Epìlogo
Narración de Herófila:
Los dioses no tienen misericordia de nosotras. Ha aparecido en la playa un cadáver, un niño de unos catorce años al que he reconocido como el príncipe Polidoro, el joven hijo de los reyes de Troya. Por la gran herida de su vientre supimos que lo habían asesinado. Tras conocer la desgracia, la reina Hécuba se acuclilló en un rincón de su dormitorio y se puso a aullar como hacen las perras. Después de serenarse juró matar a su asesino.
Creo que Casandra ya no puede llorar, su corazón se ha endurecido con tanta desdicha. Sólo ha dicho:
- En cuanto conocí a Polimnestor, sabía que nos haría mal. Ahora posee las riquezas de Polidoro, las que enviaste con él a Tracia. Debiste hacerme caso, madre, era mucha tentación para un hombre tan ruin. Ve a Tracia si eso es lo que deseas. Odiseo te llevará, me lo prometió.
Hécuba tenía los ojos acuosos, parecía buscar un recuerdo.
- Eras una niña -dijo-, cuando Polimnestor fue a Troya por primera vez para cortejar a Ilíone. Me enfadé contigo y te castigué. Polidoro no vivirá, está muerto, no pude salvarlo.
Antes de irnos, mi señora se quitó uno de sus brazaletes de oro y lo entregó a su madre, quien se apresuró a ocultarlo.
Narración de Casandra:
Por fin hoy ha ocurrido. Esta mañana en el mercado una anciana ha tropezado con Ctimene, poco después ésta hallaba entre las frutas de su cesto un trozo de pergamino. Al llegar a mi habitación me apresuré a leerlo y creo que he reaccionado como una demente. La risa ha sido súbita, espontánea, tan larga e incontenible que Ctimene y Herófila se contagiaron y las tres reímos sin parar durante un buen rato. Es una idea cuya misma simpleza me impedía imaginarla. Pero es la única posible, astuta e infalible, como la de Odiseo. Es nuestro caballo de madera.
Narración de Herófila:
Ayer partió Odiseo. La noche antes mi señora sacrificó un cordero blanco en el templo de Poseidón, luego cenó con los príncipes aqueos, un banquete y un sacrificio en honor del rey de Ítaca, que aun así no se va tranquilo, pude leerlo en sus ojos que miraban hacia todas partes y a ninguna. Hécuba y Casandra se despidieron en la puerta de La Gruta de las Ninfas. A la reina de Troya se le ha permitido conservar sus ropas y adornos. A los aqueos no les gusta que sus cautivas parezcan campesinas, las han tomado para presumir de ellas, desean estar rodeados de reinas y princesas. La esposa de Príamo, la de Héctor, Casandra la profetisa, cualquiera de ellas adornará sus salones como un buen trípode; también calentarán sus lechos.
Hécuba vestía una túnica de color púrpura, un manto bordado y un espléndido tocado con diadema y velo. Una red de plata que cubría sus blancos cabellos llamó la atención de mi señora, quien la miró hechizada como en uno de sus trances. La reina hizo gesto de quitársela, pero Casandra rechazó el regalo. Luego mi señora y ella se abrazaron sin una lágrima.
Narración de Casandra:
Ahora ya sé cómo ocurrirá. Esta noche me despertaron sueños horribles, me levanté del lecho y lloré largo rato en silencio. Agamenón morirá pronto, pero de una forma más violenta y cruel de lo que imaginé. Desde que vi la red de plata en los cabellos de mi madre no tuve paz, de algún modo presagiaba que las visiones llegarían, y no me he equivocado. He visto en mis sueños el palacio de Micenas tal y como Agamenón me lo describió para complacerme, he visto a mi cuñado Polimnestor, ciertas escenas que apenas he logrado entender.
