DAVID

Cuando haya una batalla con los amonitas, envía a Urías al punto donde más arrecie el combate, y déjalo allí, para que le den muerte.

UN JEFE QUE SE APROPIE DE LOS MÉRITOS de sus empleados, sin reconocerlos o, aún más, perjudicándoles para brillar en solitario, es una figura lamentable, pero no cabe más remedio que admitir que ha sido una situación frecuente, eterna y persistente. Ya la Biblia recoge el caso de un abuso de poder con consecuencias trágicas: el de David.

El rey David se encontraba entre los predilectos de Yahvé y de su pueblo, hasta que un día vio desde su ventana a una mujer que le dejó sin aliento. Era Betsabé, la esposa de uno de sus generales en el frente; hay que reconocer que ella accedió pronto a los requerimientos del rey. Pronto le mandó aviso de que estaba embarazada. Eso situaba a los amantes en una situación delicada, dadas las disposiciones de la ley para los adúlteros.

David mandó recado a su general para que se tomara un descanso y así, si se acostaba con ella, ocultar su delito: pero el general, que se llamaba Urías, poseía un alto sentido del deber. Era hitita, uno de los pocos que había sobrevivido en Israel al convertirse al judaísmo, y de sus méritos daba fe el que ocupara una posición tan elevada en el ejército. Urías rehusó. Había jurado que no disfrutaría de los placeres cotidianos mientras el Arca de la Alianza no estuviera de regreso, y sobre todo, mientras sus soldados pasaran penalidades en el frente.

La respuesta de David a este hombre íntegro rezuma ruindad y cobardía. Instó a sus hombres a que abandonaran a Urías, solo, en el punto más peligroso de la batalla por librar. Urías murió, y David fue libre de casarse con Betsabé y de ocultar su deshonra.

La historia no acaba bien: el profeta Natán le afeó su conducta. David, amargamente arrepentido, ayunó e hizo penitencia, pero aun así la desgracia cayó sobre él: el hijito de Betsabé murió, y las tragedias familiares no le abandonaron nunca.

La mayoría de los ladrones de trabajo o posesiones ajenas no pasan por el trance del arrepentimiento. Asumen con naturalidad que poseen más derechos que sus trabajadores, y que, en realidad, están actuando de manera correcta al presentar como común una tarea personal o al robarles una idea. Se escudan en el departamento, en el equipo o en los objetivos. En realidad, son tiranos mediocres, con una idea sobredimensionada de sí mismos, y con nulo respeto hacia los esfuerzos ajenos. Creen que alquilan cerebros o manos externas, y que los resultados de éstos les pertenecen.

¿El resultado? Una empresa disfuncional, enferma incluso por generaciones, en la que se obedece al jefe pero al mismo tiempo se le desprecia; empleados desmotivados, porque anticipan que sus esfuerzos no serán reconocidos ni recompensados. Y un enorme vacío en la confianza y la comunicación.

Una de las formas de que rectifiquen es que su dios o su profeta (sea el que sea, un jefe superior, alguien a quien respetan, un consejero de confianza) afee su conducta. Infantiles e irreflexivos, muchas veces no calculan el alcance de su acción, o no comprenden del todo lo inadecuado de su conducta.

Retomemos ahora otra familia disfuncional, que ya habíamos tocado, para centrarnos en el padre, una versión de jefe aprovechado y además, colérico. También era rey: Agamenón.

Agamenón de Micenas representa, en la Ilíada, al matón que carece de habilidades sociales pero al que acompañan la fortuna y el poder (Homero lo definía como «majestad y nobleza»). Distintas versiones difieren sobre cómo se hizo con el trono de Micenas. Es probable que lo usurpara, y se convirtiera, con otras conquistas, en el monarca más poderoso de Grecia. No hubo dudas de quién encabezaría la expedición contra Troya, pese a que otros héroes le superaban en astucia, valor o fuerza. Cometió la torpeza de cazar una cierva consagrada a Artemisa, y, en reparación, hubo de sacrificar a su propia hija, cosa que no le preocupó demasiado.

Ni siquiera en el frente pudo evitar los líos causados por su impetuosidad. Le robó a Aquiles, que no tenía fama de apacible precisamente, su esclava preferida; en respuesta, Aquiles se retiró de la batalla, lo que causó una mortandad horrible entre sus tropas. La respuesta de Agamenón fue aconsejar a los suyos que se rindieran y regresaran a casa. Fue responsable indirecto de la muerte de Patroclo.

Para colmo, cuando regresó a su hogar lo hizo llevando como esclava a la princesa Casandra, con la que había tenido dos hijos. Ésa fue la gota que colmó el ánfora de su mujer. Agamenón no tardó en ser asesinado por su propia familia.

Los Agamenones se salen con la suya con amenazas, gritos y aterrorizando a sus allegados. No atienden a razones: si lo quieren lo obtienen. Para eso son los jefes. Se sienten cómodos con la cólera. Les produce una descarga de adrenalina que les tranquiliza y les permite imaginarse poderosos en una realidad que les asusta o les intimida. No saben relacionarse ni negociar, y arrollan a quienes lo intentan con su arma preferida: los estallidos de ira.

En la mayoría de las ocasiones, sus rabietas son efectivas, porque quienes trabajan con ellos se encuentran tan saturados y amedrentados que ceden. Ellos, por el contrario, se crecen con el conflicto. Asocian mando con inspirar miedo, y respeto con sumisión.

Con los Agamenones, el enfrentamiento es inútil. Como Proteo, extraen la fuerza de ese terreno. Por el contrario, la serenidad, la no respuesta o la técnica de Aquiles, quitarse de en medio, es lo que les deja sin fuerzas.