3.
El rey de Micenas
Narración de Casandra.
Durante los años del reinado de mi padre, las relaciones con los aqueos fueron tensas. Bandas de hombres salvajes continuaron sus pequeñas y rapaces incursiones en nuestra región. Entretanto mi padre no cesaba de reclamar la devolución de Hesíone. Las afrentas se producían por ambas partes, y mi padre aumentaba los impuestos a los barcos aqueos que querían cruzar el Helesponto. Las embajadas de una y otra parte eran frecuentes; mi padre negaba su permiso para la libre navegación por el estrecho y no consentía en ningún modo reducir los elevados impuestos de aduanas y demás tributos que estaban obligados a pagarnos.
Así pasaban los años. Me acostumbré a ver grupos de aqueos en el palacio, siempre acompañados por mi tío Antenor, un notable troyano casado con mi tía Téano que, por haber vivido algunos años en Pilos, era amigo de ellos. Eran altos y fuertes, de tez más blanca que la nuestra, cabello claro, a veces rubio o pelirrojo, que dejaban crecer en largas melenas enmarañadas, vestían enteramente de cuero y los reyes llevaban medallones de oro con las insignias de sus estirpes. Yo, aunque todavía era casi una niña, percibía su fascinación por el lujo de nuestro palacio, por la belleza y el refinamiento en el que vivíamos, pese a que trataran de disimularla con sus modales arrogantes. No eran recibidos con agrado por mis padres, pero los trataban con amabilidad como los buenos y elegantes anfitriones que eran.
Un día, cuando me disponía a asistir a las clases de mis maestros en el templo de Apolo, llegué al gran salón circular que necesariamente había de atravesar para salir del palacio. Era una enorme estancia cercana a la entrada principal que hacía las veces de recibidor, sala de espera y lugar de reuniones informales. Solía estar atestada a todas horas del día de gentes que esperaban para hablar con cualquiera de los miembros de mi familia, de cortesanos que se habían encontrado allí para conversar, de esclavos que pasaban continuamente con jarras de agua, refrescos o vino. Era un día muy caluroso y muchos de ellos sudaban sentados en los divanes o de pie junto a las columnas. El lucernario del techo dejaba pasar un poderoso rayo de luz solar que iluminaba la multitud. Anduve unos pasos entre la gente mientras me encaminaba a la salida, cuando, de pronto, llamó mi atención el haz luminoso sobre los cabellos de un hombre, me pareció que Apolo quería destacarlo entre los demás. Estaba de espaldas a mí, pero por sus ropas y su aspecto supe que se trataba de un aqueo. Me detuve y comencé a caminar con lentitud intentando verle la cara entre los numerosos grupos de gente que nos separaban. Conversaba con mi tío Antenor y con otro aqueo, un anciano de aire venerable. A ninguno de los dos los había visto jamás. Seguí caminando sin poder apartar la vista del hombre, con la atención puesta en su rostro que ya empezaba a vislumbrar de perfil. Me temblaban las piernas, sentía una confusa sensación de alegría irracional y pudorosa vergüenza. Las mujeres troyanas solíamos llevar, prendido al cinturón, un ramillete de jazmines o madreselvas, las blancas flores lunares consagradas a la Diosa; ofrecérselas a un hombre era una invitación al encuentro amoroso. Por instinto me llevé la mano a esa parte de mi indumentaria, pero vestía la sagrada túnica en honor a Apolo en la cual tales adornos estaban fuera de lugar, puesto que durante los actos de culto los sacerdotes debíamos guardar castidad. Pasó un grupo de mujeres, fue un instante sin verlo a pesar de que me puse de puntillas sobre las altas sandalias, lo cual casi me hace dar de bruces sobre una de las alfombras tejidas por mis hermanas. Cuando de nuevo lo vi no se había movido, ningún gesto lo delató, pero supe que había percibido mi presencia. La gente que se hallaba entre nosotros parecía girar en medio de un estridente murmullo de conversaciones, mientras sólo él y yo estábamos quietos en la enorme sala. Pasó una columna, vi entonces su perfil de sombras y luces, nariz, frente, pómulos, tan duros como las piedras de la muralla, reflejos dorados brillaban en su barba y en la insignia real que colgaba de su cuello. Se volvió y sus ojos llegaron hasta los míos sin necesidad de buscarme entre le gente. Yo seguí caminando hacia la salida, él giraba la cabeza a medida que yo me movía, nuestras miradas atravesaban la ardiente atmósfera de aquella mañana inolvidable, no veíamos los rayos de Apolo ni oíamos a los vociferantes mercaderes, ya desde ese mismo momento fue como si el aire que nos separaba al mismo tiempo nos uniera. Sentí cómo su mirada me seguía y me acariciaba hasta que salí del salón. Después me dejé llevar por mi euforia. Más que andar volé por las calles de Troya, sin pensar en Apolo ni en el sacrificio en su honor. Invoqué a la Diosa para que me entregara a aquel hombre. Era joven, me sentía como loca. Sólo pensaba en volver a verle, a solas, sin mis ropajes de sacerdotisa.
