EL DRAGÓN

¿No ves que vamos a morir infestados por el hedor del dragón que está detrás de la muralla reclamando su comida?

DE CUANDO EN CUANDO, en las leyendas surge un dragón. Su aspecto, siempre grotesco, puede variar: lo describen como un lagarto o una serpiente gigantesca, escamosa, que escupe fuego y emponzoña el aire con su aliento. En ocasiones puede volar, en otras posee una cola con un aguijón.

Se desconoce qué atrae o despierta a los dragones. Algunos son enviados como plaga a los humanos, para castigar los pecados de sus reyes (el monstruo al que venció Perseo, por ejemplo, debía devorar a Andrómeda por la jactancia y la insolencia de su madre Casiopea). Otros guardan tesoros, y un día, cuando despiertan, descubren que les han robado unas monedas. Puede deberse a un corrimiento de tierras, o a la construcción de un nuevo palacio, o a que la comida escasea en el bosque y el dragón se aficiona a la carne humana.

Entonces, el dragón se acerca a la ciudad, y arrasa con todo. Prende fuego a las casas, acaba con los ciudadanos, saquea, siembra el pánico y plantea sus condiciones: una víctima cada cierto tiempo, o una única persona notable, quizá una princesa.

A los ciudadanos sólo les queda rezar para que aparezca un héroe. San Jorge o san Miguel fueron matadores de dragones. También lo fue Beowulf, aunque le costó la vida, al final. Siegfried mató a otro, lo que le hizo invulnerable… o casi.

El 20 de abril de 1999 dos dragones adolescentes, Eric Harris y Dylan Klebold, pactaron suicidarse juntos; pero antes habían planeado una matanza en su instituto, la escuela secundaria de Columbine. Asesinaron a quince personas antes de dispararse en la cabeza. Ambos tomaban antidepresivos, presentaban personalidades asociales y habían alertado en la página web que mantenían que algo grande se avecinaba. Contaban ya con una detención por posesión de armamento, y habían manifestado la intención clara de alcanzar la fama tras esta acción. No había razones ni atenuantes para su ataque: lo motivó el odio puro hacia sus compañeros, el tedio y la disponibilidad de armas en aquel momento.

Llegaron, arrasaron y se fueron. Durante años, la matanza del instituto Columbine dio origen a un clima de desconfianza hacia los adolescentes, al aumento de controles y de detectores metálicos en las escuelas, pero no se ha reflejado en una ley coherente sobre la tenencia de armas en Estados Unidos.

En tiempos más recientes, otra matanza de un dragón destructor despertó a la apacible Noruega. A diferencia de los niños de Columbine, se trataba de un hombre adulto, y que no se suicidó, porque quería gozar de la fama obtenida. En julio de 2011, tras haber sembrado el pánico en el centro de Oslo y desplazarse luego al islote de Utøya, para asesinar a sangre fría a setenta y siete personas, muchas de ellas adolescentes, la policía redujo a Anders Behring Breivik.

El asesino de Utøya era un fundamentalista religioso e ideológico, un narcisista seducido por la extrema derecha que gustaba de disfrazarse con uniformes y fotografiarse después. Una persona que se creía más inteligente y sobre todo más íntegra que los demás. Durante su juicio su ego posiblemente luchara contra lo más conveniente para su pena, que sería declararse loco. Pero un atenuante de trastorno mental estorbaría la sensación de poder y triunfo de este sujeto, que unos días antes de la matanza colgó en la red un manifiesto de mil quinientas páginas en las que proporcionaba delirantes consejos sobre cómo librar a Europa de extranjeros y musulmanes, y ofrecía planes detallados para lograrlo.

El dragón Breivik tenía perfecta conciencia de lo que se proponía, y con calma metódica y gran placer lo llevó a cabo. No le preocupaba la coherencia al personalizar su odio sobre inocentes y desconocidos, algunos de ellos apenas unos chavales: deseaba matar y lo hizo. En sus primeras declaraciones indicaba que la matanza había sido «cruel pero necesaria». ¿Necesaria? ¿Para quién? ¿Por qué?

Amparado por esa misma frialdad, Pere Puig, el asesino de Olot, justificaba los asesinatos que le llevaron a matar a su jefe, al hijo de éste y a dos empleados de banca con un «hice lo que tenía que hacer». No se encontraba en la ruina, como aducía, ni había sido agredido. Cuando en diciembre de 2010 mató a estas cuatro personas (otras dos escaparon de milagro), había salido de casa dispuesto a asesinar, y con la cabeza fría.

Odiaban a alguien, y por esa simple razón debían matar: cualquier otra cosa sería traicionarse a sí mismos. Por encima del bien y del mal, los dragones buscan satisfacer sus propios caprichos.

Sin embargo, cada dragón es propio de cada país. En aquéllos en los que el acceso a armas se dificulta, es menos probable que un dragón ataque una escuela, mate a niños y a profesores y se suicide. En aquéllos en los que se exacerban ideas radicales, o suicidales, en más posible que un fanático religioso mate y se inmole.

Muchos otros dragones han matado simplemente por emulación, o por el mero placer de descubrir qué se siente. Así, encaramados en un edificio han disparado a peatones anónimos, o han elegido al azar a una víctima. A diferencia de los lobos, a los dragones les mueve poco impulso sádico: no permiten sino unos instantes de conciencia a las víctimas. Los dragones poseen, además, la capacidad de contaminar y contagiar su veneno. Como si con su acción dieran permiso a otros, es raro que un dragón surja solo. Una tierra asolada por dragones suele recibir su visita una y otra vez. Enturbian el cielo y las aguas, y sólo la certera intervención de un héroe, más decidido y fuerte que ellos, puede detenerlos.