A media tarde ha llegado un barco de Tracia. Los marineros trajeron la noticia. El rey Polimnestor ha muerto. Se decía que mi madre había sobornado a dos esclavos para que le mataran. Los habitantes de Tracia no se equivocaban, la reina de Troya le sacó los ojos a su yerno, en nombre de su querido hijo, mi hermano Polidoro. Pero no se libró del castigo, la persiguieron, la cogieron por los cabellos y la arrastraron fuera del palacio. Se reunió una multitud en torno a ella y comenzaron a arrojarle piedras sin piedad hasta que quedó sepultada. Demódoco había oído otra historia de labios de un anciano marinero: cuando levantaron los pedruscos una perra negra salió de allí, como si lo hiciera del fondo de la tierra o de la muerte, y echó a correr en dirección al mar, en cuyas aguas se sumergió. Era una historia digna de un cantor.
- Es un final prodigioso para un ser prodigioso -dije yo-. Mi madre desciende de reyes, ninfas y dioses, quizá de alguna de las ménades que acompañan al mismo Dioniso.
Me aferré a ese relato por la redención de Hécuba, la reina de Troya. Me gustó ese final. Preferí que mi madre acabara sus días bajo una montaña de piedras, o en otro mundo, antes de saberla convertida en esclava de Odiseo. A Demódoco le complació que le diera mi permiso para relatarlo.
- Imagina para ella unos hermosos versos -dije.
Sabía que mi madre había muerto satisfecha. Por cruel que pueda parecer, los ojos de Polimnestor en sus manos la consolaron de la desdicha. Ella era salvaje, imprevisible, la guerra la transformó en un ser brutal.
Por la noche vi al cantor afanado en la escritura. El compasivo Demódoco salvaba a la reina de Troya. Mi madre no había tenido un final tan triste como el de sus hijos. Toda la historia era fácil de creer, porque los dioses aprueban la venganza.
Estoy muy cansada, me duermo de madrugada, pues el amor se hace largo. Nos queda poco tiempo por estar en La Gruta de las Ninfas y yo he de aprovecharlo para que Agamenón, sin darle motivos para sospechar, me describa su palacio de Micenas. Es fácil hacerlo; ahora que se aproxima el día del retorno, no piensa más que en Grecia, en su corte, en su gente, y me basta con hacerle una sencilla pregunta para que se ponga a hablar sin parar con una mirada ensoñadora, como si Micenas fuera un paraíso inalcanzable. Tengo que tener paciencia, la mayoría de las veces me cuenta cosas que no me interesan, anécdotas de su infancia, la forma de ser y de comportarse de sus hijos Orestes y Electra, entre otras trivialidades que él recuerda con nostalgia. De la pobre Ifigenia no habla, de su esposa Clitemnestra poco.
Por la mañana salto del lecho y corro a hacer anotaciones. Si al rey de Micenas no le falla la memoria llegaré a conocer bastante bien el palacio y sus alrededores.
Pronto habrá que hacer el equipaje, y ya están Ctimene y Herófila apropiándose de todo objeto de valor que encuentran en la casa. Echaré de menos este lugar. Si todo sale bien, deseo algo parecido, sencillo, doméstico, sin lujos. Estoy impaciente porque el barco esté preparado y llegue el momento de zarpar.
Idomeneo de Creta y Diomedes de Argos nos acompañaron al puerto. Odiseo ya estará perdido en el mar a merced de Poseidón. Estos dos desventurados parece que presagian su desgracia, son los últimos en partir, como si no desearan llegar a sus hogares. El infame Ayax Oileo ha muerto ahogado, los dioses no perdonan, yo rogué mucho a Atenea y la diosa me ha escuchado. Vivirán poco los vencedores de Troya.
Demódoco viene con nosotros, Agamenón le quiere en su corte para que cante la grandeza de la guerra, la caída de Troya.
Sospecha que Troya vivirá muchos siglos. El rey de Micenas quiere perpetuarse, desea la gloria.
