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QUINCE

EN PARNASSOS, DIEZ AÑOS ANTES

LA ARENA GRIS SE EXTENDÍA EN TODAS DIRECCIONES MÁS ALLÁ de las montañas, hasta donde alcanzaba la vista. Se elevaba en grandes dunas con patrones de olas de viento y se desplomaba en valles profundos. Para los scyres, se parecía al mar que tan a menudo miraban desde sus puestos en la piedra: una cosa oscura, implacable, turbia, a pesar de ser también incómoda y antinaturalmente tranquila. No había plantas ni animales a la vista. Cuanto más se alejaban de la montaña y las torres de piedra de la frontera, más se agitaba cada uno. Nunca habían pasado un día de sus vidas sin trepar a un pináculo alto. Se sentían desorientados al quedar atrapados entre esas arenas movedizas, hundiéndose y deslizándose a cada paso. No había puntos de referencia, objetivos claros ni lugar donde esconderse.

De alguna manera, Brendol y sus tropas parecían más impasibles. Recorrían el desierto como si fuera cómodo allí. De pronto, Gosta reunió el valor o tal vez se sintió lo suficientemente aterrada para preguntarles por eso.

—Hemos visitado planetas de toda la galaxia —dijo Brendol, sin aminorar su paso penoso, aunque su falta de condición física hacía que respirara pesadamente—. Planetas de desiertos, de agua o de hielo, y arruinados como el de ustedes, con todo tipo de topografías y ambientes. Cada ambiente tiene sus propias y únicas bondades y horrores. Aun en las condiciones más difíciles, como estas… —Miró alrededor, y aunque nadie pudo ver que fruncía el ceño a través de sus envolturas, evidentemente estaba incómodo—: nunca estás tan solo como crees.

—Si no encontramos agua pronto, estaremos en problemas, ¿o no? —preguntó la chica.

—Seguimos adelante —dijo Phasma, con voz dura—. Avanzamos. Encontraremos lo que necesitamos o no. Pero llegaremos allí.

Sus palabras hicieron que los scyres se sintieran nerviosos. ¿Qué había planeado Phasma, y por qué de pronto se mostraba tan decidida? La habían visto pelear contra toda adversidad y tomar grandes riesgos para su gente, pero la manera en que marchaba por la arena sin pausa les parecía casi suicida.

Carr era el último de la fila. A medida que el día se terminaba, se volvió evidente que él los estaba retrasando. Siv retrocedió con él para preguntar sobre su salud, pero él sólo sacudió la cabeza.

—Me siento mareado y con fiebre —dijo—. Y no de buena manera.

—¿La fiebre?

Él lanzó una risa triste, un eco patético de su buen humor habitual.

—Cuando sientes como si la piel se hubiera incendiado y sientes como si tu cráneo fuera a explotar, una fiebre es igual que la siguiente, supongo.

Cuando ella le quitó la máscara y puso una mano sobre su frente, él estaba casi frío. Un extraño color moteaba su rostro, que solía ser bronceado; una palidez preocupante. Ella pudo ver una vena azul, justo debajo de la piel de sus sienes, latiendo rápidamente con su corazón.

—Phasma, ven a ver esto —gritó Siv.

Phasma dejó que Torben y Brendol dirigieran al grupo mientras ella se apresuraba para llegar al final de la fila.

—¿Cuál es el problema?

—Carr se siente mareado y caliente, pero su piel está fría.

Phasma levantó su propia máscara para tener una mejor vista y frunció el ceño ante lo que vio.

—Muéstrame tu herida.

Cuando Carr se quitó el guante, se sorprendieron al ver que la herida del escarabajo casi había desaparecido. Estaba hinchada, roja y dura después del piquete, pero parecía sanada. Sólo quedaba una erupción de color rosa claro alrededor del piquete. Phasma puso su mano en la frente de él y revisó el blanco de sus ojos. Al final sólo sacudió la cabeza.

—Debemos seguir caminando. Infórmenme si algo cambia. En caso de ser una infección, no se parece a los peligros que enfrentamos en nuestro territorio. Por lo menos no es la fiebre. Mantente alerta. Aplica más bálsamo. Y ponte la máscara. Si es contagioso, necesitamos tomar precauciones.

—Trataré de no besar a nadie —murmuró Carr.