Afrodita no sólo es la más atrevida de todos los dioses sino también la más astuta y la más alcahueta. No tardé mucho en enterarme de que se trataba del rey Agamenón de Micenas. Ctimene, mi aya, era una espía excelente. La mandé a casa de mi tío Antenor con una excusa doméstica y ella se introdujo no sólo en las cocinas sino también en los salones, los jardines, creo que hasta en las cámaras privadas. Tenía buena vista, buen oído, atrevimiento -la supongo incluso capaz de escuchar las conversaciones de lecho de mi tío Antenor y mi tía Téano-, mejor memoria y afición desmedida por adornar sus gordezuelos dedos con sortijas de oro. Me informó de todo cuanto pudo averiguar. Tal como supuse, él y el hombre anciano, el rey Néstor de Pilos, estaban en Troya para pedir a mi tío Antenor que mediara en su causa, pues mi padre no cedía a sus continuas peticiones de reducción de impuestos por el comercio con los países del Ponto, y la situación de los caudillos griegos empezaba a ser desesperada. Eso fue lo que deduje de las palabras de Ctimene, cuando logré que cesara su quejosa charla sobre las malas maneras y los rústicos modales de los aqueos.
- Dicen que sus palacios son como nuestras cuadras, y sus templos chozas de adobe, por eso los dioses no les favorecen -comentó-. Agamenón va cada día a los lavaderos, solo, y permanece allí largo rato mirándoles los pechos y los brazos a las mujeres. Y a eso le llaman rey.
Los lavaderos estaban junto a la muralla, cerca de la puerta Escea, donde surgía de forma natural una fuente subterránea con dos chorros, uno de agua fría y otro tan caliente que sobre ella se elevaba una nube de vapor. Pero en modo alguno la pobre Ctimene podía conocer el nulo interés del rey de Micenas por las lavanderas troyanas. Cuando lo hallé en aquel lugar, estaba a más de cien metros de las mujeres, y uno y otras se ignoraban. Era la hora del atardecer y la sombra alargada de la muralla daba una fresca sombra. Paseaba cabizbajo y pensativo. De tanto en tanto, se detenía, observaba la muralla, reflexionaba; su actitud era la de un prisionero. Si yo hubiera sido una mujer tan sensata como creían mi padre y mis maestros no me hubiera acercado a él, lo hubiese tratado con el desdén que se debe a un inferior, o le hubiera otorgado mis bendiciones en nombre de Apolo y me hubiera ido a orar al templo. Pero nada de eso puede suceder bajo el influjo de la ligera Afrodita, sino actos insanos y extravagantes, como untarse todo el cuerpo con aceite de rosas, pintarse los labios de rojo, adornarse con las mejores joyas, perfumarse los cabellos o vestirse con una túnica de fino lino que al contacto con la brisa deja los muslos al aire. Tal fue mi excéntrico comportamiento. Sólo tuve un pensamiento salvador al hallarme frente a frente con Agamenón, antes de que nuestras sombras se encontrasen en la llanura al pie de la muralla supe que abandonar Troya sería como arrancar a un recién nacido de los pechos de su madre, y doy gracias a la Diosa por otorgarme una vez más, aunque por poco tiempo, el don de la prudencia. Porque todo era muy hermoso aquella tarde, los colores del cielo, el mar en el horizonte, las manadas de caballos a lo lejos, la brisa moviendo su cabellera rubia, la gran puerta Escea, que acababa de traspasar, con sus hermosos relieves de bronce enrojecidos a aquellas horas por las últimas luces del día. Ningún otro lugar en el mundo podía igualarse a Troya. Intuí que los pensamientos del aqueo y los míos eran similares, pero nuestras situaciones opuestas. Se volvió de pronto hacia el lugar donde me hallaba, antes de que pudiera oír el sonido de los guijarros bajo mis sandalias, pues hasta nosotros llegaban las voces de las lavanderas, el sonido del agua, el golpear de las palas contra la piedra.