El mar está revuelto y el suelo de mi camarote se inclina hacia uno y otro lado. Los hombres en la cubierta se dan órdenes a gritos para que sus voces se oigan por encima del ruido de las olas y del silbido del viento. En mi camarote una lámpara colgada del techo chirría constantemente, de vez en cuando algún objeto cae al suelo y luego rueda sin cesar. Este estruendo hace que me distraiga, no quiero pensar en el viento de Troya que producía un fragor parecido. Se dice que los recuerdos acuden cuando está cercana la muerte. En Micenas hay una mujer que espera, ha esperado muchos años para vengar la muerte de su hija Ifigenia. Hace unas cuantas noches le dije a Agamenón:
- Morirás en una bañera.
Por supuesto, no me creyó, se echó a reír y dijo:
- Es una buena muerte.
Pero no lo será.
Confío en que los dioses me ayuden.
Narración de Herófila:
Recordaba bien las murallas, algunas calles y plazas, el color de la piedra de templos y palacios, los dos leones rampantes labrados en los umbrales de las puertas, y el palacio, cuya fachada descubrimos cuando el carro dobló una esquina. Veinte años atrás llegaba al mismo lugar en la carreta de mi maestro Penteo. Imposible evitar los recuerdos, la muchedumbre entusiasta que exaltaba a su rey me recordó el silencio de las calles un atardecer muy parecido de mi juventud. Se alejaban los últimos rayos de sol, flotaba en el aire un aura dorada, pesadas coronas sobre nuestras cabezas. La fachada del palacio cortada por una línea de sombra que lo dividía en dos mitades, la escalinata todavía luminosa, fosforescente. Hacía veinte años el interior era oscuro, absurdo, tan rudo que mi maestro y yo tuvimos que sobreponernos a la repugnancia. Afuera no había más que soldados vigilantes, un ejército callado y temeroso, no sé por qué pensé que no era tan diferente, a pesar de que la ciudad entera, nobles, siervos, esclavos, estaban allí para expresar su ruidosa alegría.
La reina Clitemnestra posee una gran belleza, me dijo Demódoco, tiene los ojos rodeados de largas pestañas, una boca de finos labios que cuando ríe muestra unos dientes resplandecientes como el nácar; una hija de Afrodita. Cuánto mienten los aedos. Cuando la vi por primera vez sobre el último peldaño de la escalinata del palacio creí, por un reflejo del sol, una broma de Apolo, que era Helena, la misma figura alta de curvas redondeadas con idéntico porte majestuoso. Casi me alegré con aquella extraña alucinación, pues la reina de Esparta tuvo siempre el don de atraer la atención y serenar el espíritu, su belleza era auténtica, frágil, cautivadora, con la única malicia del deseo insatisfecho. La hermosura de Clitemnestra era de otra naturaleza, el don de Afrodita se ocultaba entre los pliegues de su rostro, otras diosas habitaban en ella. A su lado una hermosa joven de apariencia enérgica se hallaba un poco retirada de su madre, junto a ella un muchacho de poca edad, casi un niño, no dejaba de observar al padre, a quien probablemente no recordaba. El grupo se mantenía impasible, irreal como un sueño, ajeno a la euforia del pueblo que aclamaba al héroe de Troya.
Nunca debió Agamenón vestir a Casandra de púrpura y oro y llevarla en el carro junto a él, los leones de Micenas en los flancos de bronce. Si alguna vez Clitemnestra dudó en darle muerte, la ira la rescató de su confusión. Si por un instante olvidó a su hija Ifigenia, Casandra se la recordó. Creo que todo el pueblo que aclamaba el paso de los carros vislumbró la cólera de la reina, al menos así lo sentí yo. Cambió ligeramente de postura, las manos, muy cerca del cuerpo, se tensaron, quizá rasgaron la túnica, luego reparé en sus uñas, eran afiladas como dientes de lobo. En ese instante me pareció que las voces del pueblo callaron, las ruedas de los carros se detuvieron, se hizo el silencio y llegó la oscuridad. Sobre la explanada del palacio había una alfombra de flores que las gentes arrojaron sobre su rey. La sandalia de Casandra aplastó unos jazmines al bajar del carro, luego caminó junto a Agamenón sobre las madreselvas, el azahar, los alhelíes, arrastrando el vestido por el suelo cubierto de flores.