Sin embargo, obedeció. Dibujó un segundo juego de franjas con el bálsamo de Siv y bajó su máscara, como lo hizo Siv con la suya. Phasma trotó hacia el frente de la fila, y todos siguieron caminando. Los scyres escuchaban a Phasma consultar con Brendol en un susurro y creyeron oír que hablaban de sus medicinas prometidas. Eso era bueno, entonces: su líder hacía planes para ayudar a su amigo herido. Eran una comunidad muy unida, todos se esforzarían para asegurarse de que Carr alcanzara la nave de Brendol, aunque tuvieran que cargarlo por turnos.

Caminaron toda la tarde, deteniéndose una vez a la sombra de una duna para mordisquear carne seca y dar cuidadosos sorbos a sus odres. Phasma había distribuido varios odres a cada persona, tomados de los almacenes de la Nautilus, pero Siv hizo las cuentas y al instante supo que no era suficiente para llegar a la nave de Brendol. Tan lejos de su territorio y sin una planta o criatura viviente a la vista, el agua sería una preocupación creciente. En casa, tenían otras maneras de recolectar suficiente para beber, y aunque rara vez había más de la necesaria, nunca se habían preparado para un recorrido tan seco como este. Recolectar y filtrar orina era una parte común de sus vidas, pero con el tiempo también se agotaría. Sin embargo, los scyres no hablaban en voz alta de sus preocupaciones. Phasma se ocuparía de ellos. Tenían que creerlo.

El desierto se calentó más mientras el sol de la tarde lo azotaba. Aunque estuvieron tentados a levantar sus máscaras y deshacerse de sus envolturas para que el viento enfriara su piel sudorosa, sabían que no debían hacerlo. Mantenerse cubiertos siempre era una mejor opción: cualquier franja de carne expuesta se quemaría rápidamente y tal vez se ampollaría sin una gruesa cubierta de bálsamo. El sol no era tan amable como antes. Cuando Siv volteó a verlo, Carr se había quedado aún más atrás, con la máscara levantada sobre su cabeza. Sus mejillas estaban abultadas y pálidas, sus ojos un poco saltados, sus labios secos e hinchados.

—Lo sé —dijo él, al ver que lo miraba—. Me veo terriblemente guapo.

—Necesitas descansar.

—Puedo descansar después. Ayúdenme a subir la colina.

Siv llegó de prisa a su lado y lo ayudó a arrastrarse para subir la siguiente duna; lo sintió tambaleante contra ella, como si hubiera perdido su alguna vez sólido sentido del equilibrio. Faltaban días para que llegaran a la nave de Brendol. Carr sería un lastre para todo el grupo si no se sacudía esta nueva enfermedad.

Cuando alcanzaron la parte alta de la duna, se quedaron consternados al descubrir que era la primera de una serie de altas colinas que se extendían hasta el horizonte como un mar de olas gigantes. El viento era fuerte en la cima. Bajaron trotando cada colina hacia el frío del valle antes de esforzarse para subir la siguiente colina. Siv me contó que el tiempo se alargaba entonces de una manera extraña, mientras luchaban para subir y bajar, porque parecía que estaban estancados, que no hacían progresos visibles. Era como combatir con el mismo enemigo una y otra vez, sin tener nunca un punto de apoyo; a decir verdad, era como su antigua vida en el Scyre. Toda la maravilla causada por el nuevo mundo se perdió y se convirtió en temor e incomodidad, además de preocupación por Carr. Los músculos que se usan para caminar en la arena terminaron siendo muy diferentes de los que se necesitan para escalar y trepar entre las rocas. Sus brazos todavía les dolían por descender por la ladera del acantilado. De muchas maneras, era un infierno inesperado para una persona forjada en el crisol de la lucha.

He visto esas dunas y no logro imaginar qué tipo de mentalidad se necesitaría para enfrentarlas sin tirarse a morir en un valle. Crecimos tan acostumbrados a nuestros speeders, nuestras naves, nuestros hiperdrives. Estar en un mundo donde sólo tus pies pueden moverte, centímetro a centímetro a través del infinito… digamos tan sólo que hay una razón para que Phasma quisiera salir de esa roca.

