
TREINTA Y SEIS
EN PARNASSOS, QUINCE AÑOS ANTES
ESTA HISTORIA QUE SIV ME CONTÓ TIENE LUGAR UNOS AÑOS antes de todas las demás, cuando Phasma y Keldo eran niños. Keldo aún tenía sus dos piernas y era el guerrero de la familia. Phasma aún no era la peleadora y líder que conocemos ahora, aunque Keldo la estaba entrenando. Ni siquiera eran parte aún del grupo de los scyres. Vivían con un grupo familiar mucho más pequeño y débil. Su único territorio estaba directamente alrededor de la Nautilus, que era considerada un gran botín.
Keldo le contó a Siv que su madre y su padre estaban envejeciendo y debilitándose, junto con sus tías y tíos. Un primo más joven todavía era demasiado pequeño para contribuir. Como viste en las historias anteriores de Parnassos, se estaba volviendo una tierra hostil para cualquiera que no estuviera en forma y listo para pelear al instante. En su familia, Keldo y Phasma estaban obligados a hacer frente a la situación.
Por esa época, la vida pasaba de insoportable a casi imposible. Las pequeñas cabras se extinguían, la ya punzante lluvia se volvía un ácido que quemaba la piel descubierta y todas las costillas empezaban a mostrarse a través de su ropa. Su dieta se redujo a moluscos y vegetales marinos. Los dientes empezaron a aflojarse. Las heridas empezaron a infectarse y aprendieron que, si no las amputaban o cauterizaban, hasta el más leve rasguño de las rocas induciría la temida fiebre. Estaban exhaustos, su piel era pálida y el pelo se les caía. Nunca habían oído de los detraxores. El grupo familiar había perdido a la mitad de sus integrantes sólo en el último año, y a pesar de ser niños, Phasma y Keldo representaban su única esperanza.
Era todo lo que podían hacer para defender la Nautilus de las incursiones de los scyres y los claws, y aun entonces gran parte de su fuerza venía de armas pasadas a través de generaciones, pedazos afilados de metal y un bláster que sólo funcionaba ocasionalmente.
A medida que las incursiones se intensificaban, se volvió evidente que los scyres estaban perdiendo la paciencia y querían la Nautilus. Phasma y Keldo tenían que dormir por turnos para que uno de ellos se mantuviera despierto y listo para combatir cualquier avance de los scyres, de mayor edad y más endurecidos por la batalla. Balder robó a su primo más pequeño para los claws, y las incursiones los hicieron conocer un nuevo terror. Perdieron terreno cada día hasta que no quedó prácticamente nada. Siempre podían ver exploradores scyres vigilando desde las orillas de su territorio, como buitres que dan vueltas alrededor de un eopie cojo.
Keldo discutió con sus padres sobre la manera de manejar a los invasores usurpadores. Era obvio que su grupo no podía perdurar, pero la vieja generación se negaba a ceder su hogar ancestral, mucho menos compartirlo con invasores vengativos que no lo honrarían.
—¿Prefieres morir a compartirlo? —preguntó Keldo a su padre una noche, mientras estaban sentados alrededor de una hoguera encendida en el centro de la Nautilus.
—Por lo menos entonces no estaría aquí para tener que atestiguar la profanación —dijo su padre—. Mejor abandonar nuestro mundo moribundo que ver a otro hombre sentado en este trono.
—Tú no eres rey —dijo Keldo—. Ni siquiera puedes pelear más.
Por eso su padre lo abofeteó. Aunque el hombre no era tan ágil como lo había sido, dejó marca.
—Comprendo —dijo el niño y trepó fuera de la Nautilus para hacer su guardia y relevar a Phasma.
Pero, cuando salió a la piedra de arriba, no vio a su hermana por ningún lado.
—¿Phasma? —gritó, explorando el área.
En ese entonces, capas de piedras marcaban el límite entre su territorio y el Scyre; sin embargo, no encontró a Phasma por ningún lado. Caminó a la orilla de los acantilados y miró abajo, pero todo lo que vio fue el mar oscuro y agitado, el padre de todos sus problemas. Tal vez su hermana se había lanzado al enorme más allá, ansiosa por acabar con el mundo cruel, como el propio Keldo en ocasiones ansiaba hacerlo. Pero no. Lo más probable era que Phasma nunca hubiera pensado en eso.
—¿Qué estás haciendo, hermano? —preguntó ella, apareciendo detrás de él como humo, con el bláster en la mano.
—Buscándote. ¿Dónde estabas?
