EL PADRE DE LA PRINCESA Y LA SAL
Te quiero como al salerillo de la sal.
FRENTE AL PADRE LEJANO, interesado únicamente en sus problemas, surge la imagen del sobreprotector, aquél que no permitirá que ni uno de sus hijos se desvíe un centímetro del camino fijado. El patriarca egocéntrico que no admite cuestionamiento. Padres que dan por hecho que sus hijos se dedicarán a lo mismo que ellos, les guste o no, que compartirán equipo de fútbol, que sentirán idéntica fe y misma tendencia sexual.
Estos padres, como el rey Lear, viven de espaldas a la realidad: sus hijos saben mentir, manipulan de la misma manera en la que ellos lo hacen. Han aprendido de él a presentarle la realidad que saben que le gusta, y a vivir su vida luego. Sólo las más ingenuas, Cordelia o la princesita de la sal, le guardan lealtad: y eso les enfurece.
El patriarca furibundo puede mantener de por vida esa dictadura, y mostrarse ciego a consejos o críticas. Al fin y al cabo, prefieren que su imperio muera con ellos que rectificar. Ciegos, estúpidos, se creen imprescindibles y no perciben, desde su atalaya narcisista, que se aprovechan de ellos.
Son capaces, si es preciso, de sacrificar a sus hijos por un crimen de honor. Niñas inocentes han muerto a manos de sus familiares, impuras tras una violación. Niños han sido empujados a matar por una escurridiza razón tribal.
Artemisia Gentileschi, la pintora nacida a principios del siglo XVI, fue un claro ejemplo de supervivencia a la autoridad paterna: el padre, también pintor, seguía la corriente caravaggista habitual, a la que ella infundió un giro. Destacó mucho y pronto, era hábil y muy linda en un momento en el que las academias les estaban vedadas a las mujeres. Con objeto de que obtuviera mejor técnica, su padre la encomendó a Agostino Tassi, quien comenzó a impartir clases privadas.
Agostino la violó. Lo sabemos porque las declaraciones de Artemisia son vívidas y coherentes («metió las dos rodillas entre mis piernas y apuntando con su miembro a mi naturaleza comenzó a empujar y lo metió dentro»), y porque fue examinada y torturada. Se jugaba el uso de los dedos si el torturador se excedía. Él osciló entre prometerle matrimonio y reconocer que estaba casado. Durante el juicio se demostró que había abusado de otras mujeres e incluso intentado asesinar a su esposa.
Apenas un mes después del juicio que condenó a Tassi al destierro, su padre le impuso un matrimonio concertado con otro pintor. Pero era tarde. Artemisia recrearía una y otra vez sus deseos de venganza en cuadros de Judith decapitando a Holofernes. De sus cinco hijos, sólo una llegaría a la edad madura, y se separó de su marido. Su padre, el que tanto había cuidado de ella que la depositó en los brazos de su violador, murió cuidado y atendido por Artemisia.
Pero no todos los actos de los papás de la sal buscan que sus hijos hagan lo que a ellos les plazca: en ocasiones centran sus energías en salirse con la suya, sea sensato o no.
Cuando en 2007 la octogenaria Liliane Bettencourt, la mujer más rica de Europa, propietaria de L’Oréal, enviudó, sus hijos creyeron una fortuna que se consolara con el fotógrafo François-Marie Banier, esteta, encantador y gay. Por lo menos, no intentaría casarse con la riquísima abuela. Al poco tiempo cayeron en la cuenta de que quizá «fortuna» no fuera la palabra adecuada. Madame Bettencourt cubría de carísimos regalos a su amigo (un Matisse, un seguro de vida, unas tonterías que ascienden a mil millones de euros), un experto en seducir a damas ya mayores, algo que llevó a su familia a pedir la inhabilitación de la señora.
Madame se negó a romper su relación con el encantador y algo caro amigo, e insistió en que estaba en sus cabales. Su hija terqueó que no. Sorda, pero aún señora de rompe y rasga, la anciana adujo que el dinero era suyo y lo gastaba en lo que le daba la gana. «Mi hija es un coñazo», dijo, literalmente, la potentada a la prensa, y se quedó tan ancha. Le diagnosticaron un alzheimer moderado y algún achaque más que daba pie a un abuso de influencia por parte del flamante propietario del Matisse.
En resumen, la familia llegó a un acuerdo para apartar al advenedizo, acuerdo que se complicó y derivó en la incapacitación de la anciana, tutelada a partir de entonces por uno de sus nietos. La dulce abuela decidió desheredar a sus nietos, en un tour de force que promete durar hasta su muerte, y que tiene más que ver con quién se sale con la suya que con la sensatez.