El sol se estaba poniendo cuando bajaron tropezando de una duna hacia el valle, enfriado por la sombra y donde susurraba un viento atemorizante. Carr fue el último en bajar y se deslizó como peso muerto, aterrizando de espaldas a los pies de Siv.

—Acamparemos aquí esta noche —dijo Phasma—. Manténganse cubiertos. Reciclemos los líquidos corporales. Cada gota cuenta. Tengan cuidado con sus provisiones. Si dormimos juntos conservaremos el calor corporal. —Suspiró pesadamente y agregó—: Será difícil, pero no quiero oír quejas.

Sus guerreros asintieron con apatía y los troopers miraron a Brendol, quien agregó:

—Phasma tiene razón. Conserven sus recursos.

Se sentaron en grupos más pequeños para comer, los guerreros scyres juntos y Phasma sentada junto a Brendol con sus troopers. Los tres soldados con armaduras se quitaron sus cascos por primera vez. Siv quedó extrañamente fascinada al ver que eran personas como cualquier otra, con el pelo cortado casi al ras y la piel sudorosa y roja. Uno de ellos era mujer, aunque sólo resultaba perceptible por su estructura facial: tenía el pelo cortado igual que los hombres. Su armadura no mostraba diferencia en fisonomía, y Siv recordó que se sintió complacida de que entre la Primera Orden se considerara a las mujeres como iguales y también como guerreros. Su madre le había contado historias de un mundo diferente en que se consideraba a las mujeres débiles o inferiores. Tal vez ese prejuicio había muerto porque se había determinado que las mujeres scyres podían trepar mejor que los hombres y empezaban a superarlos en número entre los guerreros. Sin embargo, en ese momento, sentada a la sombra de la duna con esos extraños de más allá de las estrellas, Siv se quedó pensando cómo sería llevar ella misma la brillante armadura blanca para carecer de cara, ser poderosa y convertirse en una de las incontables personas que luchaban por una causa valiosa.

¿A su gente le preocupó que su líder se sentara con los extranjeros en lugar de hacerlo con su propia gente? Un poco, pero también comprendían que Brendol Hux era un comandante poderoso por derecho propio, y que los líderes a menudo pasaban tiempo juntos haciendo planes para el mejoramiento de la gente. Aún tenían problemas para entenderle a Brendol, en ocasiones, debido a su acento afilado y a algunos extraños cambios en su vocabulario. Si acaso, Siv dijo que se sentían orgullosos de que una mujer scyre fuera considerada igual que un general rico y poderoso que comandaba naves espaciales.

En cuanto a Carr, parecía cada vez más ausente. Miraba fijamente el espacio y se mecía un poco mientras permanecía sentado. Rechazó la carne seca que Siv le ofreció y sólo mordisqueó un vegetal marino salado, pasando los sorbos de agua asignados. Sin embargo, no tenía desperdicios corporales que agregar a la unidad de reciclaje, que era el tipo de cosas que se notaban cuando el agua se volvió más escasa de lo habitual. Fue el primero en quedarse dormido. Cayó al piso en una nube de arena gris y roncó suavemente a través de sus labios hinchados. No podían hacer nada por él; se trataba de un nuevo padecimiento y su única esperanza era que mejorara por sus propios medios o que se curara fácilmente con el equipo médico que Brendol prometió que los esperaba en su nave.

A la mañana siguiente, Carr amaneció peor. Su carne estaba hinchada y pálida, todas las venas azules de su cuerpo eran visibles y palpitaban cerca de la piel. Siv recordó las criaturas que a veces eran arrojadas de las profundidades del mar, con un blanco fantasmal y parcialmente transparente, jadeando para respirar y aplastadas por el propio aire. Sus guantes estaban demasiado apretados sobre sus manos hinchadas y casi tuvieron que cortarlos con un cuchillo. Cuando le preguntaron cómo se sentía, no pudo hablar; tenía la lengua y los labios muy hinchados. Sólo pudo sacudir la cabeza. Pero la sorpresa y el miedo que Siv esperaba ver en sus ojos… no estaban allí. Parecía adormilado y resignado. Lo jalaron para que se pusiera de pie. Torben ayudó a Siv a empujarlo para subir la siguiente duna; cada músculo de ella ardía mientras el hombre enfermo trastabillaba entre ellos.

