LA SUEGRA DE LA BELLA DURMIENTE
Quiero comerme a mi nuera con salsa amarilla.
PERO, POR MUCHO QUE CUESTE CREERLO, las cosas pueden empeorar: la madrastra de Rapunzel desea el control absoluto sobre sus hijos, pero la suegra de la Bella Durmiente busca destruirla por su osadía al haberla apartado de su hijo.
En la segunda y menos conocida parte de La Bella Durmiente, la princesa ha de enfrentarse a una suegra ogresa. Por impulso, sin que ni los niños ni Bella hagan nada para provocarla, ella desea devorar a sus nietos, y aprovecha para solicitárselo al chambelán cuando el príncipe se marcha de viaje.
Por suerte, el chambelán no se atreverá a asesinar ni a los niños ni a la joven, y le dará el cambiazo con cabritillos y un venado, hasta que el príncipe regrese para poner orden.
La mala fama de las suegras se debe a estas mujeres-ogro, taimadas, pacientes, incapaces de compartir el amor de sus hijos con nadie. Son dictadorzuelas absorbentes, capaces de inventarse e incluso originarse enfermedades con tal de mantener la atención fija en ellas. No hay nadie más raudo a la hora de indicar un fallo, una mota de polvo. Rígidas respecto a las normas sociales (excepto en lo que se refiere a ellas), exigirán que se respeten costumbres de la familia o del lugar, y despreciarán tanto lo que venga de fuera como lo que se crea en otros entornos.
No suelen mostrar excesivo amor por sus nietos pero imponen visitas regulares como una manera de vincularlos a ellas y de extender su derecho de propiedad. Es más, en el momento en el que un hijo decide desobedecer, o si la pareja se divorcia, reaccionan con extrema frialdad: el hijo deja de serlo o los nietos ya no son considerados parte de la familia.
Estas ogresas crean relaciones enfermas de fuerte dependencia. Todos los miembros de la familia buscan su aprobación, al menos, ya que es muy difícil obtener su aplauso. Cualquier error origina una bronca monumental. Viven en un drama constante, y alternan la cólera con hacerse la víctima. Es habitual que entablen relaciones conflictivas con vecinos, familiares o amigos, y que nunca acepten su culpa en estos problemas. Como si pasaran un examen constante, hijos y marido se afanan por hacer las cosas a su gusto, y no conciben que puedan cometer errores u obtener permiso para actuar de otras maneras; a largo plazo, quienes conviven con una ogresa reproducen exactamente no sólo su manera de hacer las cosas, sino esa misma rigidez y miedo a equivocarse.
De hecho, la ruptura del matrimonio de sus hijos suele ser un motivo de alegría para ella. No sólo demuestra que ella tenía la razón, y que nadie alcanza la altura y exigencia de su familia, sino que le permite, de nuevo, interferir en su vida privada y sus decisiones. Su necesidad de ser el centro y de acaparar el poder se encuentra muy por encima de la felicidad ajena.
La única manera de librarse de una ogresa es que sus propios hijos decidan acabar con su dictadura: mientras eso no ocurra, el cetro seguirá en manos de la reina madre. Quienes la desafíen sufrirán las consecuencias, y para desafiarla basta únicamente con existir. Por suerte, el tiempo y la sensatez juegan en contra de las ogresas, y cuanto más viaje el hijo, más fácilmente podrá comprobar que los padres deben guiar, no imponer una visión única que refuerce prejuicios e inseguridades.
En ocasiones, la ogresa adopta la táctica de la reina de La princesa del guisante. No importa lo que diga su nuera: ella está convencida de que no es una auténtica princesa, lo único que ella puede admitir para su hijo. Entonces somete a la chica a pruebas, con la intención de demostrar que ella se encuentra en lo cierto. Le resulta indiferente que eso provoque dolores de espalda y una noche sin dormir a su nuera: lo esencial era su tranquilidad mental.
Son mujeres que pueden arruinar una reputación, sin importarles si cuentan la verdad o no, porque esa verdad se modifica según sus necesidades emocionales. Nunca ofrecen pruebas de lo que dicen, extienden rumores y asumen que las personas que les rodean comparten su misma catadura moral. Nadie es lo suficientemente bueno para ellas, que se encuentran en posición de juzgar y decidir.
Como efecto de la misoginia asumida, las pruebas que imponen a las personas son a veces tomadas como muestras de amor maternal o se aduce que si la chica no tiene nada que temer, nada pasa. Eso no es cierto: la nuera ve cuestionada su palabra, y pasa por una prueba que se le hace a traición y que le produce malestar, incluso físico, porque la suegra desconfía de todas las mujeres y de su palabra. No es excusa el que intentara proteger a su hijo. En ningún momento del cuento el joven expresa su deseo de casarse con una princesa; nuevamente, era la voluntad de su madre.