Ella ignoró la pregunta. Aún no llevaban máscaras y él pudo verla a los ojos, porque había luna llena. A su vez, ella pudo ver la huella de la mano en su mejilla, lo que sólo hizo que su rostro se endureciera más.
—¿Qué ha hecho? —dijo ella, y no se parecía mucho a una pregunta.
—Mi padre no transigirá —dijo—. Ni con los scyres ni con nadie. Preferiría morir antes que perder la Nautilus.
—¿Qué piensas tú?
—Creo que preferiría estar vivo antes que morir por algo que ya está medio muerto.
Ella puso su mano en su hombro y lo apretó.
—¿Estás seguro? —preguntó ella.
—¿Seguro de qué?
Ella no respondió, sólo asintió con decisión. Antes de que él pudiera preguntarle más, ella sacó su pequeño cuchillo de piedra y lo enterró en el músculo de la pantorrilla de él, tan profundo que llegó al hueso.
Keldo gritó y cayó al suelo. Phasma lo guio a la piedra rugosa con una extraña gentileza, para que no cayera por el acantilado hacia el mar.
—Lo comprenderás después —le dijo mientras sacaba la hoja—. Pero ten por seguro que tenía que suceder de esta manera. Lo siento.
Keldo estaba impactado.
—¿Por qué, Phasma? ¿Por qué? —fue lo único que pudo murmurar.
Ella se puso de pie y lo arrastró hacia el agujero que llevaba a la Nautilus. Cuando él estuvo lo suficientemente cerca para mirar en la cueva, abajo, ella lo empujó al interior, sin prevenirlo.
—¡Auxilio! —gritó ella—. ¡Nos atacan!
Keldo aterrizó con dureza y levantó la vista desde el suelo de la cueva, muy abajo. Varias caras enmascaradas aparecieron alrededor de Phasma, pero no peleaban con ella, y ella no las estaba atacando. Esperaban algo.
—No vayan —murmuró Keldo al resto de su familia, al borde del desmayo—. Ella…
Lo último que vio fue a su pequeña, cansada, debilitada familia tomar sus armas, sus espadas, hachas y mazos y salir trepando de la Nautilus para combatir a los scyres.
Cuando Keldo despertó, aún estaba en la Nautilus, pero se encontraba tendido al pie del trono, entre las cobijas de su padre. Phasma estaba sentada junto a él, vestida con pieles, como los scyres, sosteniendo una sopa. El sonido de la plática, las risas y las pisadas rebotaban alrededor de él, y a medida que recuperaba su visión, vio a docenas de personas, más personas de las que había visto en un solo lugar en su vida, descansando, cocinando y comiendo felices en la Nautilus.
—¿Qué sucedió? —preguntó. Porque a pesar de que recordaba mucho, nada de eso tenía sentido.
—Nos atacaron —dijo Phasma—. Los scyres. Madre y padre y todo el resto… se han ido.
Ella lo miró de manera extraña, como un halcón a la caza de algún movimiento mínimo y delator.
—Pero tú me acuchillaste. Mi pierna.
Él luchó para incorporarse y bajó la vista, pero la cobija de su padre estaba extendida sobre él. Se dio cuenta de que no podía sentir su pie. Cuando retiró la cobija, encontró que había perdido la mayor parte de su pierna. El muñón estaba cubierto con un grueso bálsamo verde que olía a mar.
—No, Keldo. Los scyres hicieron eso. Te sorprendieron en tu guardia y te lanzaron al interior de la Nautilus. Yo te salvé la vida. Somos afortunados de que nos hayan invitado a quedarnos aquí, a vivir entre ellos. Todo lo que debemos hacer es unirnos a ellos de buena fe. Luchar por ellos y contribuir. Y entonces podemos quedarnos aquí, en la Nautilus. Será todavía de nosotros. ¿Qué dices?
Keldo sabía que ella estaba mintiendo. Recordaba su disculpa en el acantilado y el piquete de su cuchillo. En ese momento comprendió que, de un solo golpe, ella lo había dejado vivo pero incapaz de combatir, mientras aseguraba la Nautilus para ambos. Todo el tiempo, Keldo había discutido que debían unirse a los scyres, pero su padre estaba en desacuerdo. Ahora Keldo se daba cuenta de que Phasma veía las cosas de la misma manera que él, pero su método de salvar sus vidas y conservar su cueva había sido decisivo, ruin e inflexible. Sabía también que él ahora sólo tenía dos opciones: unirse a los scyres con ella… o morir.
Un peleador musculoso se paró detrás de Phasma, un hombre alto al que Keldo nunca había visto pero que tenía el aspecto de un líder forjado en la batalla.