Cuando Phasma llegó a la cresta de la duna, la iluminaba el sol saliente: una sombra mitad oro fundido y mitad índigo. Ella levantó la mano para cubrirse los ojos.

—¡Enemigos! ¡Scyres, luchen! —gritó, mientras empuñaba su lanza y estiraba la mano para tomar el hacha que colgaba de su cinturón.

Siv y Torben no tuvieron otra opción que dejar a Carr en la arena y correr al lado de Phasma, empuñando sus propias armas. Los troopers sacaron sus blásters y empezaron a disparar hacia abajo de la duna. Cuando Siv llegó a la cima con Torben siguiéndole los pasos, vio cómo se desplegaba el ataque. Figuras envueltas en gris parecían deslizarse a través de la arena, jalados por enormes lagartos con piel de color gris como la piedra. Se deslizaban por el suelo mucho más rápido de lo que el grupo de scyres podía correr, y sostenían lanzas largas y agitadas con hojas de cristal en la punta.

Siv pensó en usar los dardos de su cerbatana, pero no encontró piel en los atacantes y no quería arriesgarse a desperdiciar las púas de metal. En cambio, sacó sus dos guadañas. Los atacantes estaban cerca ahora, seis de ellos arrastrados por seis lagartos. El bláster de un trooper envió a uno de los lagartos agitándose duna abajo, y a su amo trastabillando detrás de él. Los cinco skimmers restantes no retrocedieron.

Phasma era quien estaba más cerca. Esquivó la acometida del lagarto y pasó su daga a través de los pliegues de su cuello, cortando a profundidad en el músculo y haciendo que la criatura chillara. El skimmer detrás de él logró saltar ágilmente de una pieza de metal plana y correr hacia Phasma a grandes zancadas. Su lucha silenciosa atrajo la mirada de todos, hasta que el siguiente skimmer se acercó deslizándose. Pasó junto a los troopers, pero Torben fue corriendo detrás de él. Descargó su mazo en el cráneo del lagarto, lo rodeó deprisa y cortó el pecho del skimmer con su hacha. La figura cayó y Torben puso una enorme bota en sus entrañas, extrajo su hacha y lanzó su grito de batalla, salpicado de sangre tan roja como la suya.

Así que estos atacantes eran seres humanos. Probablemente. A pesar de sus trajes extraños, podían morir. Eso envalentonó a los scyres. Escarabajos dorados brotaron como una erupción de la arena para chupar la sangre. Torben retrocedió, cazando a su siguiente presa.

Siv dejó escapar su grito ululante y corrió duna abajo hacia uno de los skimmers, lista para hacer su trabajo por su gente. El lagarto la esquivó, con la enorme boca abierta para mostrar cientos de dientes aserrados. Siv se dejó caer sobre su espalda y se deslizó por la arena, rebanando el vientre de la criatura mientras pasaba debajo de ella. Luego clavó sus pies en las piernas del enemigo arrastrado detrás de él. La figura cayó con una maldición demasiado humana. Antes de que Siv pudiera pararse y seguir luchando, la pequeña Gosta saltó por encima de ella, blandiendo su espada, y la clavó en un lugar vital mientras lanzaba su grito de guerra. El skimmer no volvió a levantarse.

Gosta extendió una mano para ayudar a Siv a ponerse de pie. Cuando miró alrededor, los guerreros scyres y sus invitados troopers habían destruido por completo a los atacantes y sus lagartos. La pelea había sido inusualmente rápida y brutal. Ningún enemigo quedó respirando, lo que significaba que no se obtendrían respuestas. ¿De dónde venían esos atacantes? ¿Qué querían? ¿Su gente había seguido la ruta de la nave de Brendol por el cielo y ellos también iban corriendo para reclamar el botín?

No podía hacerse ya nada. Por lo menos los scyres habían ganado.

—Bueno, eso no estuvo demasiado mal —dijo Siv con una sonrisa. No disfrutaría la victoria por mucho tiempo.

—Rápido. Los detraxores —gritó Phasma.