Clitemnestra agachó la cabeza ante su esposo y hundió una rodilla en tierra. El rey acarició sus cabellos recogidos con una red de hilos de plata. Sin contener su alegría, la muchacha y el chiquillo corrieron a los brazos de su padre. La reina los miró con una sonrisa turbia, luego se echó a reír, con risa amarga, podrida.
Narración de Casandra:
Después de abrazar a Electra y Orestes, Agamenón recibió las salutaciones de nobles y cortesanos, lo cual nos hizo permanecer largo rato sobre la explanada delantera del palacio. Todas las miradas estaban fijas en mí, oí cómo los cortesanos cuchicheaban mi nombre junto a apelativos parecidos a los que escuchaba de boca de los soldados en Aso, «la profetisa», «la hija de Príamo», «la loca», pero Ctimene y Herófila ahora no reían, sabía que estaban aterrorizadas. Tras tantos años de guerra olía el miedo como lo hacen los perros. También olí la sangre, sangre de hombres asesinados. Por suerte logré mantenerme serena, el sudor corría por mi frente, por mi espalda. Vi paredes pintadas con peces, torpes círculos azules querían parecer las olas del mar, columnas de mármol, una gran piscina donde se bañaba un hombre desnudo, una mujer de pie junto a él se llevó las manos a la cabeza y se desprendió de la red que recogía sus cabellos, luego la lanzó sobre el hombre, que se enreda en el engaño como una mosca en la tela de la araña. Ella se acerca por detrás, tiene una daga en una mano, con otra le sujeta los cabellos al hombre, Agamenón, su esposo, y sin prisas, porque quiere disfrutar de un momento que ha esperado mucho, le pone la daga en la garganta y la secciona de un tajo. Luego arroja el cadáver al agua, que se cubre de sangre mientras un hombre de abundante pelo blanco llega junto a ella y ambos se deleitan con la visión del crimen. El palacio de Micenas hedía a sangre, el olor era atroz, repugnante. Cuando cesó la visión reparé en un templo de Poseidón adosado a una de las paredes del palacio y deseé orar con fervor. La puerta estaba abierta y un sacerdote esperaba vestido con las sagradas vestiduras. Entonces una manada de corderos salió por una de las puertas de palacio y se dirigió hacia allí, llevaban la cabeza adornada con guirnaldas de flores y hojas, delante caminaba otro sacerdote, unos pastores la conducían. Habría sacrificios y banquetes, como era natural. El héroe de Troya había regresado, pero no era eso lo que celebrarían, sino el ascenso al trono de Micenas de Clitemnestra y Egisto, ya no en forma provisional sino definitiva.
Los pastores continuaban caminando en dirección al templo junto a los animales. Vestían ropas de lana y unos extraños gorros que les cubrían las orejas y parte del rostro. Fue un gesto rápido, una estrella fugaz. Uno de ellos se descubrió ligeramente cuando pasó cerca de mí. Al principio no reaccioné, no podía creer tanta fortuna y, sin embargo, la esperaba desde mucho tiempo atrás. Creo que Herófila y Ctimene también lo vieron, porque sentí una mano cálida en mi hombro. Cuando Agamenón terminó los saludos, sin separarse aún de sus hijos, me hizo una señal para que le acompañara. Me había dicho que deseaba cruzar el umbral del palacio de Micenas a mi lado, y así lo hicimos. Junto a él Electra, a mi lado el chiquillo, Orestes.
