EDWARD CULLEN

Hay tres cosas de las que estoy completamente segura. Primera, Edward es un vampiro. Segunda, una parte de él se muere por beber mi sangre. Y tercera, estoy total y perdidamente enamorada de él.

SI ALGUIEN QUIERE EXPERIMENTAR un riesgo intenso, que se olvide de adorar a un Lestat. Yo le propongo, si se es suficientemente intrépido, plantarse ante una clase de secundaria, con el mayor número de chicas que encuentre, y defender ante ellas que la historia de Crepúsculo, el amor entre Bella y Edward Cullen, no es sino una apología del maltrato. La experiencia bastará para contarles a los nietos, en un futuro, lo cerca que olfateó el peligro.

Stephanie Meyer, en su exitosa saga, toma el testigo de los vampiros de Anne Rice, y les da otra vuelta de tuerca. En este caso, la víctima, y no el vampiro, es quien desea, sobre todas las cosas, que continúe esa relación, aunque el riesgo sea su propia muerte. El amor verdadero entre ambos y el hecho de que sea la muchacha quien lo anhele servían como argumentos poderosísimos con los que las jóvenes seguidoras rebatían mi afirmación, unos minutos antes del intento de linchamiento.

Sin embargo, eso no es cierto. Cualquier víctima de un vampiro, en el estado de deslumbramiento en el que se halla, justificará, al menos al principio, su relación y sus reacciones. Exactamente igual que las víctimas del maltrato físico, la transferencia de emociones hará que sean conscientes de que existen elementos extraños en su vampiro, pero los minimizarán aludiendo al amor, a su carácter, a sus circunstancias… o incluso se culparán a sí mismas.

Y sin embargo, lo cierto es que nos encontramos una vez más con la historia paradigmática de una chica enamorada de un hombre peligroso que puede matarla en cualquier momento. Que le advierte de ello y le pide que se marche. Esta recomendación hace que, definitivamente, la chica se entregue. No hay nada más deseable que lo negado. Por supuesto que Edward es atractivo: todos los vampiros lo son. Por supuesto que Bella corre peligro: y sus auténticos amigos, y su padre, no cegados por los personajes creados por la familia de vampiros, lo saben y la advierten.

No sólo se encuentra el riesgo de que Cullen, en un momento de frenesí, la mate; es que a su vez, representa una tentación para sus hermanos y padres, y, para colmo, esa relación la sitúa en medio de dos guerras: por un lado, la civil que mantienen perpetuamente los clanes de vampiros, y por otro, la que se lleva a cabo contra los hombres lobo. Si Bella logra convertirse en vampiro, eso supondrá incorporarse a la batalla, y al mismo tiempo situarse en una posición en la que los humanos serán sus enemigos y sus presas.

Y todo este complejo panorama queda neutralizado por lo que en ese momento ella, una adolescente, siente. Todos los mitos acerca del amor eterno cobran importancia: la intensidad, el destino irremediable, la duración infinita de las sensaciones…

Bella está a punto de cometer en los primeros libros (y lo cometerá, a posteriori) el peor de sus errores: se transformará en una víctima convencida del privilegio de serlo. Será la primera defensora de la mentalidad y las acciones de su vampiro. En definitiva, una conversa. Perderá de vista que lidia con un no vivo que la supera en edad, experiencia, fuerza, visión periférica y apetito. El toque de la castidad (Edward insiste en que Bella permanezca virgen hasta la boda) aleja la percepción del peligro sexual, tan perturbador para las adolescentes. Pero eso no niega el que, sienta la niña lo que sienta, Edward Cullen sea muy peligroso.

Una variante de este tipo de vampiro aparece en La dama de las camelias; en este caso, la prostituta experta, mayor que su víctima, le advierte de que lo suyo es imposible. Lo es por la censura social hacia la prostitución, lo es por el tren de vida al que está acostumbrada y por cierta tendencia a la promiscuidad que ella misma reconoce. Armand, ciego de deseo, de pasión, y con la misma certeza de que el amor vence cualquier barrera que Bella, cae rendido a sus pies.

Como todas las advertencias de los vampiros, a veces insinuadas, otras mencionadas abiertamente, las palabras de Marguerite resultan ser proféticas. Armand acaba arruinado, cornudo y mentalmente inestable. Enamorado de ella como un becerro, sería capaz de saltar por encima de cualquier límite, incluida su familia, por conseguirla. Cuando la Dama de las Camelias fallece, él siente que su propia vida se ha echado a perder. Ya lo estaba antes. Pero la mordedura del vampiro crea adicción, y para algunas víctimas subyugadas dejar de sentirla supone la mayor decepción de su vida.