—Hermano, te presentó a Egil. Él es el líder del Scyre. Es un hombre bueno y justo. Usará la Nautilus para beneficio de su gente. Para el beneficio de nuestra gente.
—Ahora dime, Keldo —preguntó Egil, con una mano en su espada—. ¿Te unirás a nosotros? ¿O te unirás a ellos?
—¿Unirme a quién?
Egil se echó hacia atrás y señaló a seis cuerpos dispuestos ordenadamente a lo largo de la pared, cada uno envuelto en las finas telas que ellos habían atesorado con todo cuidado en la Nautilus, de un gris transparente y demasiado sedosas para usarlas como ropa. Explosiones de rojo brillaban entre el gris. Keldo no tuvo que ver sus caras para saber quiénes eran o cómo habían muerto. Dos de ellos tenían máquinas unidas a sus muslos, como florescencias extrañas, indeseadas. Una mujer scyre de piel oscura estaba reclinada junto a uno; su hija adolescente estaba a su lado con una cubeta llena de odres y plantas secas.
Keldo se quedó frío. Más tarde le dijo a Siv que pudo sentir que el escalofrío se extendía hasta los dedos de sus pies, que ya no eran parte de su cuerpo. Levantó la vista hacia Phasma, con la quijada caída y sus ojos suplicándole que le dijera que no estaba viendo lo que estaba viendo.
—¿Qué están haciendo? ¿A madre y a padre? ¿A nuestra familia?
—Son detraxores —explicó cortésmente Egil—. Recuperan nutrientes vitales de los caídos. Vala y su hija, Siv, usan esta esencia para elaborar un bálsamo que evita enfermedades y otro que cura heridas. El linimento en tu pierna te ha salvado la vida; de allí es de donde viene. —Se apartó y gritó—: ¡Siv! Trae una lata de bálsamo. La fresca.
La adolescente recogió una lata antigua que había estado junto a la forma envuelta más grande, que Keldo reconoció como su padre. Ella se puso de pie graciosamente y atravesó la Nautilus como si siempre hubiera vivido allí. Sus ojos se movieron con curiosidad hacia Keldo, y sonrió con timidez mientras tendía la lata abierta a Egil.
—¿Pelearás por los scyres? —preguntó Egil a Phasma.
—Con orgullo —respondió ella.
El líder pasó su ancho pulgar por el bálsamo verde oscuro y trazó una línea húmeda debajo de cada uno de los ojos de Phasma. Todos en el Scyre habían llevado siempre esas rayas. La familia de Keldo había supuesto que eran para darles un aspecto más feroz durante la batalla. Ahora Keldo comprendía su verdadera función: los hacía suficientemente fuertes para pelear.
—Bienvenida al Scyre, Phasma —dijo Egil con gran solemnidad—. Cuerpo al cuerpo, polvo al polvo.
Phasma inclinó la cabeza.
—Cuerpo al cuerpo, polvo al polvo —repitió ella.
Antes de que Egil pudiera repetir el ritual con Keldo, Phasma tomó la lata de las manos de la niña llamada Siv y hundió sus dedos en ella. Sin preguntar a Keldo, trazó las líneas en la cara de él.
—Cuerpo al cuerpo, polvo al polvo —dijo ella.
Pero Keldo no repitió la frase al principio. Por supuesto, no podría responder la misma pregunta: sin su pierna, estaba incapacitado para pelear por el Scyre, ¿o no? Phasma había visto eso. La mano de Egil aterrizó en la daga en su cinturón y la Nautilus quedó en silencio mientras esperaba el juramento de Keldo.
—Tienes que decirlo —susurró Siv, con los ojos bien abiertos y preocupados.
El bálsamo era frío y grueso en las mejillas de Keldo, una línea oscura flotaba en la orilla de su visión. Olía a mar, a muerte, a oscuridad. Por lo menos no llevaba el aroma de su padre, a pesar de que se dibujó sobre la misma mejilla que el hombre había abofeteado lo que se sentía como años antes, cuando Keldo estaba completo y su familia aún se encontraba intacta.
Miró los ojos duros de color azul de Phasma y trató de recordar cómo se veía ella sin la pintura verde, antes de que él hubiera visto su verdadera cara. No podía recordarlo.
—Dilo —exigió ella.
Él no tenía opción. Egil y Phasma lo habían dejado en claro.
—Cuerpo al cuerpo, polvo al polvo —murmuró él.
Egil le dio una palmada en la espalda y sonrió.
—Bienvenido al Scyre.