Siv se acercó de prisa al lagarto al que había destripado, sacó el primer detraxor de su bolsa y clavó la espiga a profundidad en los músculos de la criatura. Considerando que los escarabajos sedientos de sangre ya se escurrían dentro de la cavidad sangrante, tuvo que apresurarse. En cuanto empezó a funcionar, fue hacia la figura a la que Gosta acababa de derribar. Aunque reconoció que el tiempo era esencial, tenía que ver quién estaba proveyendo la esencia dadora de vida para el bálsamo que protegería a los guerreros scyres en su viaje. Para Siv, esto no era sólo un acto físico, era un ritual. Al tirar de las vendas en la cara de la figura, no sabía lo que habría de encontrar: una especie alienígena, un ser humano mutado, algo nativo de Parnassos que nunca había visto arrojado contra las rocas.

Era un ser humano como cualquier otro. Una mujer joven, como ella. De piel ligeramente bronceada, pelo largo y trenzado bajo sus envolturas. Limpia y sana. Sin señales visibles de traumatismo o enfermedad. Hasta los dientes de la mujer estaban intactos. Siv cerró los ojos color café de la mujer y dijo la rápida plegaria que los scyres siempre decían cuando cosechaban minerales y líquidos de un cuerpo.

—Gracias por darme vida. Tu hoy protege el mañana de mi gente. Cuerpo al cuerpo. Polvo al polvo.

Antes de que Phasma pudiera gritarle de nuevo, ella encajó el siguiente detraxor en el muslo de la mujer y lo puso a funcionar.

Los scyres y los troopers no habían sufrido daños. Había sido una gran victoria. Los nutrientes y los odres que reclamaron de sus asaltantes les salvarían la vida y tal vez ayudarían a nutrir a Carr para que se recuperara de cualquier traumatismo sufrido. Siv recogió su primer detraxor del ahora disecado lagarto, cambió el odre lleno por uno vacío y empujó la máquina hacia el siguiente lagarto. Mientras ambas máquinas hacían su trabajo, ella se unió a los demás a la cacería entre los cuerpos humanos, en busca de despojos y bolsas de agua. Tuvieron cuidado de apartar a los escarabajos, aplastando las cosas perniciosas cuando fue necesario y sin dejar nunca que se acercaran a su piel.

Cada uno de sus atacantes llevaba bolsas que colgaban de su cadera. Aunque los scyres no reconocieron todo lo que había en el interior, las tomaron y se sintieron más decididos a comprender cómo vivir en este lugar árido. Lo más valioso que encontraron en cada bolsa fue un pastel seco de minerales densamente empaquetados y sales, que le recordaban a Siv un poco de la rica esencia de los detraxores. Los trineos que montaban los skimmers serían una bendición. Les permitirían arrastrar sus paquetes, a los que se habían sumado ahora varios odres, sin esfuerzo sobre la arena en lugar de cargarlos. Los lagartos resultaron ser un recurso especialmente rico. Gosta rebanó tiras de su carne seca para el camino.

—¡Oh! Podemos arrastrar a Carr —dijo Siv, recordando de pronto que ella y Torben se vieron forzados a dejar caer a su compañero para correr al lado de su líder durante la pelea.

Torben asintió y la siguió de regreso al otro lado de la duna, arrastrando un trineo detrás de él con la cuerda. Carr era sólo un montón oscuro en la parte inferior del valle, caído de costado, con la respiración entrecortada e irregular y su ritmo cardiaco agitado.

—Carr, ¿te sientes peor? —preguntó Siv.

Un gruñido ronco fue la única respuesta.

—Dale vuelta.

Torben dio vuelta con suavidad a Carr para que quedara boca arriba y lo ayudó a sentarse. Carr parecía tener ahora el doble del tamaño que alguna vez tuvo, con su cuerpo hinchado y la piel delgada, pálida y estirada. Siv le tomó la mano desnuda y encontró que sus uñas habían desaparecido. Habían saltado y caído a la arena.

—Quédate con nosotros, viejo amigo —dijo Torben, con suavidad a pesar de su tamaño y su poder—. Te arrastraremos detrás de nosotros, seremos tus lagartos de arrastre personales. Brendol Hux te curará y te llevará a las estrellas.

Carr gimió de nuevo y trató de cerrar los ojos, pero los párpados no se cerraron sobre sus órbitas saltadas.

—Deprisa —gritó Phasma, desde la cima de la duna—. Los detraxores están llenos y listos para retirarlos. Necesitamos irnos antes de que alguien venga a buscar a esta gente.