Narración de Herófila:
Nada era igual, salvo el gran fuego entre las columnas y las numerosas puertas. El suelo no estaba cubierto por paja, hojas y excrementos que picoteaban las gallinas, ningún perro dormía bajo ninguna mesa. Un nuevo refinamiento lo convertía en un lugar diferente, un espacio vacío rodeado de rincones oscuros.
Casandra solicitó permiso del rey para ir a orar al templo de Poseidón para dar las gracias al dios por el feliz retorno. Agamenón quiso acompañarla, pero Clitemnestra le invitó a que se bañara. Había unos baños con una gran piscina en un anexo del palacio.
- Está preparada el agua caliente, y las esclavas esperan con una jarra de vino y frutas -dijo.
Fue tan sugerente la invitación y el rey estaba tan cansado que no se negó. Casandra temblaba. Agamenón fue a decir algo, pero ella se sobrepuso, entonces él le dio permiso.
- Cumple tú con el dios, Casandra, pero no te demores.
- Seré rápida -dijo.
- Luego habrá otro baño para ti -invitó Clitemnestra-, disfrutarás con él después del largo viaje. Bienvenida a Micenas, hija de Príamo.
Su voz era como el silbido de una serpiente. En el momento en que tomó a su esposo del brazo vi a Agamenón pequeño, extraviado; quizá fuera el cansancio del viaje, la emoción del regreso, el encuentro con sus hijos, el agravio del tiempo que pasa, de la vida que continúa sin necesidad de su presencia. Cuando entró en el vestíbulo del palacio, miró a todas partes perplejo, igual que un huésped en casa ajena. «Parece más grande», dijo. «Has cambiado la pintura de las paredes, los muebles son otros. Está más oscuro.» «Han pasado muchos años, querido», fue la respuesta de su esposa. A continuación lo condujo hacia una de las puertas que rodeaban la estancia, ya ensombrecida con la llegada de la noche. A Ctimene y a mí se nos encomendó que esperáramos, y así lo hicimos, casi ocultas en una esquina mientras la gran estancia se vaciaba de esclavos y cortesanos. Nos quedamos solas Ctimene y yo, amedrentadas por un silencio repentino y desolador. No se oían ya los vítores del pueblo, las voces de los nobles o los pasos de los esclavos. El fuego resplandecía en el alto techo de madera de cedro. Las paredes estaban pintadas de ocre y amarillo, con escenas de guerra de una torpeza infantil, diferentes en mucho a las magníficas pinturas que había visto en Creta, en Egipto o en el palacio real de Troya. Largas hileras de guerreros recorrían la habitación, hombres sin cara que conducían carros, sostenían espadas, lanzas. Por un momento pensé que los gritos de los moribundos, los relinchos de los caballos, el estruendo de la lucha penetraban en el sólido silencio de la cámara. Entonces oímos unos pasos, un hombre entró en la habitación por una de las muchas puertas y avanzó hacia el centro de la estancia. A la luz del fuego le reconocí por su blanco cabello de viejo, por su corta estatura y su fuerte apariencia. Era Egisto, el primo de Agamenón, el usurpador del trono de Micenas, el asesino de Atreo, el exiliado. Di un respingo y ordené con un gesto a Ctimene que guardara silencio, pero ella estaba tensa y silenciosa, presentía el peligro igual que yo. Luego supe que Egisto, refugiado en Argos desde la toma del trono por sus primos Agamenón y Menelao, regresó a Micenas en cuanto supo la partida de Agamenón a Troya y sedujo a Clitemnestra, que, por otra parte, estaba deseosa de traicionar a su marido, al que odiaba desde la muerte de Ifigenia. Les gustó el poder por el que Egisto y su primo habían rivalizado al igual que sus padres. Negra estirpe la de Atreo, ambiciosa, sanguinaria, capaz de incubar odio durante años y generaciones. Los medallones de oro que Egisto llevaba al cuello brillaban a la luz del fuego como veinte años atrás en aquel mismo lugar. Paseaba alrededor de las columnas y temí que nos viera, pero en ese momento se abrió la puerta que llevaba a los baños y apareció la reina. Hablaron unos momentos. No pude distinguir lo que decían salvo lo último que dijo ella: «Déjame hacerlo a mí». Luego salieron por la misma puerta.
