LÍA

Vente conmigo, pues he pagado por ti con las mandrágoras de mi hijo.

LAS RELACIONES ENTRE HERMANAS no son, ni mucho menos, más sencillas. Y esa mezcla de sobreprotección, envidia y rivalidad se manifiesta cuando compiten por un hombre.

No era algo extraño en la antigüedad. Las mujeres viudas del entorno necesitaban protección y una manera de reproducirse, que les proporcionaba el patriarca. Lo hemos visto con las hermanastras de Cenicienta, que probablemente acabaran siendo concubinas o esposas del príncipe.

Sin embargo, el ejemplo más claro se encuentra en la historia de Lía, Jacob y Raquel. Jacob, que de milagro escapa con vida tras haber traicionado a su hermano, se enamora de la bella Raquel a la que encuentra en un pozo. Es decir, junto a un pozo, no dentro. Se da la circunstancia de que Raquel es su pariente, y por lo tanto, la pide en matrimonio. Siete años ha de servir Jacob, que le parecen pocos días. Pero al cabo, la noche de bodas descubre que su tío le ha dado a la mujer equivocada. Lía, la de los ojos tiernos, yace a su lado en lugar de su hermana Raquel. «No es costumbre entre nosotros —dice el tío, que ve clara la manera de librarse de tanta mujer en la familia— casar a la menor antes que a la mayor».

Jacob traga y acepta trabajar siete años más por la otra esposa. Mientras tanto, los hijos se suceden. Cuatro da a luz Lía, antes de que Raquel encuentre un modo de igualarla.

Pero ¿quién es aquí la esposa traicionada? Lía, podría ostentar su poder. Es la primera, y además, la más fértil, algo incuestionable entre su gente. Es Raquel quien llega luego. Y sin embargo, fue Raquel la primera elegida, la traicionada por su propia familia, y la que muere dando a luz al último vástago, Benjamín. Ella era la amada. No importa qué ocurriera o cuántos hijos alumbrara: Jacob la amaba a ella.

En este caso, no era el hombre quien decidía. Se encontraba sujeto a velos que ocultaban rostros, y a palabras dadas y vasallaje más importantes que el propio sentimiento. Lía y Raquel compiten porque no les queda más remedio.

Eso mismo aducirían Escarlata O’Hara y Suellen, personajes de Lo que el viento se llevó. Hermanas y mal avenidas, Suellen ha envidiado siempre la gracia y la belleza de Escarlata: la consuela que frente a la infinidad de pretendientes de Escarlata, ella tiene sólo uno, pero fiel: Frank, un solterón de mediana edad, apocado y tímido.

Llega la guerra, y las circunstancias cambian. Demasiados hombres han muerto, y la familia O’Hara se encuentra endeudada. Escarlata, viuda, descubre que Frank maneja dinero, y sin una duda, a escondidas y engañándole, se casa con él. Teme que nunca dé el paso con su hermana, y que de casarse, no vean un dólar.

No le quitamos del todo la razón a Escarlata, porque Suellen era una frívola que hubiera dejado morir a todos de hambre, pero resulta conmovedor el alarido de la engañada: «¡No me digáis que me calme! Ella ha tenido dos maridos, y yo me quedaré solterona». Escarlata se lía la cortina a la cabeza, y seduce a Frank, con quien se casa en apenas quince días.

Con menos empeño pero igual resultado Sissi, la emperatriz de Austria, le robó el marido a su hermana.

Su historia no comenzaba mal:

Sissi de Baviera tiene dieciséis años, ha sido criada en un ambiente relajado, en contacto con la naturaleza, y es poco más que una duquesita empobrecida con parientes ilustres; sobrina y nieta de reyes. Su hermana mayor, Elena, atrae la atención de la emperatriz madre de Austria; es hermosa, dócil, bien educada. Invitan a las dos hermanas a la fiesta de cumpleaños del emperador, pero la presencia de Sissi se limita a ser la de una carabina. De pronto, en la cena de pedida, la muchacha entra en el salón, tarde, como acostumbra y Francisco José cae fulminado.

Manda al demonio el protocolo, le hace un desaire a su otra prima y pide en matrimonio a Sissi. Decepción de las damas que tramaban la boda, lágrimas de Elena, desconcierto de Elisabeth, pero el emperador se sale con la suya. La chiquilla regresa a su casa en espera del consentimiento no tanto de su padre, que se opone («Te lo desaconsejo —llega a escribir a su esposa—, es un bobo»), como del del rey de Baviera. En pocos meses la chica desconocida se convierte en emperatriz; su boda pondría punto y final a un auténtico sueño rosa.

Pero es que Sissi no deseaba casarse, y menos con el emperador, a quien apreciaba, pero cuyo carácter débil no comprendía. Tenían ambos pocas posibilidades de ser felices. Ella era de por sí una mujer complicada, hipersensible, rebelde, que se llevaba a matar con su dominante suegra. Sus hábitos chocaban con los de la conservadora corte vienesa, y las críticas se sucedieron sin piedad. Culpable de que le retiraran a su hija, de que su hermana fuera no más que una duquesa, la emperatriz comienza a renegar de su destino.

Cuando muere, asesinada por un anarquista, ha colmado la copa de su sufrimiento. Han muerto sus hermanas, su hijo, su amado primo Ludwig. Tal y como su intuición le dictaba, su cargo sólo le ha conllevado desgracias y una cierta comodidad económica. Ella no quería ser quien era. Hubiera dado, sin vacilar, esa responsabilidad a otra. Pero no pudo.