IV. MADRASTRAS, SUEGRAS Y HERMANASTRAS: LAS QUE QUIEREN SER TÚ
COMO VEREMOS EN LOS CAPÍTULOS SIGUIENTES, no todos los monstruos y los malvados de los cuentos buscan la muerte del protagonista. Como reflejos fieles de la vida cotidiana, a veces las historias buscarán enviar el mensaje de que un ajuste de cuentas es tan doloroso como la traición a un país, que una madrastra puede arruinar la vida de una familia o que un amigo insidioso resulta peor que un enemigo en batalla.
En muchos de los cuentos de hadas más queridos por las niñas, la heroína no ha de enfrentarse a un lobo o a un monstruo. El enemigo se encuentra dentro de su propia familia, y es otra mujer, una adversaria formidable que la odia o la envidia, y que hará todo lo posible por acabar con la felicidad de la jovencita.
Quizá haya que matizar que esa rival es familia, pero no del todo. Las mujeres de los cuentos de hadas se ven obligadas a convivir con parientes que no son exactamente de sangre, sino hijos de otros matrimonios, o madrastras casadas en segundas nupcias. De manera curiosa, esta realidad, frecuente en siglos pasados, se ha reavivado ahora. Si en el siglo XVI la mortalidad infantil, las guerras y las muertes en partos originaban extrañas familias, en las que no era inusual que un hombre se casara dos o tres veces, para morir luego y dejar al cuidado de la última esposa a hijos de distintas mujeres, en la actualidad divorcios, emparejamientos y familias monoparentales son casi tan habituales como la estructura clásica de un matrimonio con hijos comunes.
Incluso si nos remontamos a épocas más remotas, la poligamia era una forma de familia absolutamente común y legal. Varias mujeres legales, concubinas o esclavas convivían bajo la férula del mismo hombre, y sus hijos poseían derechos legales cambiantes.
Fuera como fuese, estas familias convivían a diario con rivalidad, peleas, competencia fraterna y luchas a muerte por la preferencia del padre de familia. Para una madre podía ser cuestión, literalmente, de vida o muerte el que su hijo fuera reconocido por el padre como legítimo, el que tuviera derecho a herencia o no. Las hijas dependían del capricho o amor del mismo padre para lograr un matrimonio ventajoso; en una sociedad fuertemente jerarquizada, y de un machismo extremo, cuya herencia se nos ha transmitido en estas historias, el arte de sobrevivir en la familia dejaba chiquita cualquier negociación diplomática internacional.
Las mujeres se encontraban no sólo con la limitación externa que afectaba a cada movimiento de su vida: se controlaba su cuerpo, su mente, su educación, su castidad, sus impulsos, sus iniciativas. Además, debían enfrentarse a la misoginia asumida por ellas mismas. Los textos literarios abundan en referencias al desprecio que las propias mujeres expresaban por su género: mentirosas, frívolas, incapaces de guardar un secreto, infieles, veleidosas… eran algunas de las perlas que se dedicaban a ellas mismas.
La competencia entre mujeres era, por lo tanto, una consecuencia natural de estas circunstancias y creencias. Por desgracia, no ha desaparecido. Muchas mujeres prefieren aliarse con varones antes que mostrar la más mínima solidaridad con otras. Detectan el origen del poder, que sigue siendo masculino, y se vinculan a él, con las mismas armas y con un comportamiento casi idéntico al de las madrastras de los cuentos de hadas.
En el fondo de esta conducta encontramos no sólo inseguridad, sino también una fuerte envidia, un deseo apenas disimulado de convertirse en la persona a la que se le hace la vida imposible. Bajo la excusa de educarla o de buscar su bien, se analizan las virtudes de la heroína: e, incapaces de emularla, se dedican a difamarla, destruirla o ridiculizarla.
Las madrastras distan mucho de ser estúpidas o ciegas: lo que las caracteriza es su profunda mediocridad, y una carencia absoluta de generosidad. No saben admirar, sólo sienten envidia. No conocen el pacto: sólo saben salirse con la suya. No aprenderán nunca, porque no muestran disposición para ello. En cuanto sea posible, las heroínas han de independizarse y buscar una casa propia. Una madrastra o una hermanastra cerca arruina cualquier logro vital, amarga lo cotidiano y ejerce una pésima influencia sobre quienes las rodean. El mejor castigo que pueden sufrir es ver a la princesa en su palacio y constatar que aquélla a la que hacían la vida imposible ni las necesita, ni las añora, ni las odia.