Pasaron unos minutos que me parecieron eternos. Una mujer alta y gruesa entró en la habitación. Buscaba a alguien, a nosotras. Llevaba una gran llave colgando del cinturón; imaginé que iban a encerrarnos. Al fin nos vio y llegó hasta donde estábamos.
- Espero que vuestra ama no tarde -advirtió.
Recordé las palabras de Casandra.
- Dijo que sería rápida.
Así, con rapidez, había de hacerse todo. Se abrió una puerta, que estaba situada tan cerca de la que llevaba a los baños, por la que habían desaparecido Agamenón y Clitemnestra, que no estaba segura de que fuese la misma, luego pensé que no podía serlo. Ahora Agamenón llegaba con Casandra. Cuando estuvo junto a nosotras dijo:
- Vete a tus quehaceres, mujer, yo me ocuparé de ellas.
Quizás una esclava que llevaba diez años sin ver a su amo no recordara con exactitud el timbre de su voz, pero Ctimene y yo supimos que aquel hombre, tan parecido al rey de Micenas, era un simulador. Vestía ropas regias. La barba rubia y la melena peinada con esmero eran idénticas. Todos creíamos a Agamenón en el baño, la mujer estaba perpleja.
- Vete -repitió.
La esclava salió por una de las puertas. Nosotros nos dirigimos hacia otra, en el extremo opuesto de la habitación. El hombre iba delante junto a mi señora, que no dejaba de decirnos que nos apresuráramos. Atravesamos un largo y oscuro pasillo, bajamos unas escaleras que daban a otro corredor, en el centro y al final había dos parejas de centinelas. Redujimos el paso, mirando con frialdad el espacio apenas iluminado por las antorchas. La primera pareja de centinelas hicieron una reverencia ante el hombre, seguimos andando, la segunda hizo otro tanto. Ellos mismos nos abrieron una puerta que daba a un pequeño jardín. Ya en él corrimos hacia la verja de salida y nos adentramos en el campo, pero, muy cerca, un hombre, uno de los pastores que había visto en la explanada del palacio, y un carro nos esperaban. Subimos, el hombre tomó las riendas y partimos al galope. Todo fue tan rápido que cuando vi a la pobre Ctimene sentada en el suelo abrazada a un fardo que había conseguido llevar consigo, me derrumbé junto a ella.
Narración de Casandra:
Hace unas horas Herófila ha concluido su relato. Ahora estará en cubierta bromeando con los marineros. Estamos en el barco que nos lleva a Tracia. Me corresponde a mí terminar, lo hago con tanta prisa que mi letra es casi ilegible, deseo concluir. Esta historia se ha escrito para el recuerdo de otros.
Agamenón debió de morir en el momento en el que cruzábamos el jardín, porque sentí que la frente me ardía y me temblaban las piernas. Los hombres debemos obedecer al Destino y a los dioses, pero nuestra naturaleza posee la más fuerte de las pasiones, el afán de sobrevivir. Me aferré al brazo de Halio y miré a aquellos caballos que nos conducían a la libertad. Las crines blancas ondeaban en la oscuridad igual que un oleaje, el viento me daba en la cara. Jamás hubiéramos podido escapar sin la ayuda de los dioses. Pensaba en el cercano mar, en Tracia, cuando oí a mi espalda a Ctimene y a Herófila cantar:
¡Oh, madre de las vides y los trigales!
¡Oh, reina del mundo!
¡Diosa de la vida y de la muerte!
¡Señora del permanente florecer!