EL PADRE DEL HIJO PRÓDIGO

Pero era necesario alegrarnos y regocijarnos, porque este tu hermano estaba muerto y ha vuelto a vivir; estaba perdido y ha sido hallado.

QUIZÁ ESTA BELLA HISTORIA sea el mejor ejemplo de la inmunidad a la que se advienen las personas dañinas, sean hedonistas o psicópatas, en su momento álgido. No he encontrado una descripción más fidedigna de cómo la estructura de una sociedad ordenada juega a favor de los asociales.

Situemos la historia: he aquí a un padre con dos hijos. Por enmarcar mejor el problema, digamos que gestionan una empresa familiar. El hijo mayor entiende la filosofía de la marca como algo suyo, trabaja de sol a sol, convierte el negocio en su causa. Sabe que los padres envejecerán, y que las hermanas dependerán de la solvencia de su gestión.

El menor sigue sus pasos, pero hay un momento en el que se cansa: es muy sacrificado vivir como un niño bueno. Se encara a su padre y le pide libertad, y la mitad de la herencia que le corresponde. El padre, dolido (con un «padre de la sal» debería haber dado), accede. Reparte en vida su patrimonio y bendice al hijo menor que, mientras el mayor visita distribuidores y se deja la piel con los porcentajes, se dedica a la buena vida.

¡Ah, la vida de la cigarra! Que no falte de nada. Chicas, drogas, viajes, placeres. Más vino. Abanícame por este lado.

Ni la fortuna más espléndida dura eternamente. El hijo menor (quizá ojeroso, quizá enfermo o adicto a alguno de sus vicios) se queda sin nada. Se plantea el regreso a la casa de su padre. Siente miedo. Se fue con la arrogancia como alfombra, y a la vuelta lo ve desnudo y pobre. Pero el padre no sólo lo acoge dando palmas: organiza el evento del año (él, al que no imaginamos muy gastador), con motivo del regreso del niño.

Comprensible el cabreo del mayor, que regresa a las once de la noche de visitar clientes, y al que le acaba de dejar la novia porque no encuentra tiempo para ella (el matrimonio ni se lo planteó).

—Padre, no tienes queja de mí. Y nunca, jamás me has demostrado un detalle, ni te lo he pedido yo, porque sé cómo marcha la empresa. Pero ahora regresa mi hermano que no te ha dado más que disgustos, ¿y tiras la casa por la ventana?

—Hijo —replica el padre—, todo lo mío es tuyo. Pero tu hermano ha rectificado. Vamos a apoyarle, al pobre.

Ahí finaliza la parábola. Pero sin ánimo de enmendarle la plana a san Lucas, desearía continuar con la conversación que cualquier hijo de familia hubiera sostenido.

«¿Que todo lo tuyo es mío? Más bien dirás que tras dividir la herencia, vivimos con mi parte. Vivimos todos de mi parte. ¿Ha servido acaso la fracción de mi hermano para añadir riqueza a la familia? ¿Ha aportado su trabajo como capital? ¿Ha estado pagando autónomos, que nos crujen, por cierto? ¿Se ha preocupado por si las cuentas no salían, te ha llevado al médico, ha soportado tus modos y tus enfados? ¿Ha lidiado con los empleados, se ha quedado sin fines de semana, ha mirado por los intereses que te amparan a ti, y a tus hijos, y a tus nietos? No. He sido yo quien lo ha hecho. Mientras tanto, mi hermano se daba aires de manumitido, gastaba su dinero como le daba la gana, no preguntó una sola vez por mi madre. ¿Y me dices ahora que nos vas a tratar de la misma manera? ¿Que no le exiges el reintegro de la herencia, que vas a reducir aún más mi parte para dársela a este malnacido? ¿Así pagas mi esfuerzo? ¿Para qué haber hecho nada? ¿Dónde está mi recompensa, si al que obra bien y al disipado premias por igual?».

Dicho lo cual me imagino que el hijo mayor saldría dando un portazo, y llamaría a la ex novia para intentar la reconciliación. El resto de la familia se quedaría murmurando que era un envidioso, y que no se sabía alegrar con la dicha ajena, y le acariciarían el pelo al hijo menor, que estaría comiendo entremeses alegremente.

¿Por qué los padres pródigos muestran esa tendencia, absolutamente injusta, a tratar a los hijos por igual, cuando nunca les han pedido que se comportaran de la misma manera? ¿Cómo puede ser que la ceguera paterna salte por encima de la justicia, o del sentido común? Debe educarse a los hijos por igual, pero no recompensarlos de la misma manera. Favoritismos, afinidades o manipulaciones trastocan por completo la idea de la justicia. El pater pierde toda credibilidad si premia la desfachatez, la osadía o el mal hacer. ¿Esperará luego ser cuidado de la misma manera?

Los casos de ceguera paterna amargan de manera especial cuando los errores que asumen los padres no son el simple derroche de dinero, sino un delito. Madres o padres encubridores que transmiten a sus hijos que la integridad del clan se encuentra por encima de la responsabilidad individual. ¿Qué podrán aprender los hijos de ellos?