Torben movió la cabeza en dirección de Siv, quien acercó el trineo. Carr temblaba y gemía, y Siv dejó de tirar del trineo para concentrarse en él. Se estremecía, presa de sacudidas, con los ojos y los labios completamente abiertos y la lengua hinchada mientras se esforzaba para hablar.

—¿Qué es eso? —preguntó Siv.

Como respuesta, Carr giró sus ojos hacia ella y se estremeció. Su piel tembló, demasiado hinchada para ser tocada. Lanzó un último gemido y explotó en una nube de agua. Fue como si su piel se hubiera disuelto. El líquido salpicó a Siv y Torben y se hundió en la arena, coloreándola con un negro profundo. No había demasiada sangre. Sus órganos parecían haberse marchitado: cosas oscuras conectadas por tubos de color azul pálido y huesos casi transparentes. Mientras Siv se incorporaba y retrocedía horrorizada, el suelo alrededor de las ropas de Carr hizo erupción con escarabajos que salían de sus conos de arena y chupaban el agua con sus trompas largas.

—¡Arriba! ¡Vámonos! —le gritó a Torben, quien estaba congelado por la impresión y la pena.

El hombre grande se incorporó y trastabilló hacia atrás mientras más escarabajos brillantes, cientos de miles, salían de la arena para precipitarse hacia el agua que había sido su amigo y compañero guerrero. Los escarabajos chuparon sus órganos reducidos y trataron de subir por las piernas de Siv para lamer el líquido que empapaba sus pantalones. Ella los apartó con la mano y corrió unos pasos más allá.

—Ustedes dos, aléjense de ahí.

Siv y Torben levantaron la vista para encontrar a Phasma en la cima de la duna, rodeada por un halo de luz matutina mientras los miraba, con el hacha y la lanza todavía en la mano. Brendol permanecía a su lado, con la cabeza inclinada, viendo con curiosidad el horror que se había desplegado.

—Pero Carr —dijo Siv.

—Ya se ha ido. No puede reclamarse. No puede nutrir a su gente. Ahora depende de nosotros. Debemos preparar lo que podamos e irnos.

—Por lo menos ya no sufre más —agregó Brendol, pero sus palabras parecieron vacías y empalagosas. Él no había perdido a ninguno de sus hombres, y Siv sospechaba que, de haberlo perdido, no lo habría llorado.

Nunca antes un scyre había muerto sin nutrir a su vez a su gente. Se pensaba que aun quienes caían al océano alimentaban a las criaturas de allí, y que esas criaturas habrían de morir y ser arrastradas a las rocas, donde los scyres las usarían para ropas, alimentos y humedad. Carr simplemente se había ido. No había una plegaria que pudiera decirse por él y que funcionara.

—Gracias… por ser tú —dijo Siv, de pie sobre los huesos envueltos en ropas húmedas y cubiertas por escarabajos frenéticos y crueles.

—Sí, gracias —añadió Torben antes de poner una mano sobre el hombro de ella y apurarla gentilmente para que subiera por la duna—. Carr fue un buen amigo y un gran guerrero.

De todas las colinas por las que subieron en el desierto, esa fue la más difícil. Cuando finalmente llegaron a la cima, Siv vio que Phasma se había alejado unos pasos y estaba en cuclillas con Brendol, conversando en susurros.

—Este ya está terminado —dijo Gosta, señalando al segundo lagarto, que no era ahora más que un esqueleto suelto cubierto por una piel oculta y seca como el propio aire. El detraxor estaba lleno y ronroneando. Siv se arrodilló para retirar el odre y colocar el sifón en el siguiente lagarto. Mientras trabajaba, describió cada paso a Gosta, mostrándole cómo las piezas del detraxor embonaban entre sí y cómo debían limpiarse. Nadie más entre ellos sabía cómo hacer trabajar las máquinas o confeccionar el bálsamo, y ella tenía que pasar a otros su conocimiento. Había muchos peligros aquí entre las arenas oscuras. Siv podría ser la siguiente en caer ante algún terror desconocido. Sin hijos a quienes pasarle su conocimiento, como su madre se lo había pasado a ella, ella pensó en enseñarle a Gosta todo lo que sabía. Eso era todo lo que tenían en el Scyre: los unos a los otros, y esperanza.