les gusten, apetezcan o convengan.

A eso se une el que entrarán en una relación en la que sólo responderán a estímulos poderosos. Si reciben atención, se alejan. Cuando carecen de ella, la buscan.

Son maestros en pedir favores. Pero aunque se ofrecen a ello, nunca los hacen. Creen que el otro está a su disposición, y muchas veces, efectivamente, lo está. Su especialidad es buscar a personas que sacan a otras de apuros, y que se toman su caso como algo personal.

El rey de Griselda se casa con ella porque necesita una figura de orden, maternal, capaz de autoridad y de control, pero al mismo tiempo desea sentirse libre. Entablan una relación contradictoria, en la que él no es feliz con la atención ni sin ella. Cree, además, que toda relación será traicionada o que estará condenada al fracaso. Desconfía de Griselda, y la somete a pruebas innecesarias y crueles. Estos «reyes» poseen una gran capacidad para venderse como ídolos, como amantes necesarios, pero son incapaces de corresponder al amor. Son eternas víctimas de las reinas de las nieves. Boicotean una relación de la que, a todas luces, dependen. Quieren una mamá que les entregue todo lo que deseen y que, al mismo tiempo, les dé completa libertad.

El rey evita el conflicto. Actúa de manera artera, y gana poder sobre Griselda, que nunca sabe por dónde le llegará el golpe. Pero se resiste a dejarla marchar. La desprecia, pero la necesita. Espera del otro todo estímulo. Es responsabilidad de la víctima el que él sea feliz, o aplaque sus miedos, su felicidad y su infelicidad. Son como el perro del hortelano, ni comen, ni dejan comer.

El rey decidió en su momento ceder a las presiones para que encontrara esposa, y beneficiarse de ello. Pero no asumió ninguna responsabilidad ni compromiso. Ni sus dos hijos bastaron para crear un vínculo de lealtad con Griselda. Sólo le interesaban las ventajas de tener a una mujer extraordinaria al lado. Mimarla, protegerla o reconocer sus esfuerzos se encuentra lejos de sus posibilidades. Él necesita que le cuiden, pero se ve incapaz de cuidar, porque no le ve provecho alguno. Es un bebé adulto, y nadie le exige nada a un bebé.

Griselda, pobre e ignorante, era perfecta para echarle en cara, de manera regular, la suerte que tenía y lo poco conveniente que resultaba ese matrimonio. Por lo tanto, desarrolló un concepto de víctima y de culpa enorme. Su marido tenía razón: ¿cómo iba a educar ella a una princesa, a un rey? Griselda era una niña buena, muy dependiente de la aprobación y con alto sentido de la responsabilidad y la perfección. El rey mantenía a Griselda en vilo, pero sin soltarla nunca completamente. Siempre con una excusa para todo, y con una frialdad despreciable.

La paciencia de Griselda se nos antoja imposible. Nunca alza la voz, está completamente sometida. Se ha convertido en un juguete. No sabe cómo enfrentarse a este rey que en ocasiones la necesita para vivir y en otras la rechaza y desprecia.

Un caso de Griselda sometida a un rey fue el de Sissi, la emperatriz Isabel de Austria. Su suegra, que la odiaba, la consideró demasiado joven, inexperta y extravagante como para cuidar de sus hijos, que le arrebató, como a Griselda. Sissi tuvo a su primera hija con sólo diecisiete años, y su familia (con su madre y su tía a la cabeza) nunca la vieron con buenos ojos.

Su hijita Sofía murió con sólo dos años, de fiebres o tifus, en el transcurso de un viaje al que su suegra se oponía. Desde entonces, le retiraron la custodia de sus hijos. Gisella (qué casualidad), su segunda hija, se casó con un primo, y mantuvo una feliz vida gris. Rodolfo, el heredero, se vio involucrado en el asesinato de su amante y se suicidó, en lo que se dio en llamar Crimen de Mayerling. Sólo Valeria, su última hija, que hubo de sufrir la infamia de ser ilegítima, y a la que se le llamó la única, por el amor que le tuvo, pudo ser criada de manera directa por su madre. Hasta entonces había cedido, pero con la pequeña reunió fuerzas y se la quedó. Fue, sin duda, más feliz que el resto de sus hermanos.

Otro caso de sumisión a una fuerza superior es el de Job, que acepta todas sus desgracias de manera paciente. Es cierto que en la Biblia, las desgracias se las envía Lucifer, en su intento por convencer a Yahvé de que Job no le ama de verdad: sólo el afortunado puede amar. Si le priva de todas sus fortunas… ¿qué quedará?

¿Por qué acepta el dios de Job ese desafío? ¿Qué sentido tiene el sufrimiento de un fiel? Que nuestra buena suerte nos aparte del destino de dioses pasivo-agresivos.