- Los dioses te guarden, princesa Casandra -dijo cuando estuve junto a él.
- Que ellos sean contigo, poderoso Agamenón. Sé bienvenido a Troya.
- ¿En nombre del rey?
- En el mío propio si te complace.
- Me complace. El noble Antenor me ha hablado de los príncipes de Troya. Conozco personalmente al gran Héctor y también a Deífobo, pero no he tenido el honor de que el rey Príamo me presentara al resto de sus hijos. Ahora los dioses te traen ante mí y les doy las gracias por permitirme contemplar tu belleza.
Me miró de arriba abajo con lo que me pareció más curiosidad que lascivia. No me turbé, por el contrario me sentí gozosa, sin embargo fingí cierto pudor. Dijo:
- En Grecia las mujeres hermosas y de noble cuna se casan en cuanto llegan a la pubertad.
- También en Troya, poderoso Agamenón.
Me volvió a observar con intensidad, después con la misma expresión miró hacia los muros que teníamos delante, las torres que flanqueaban la puerta Escea eran tan asombrosas que impresionaban a los visitantes.
- Amable princesa, no soy un hombre poderoso, los poderosos no piden, ni ofrecen, ni son recibidos como vasallos. Los poderosos son esperados con temor, imponen, ordenan y desdeñan si les place. Los poderosos poseen mujeres como tú y construyen murallas como éstas.
Había rabia y desaliento en sus palabras, sin embargo, su tono era el del ambicioso: carecía de resignación. En los gestos de sus manos o la forma de elevar sus hombros percibí cierta confusión de sentimientos. Sus pensamientos eran un misterio que deseaba descubrir como su cuerpo, los hubiera tocado de haber podido. En ningún momento abandonó sus modales corteses, cautelosos; estaba ante una princesa de Troya, una sacerdotisa de Apolo.
- No las hicimos nosotros, sino los dioses -dije.
- Son dignas de ellos.
- A petición de mi abuelo Laomedonte tras sufrir varios saqueos de los tuyos. De un tal Jasón que quería un vellocino de oro de la Cólquide, y de paso aprovechó para raptar a una princesa loca que después asesinó a sus propios hijos. Y de vuestro gran Heracles y sus mercenarios, uno de ellos se llevó a mi tía Hesíone y jamás la devolvió. Mi padre no lo ha olvidado aún.
- Es la voluntad de Hesíone. Para nuestro pueblo raptar a una mujer significa tomarla en matrimonio, es una vieja costumbre, que tampoco vosotros desconocéis a pesar de vuestras ostentosas ceremonias nupciales. ¿Crees que si estuviera en mis manos no repararía ese viejo agravio? A los griegos nos conviene la amistad con Príamo. ¿Qué otra cosa podemos hacer? Del comercio con el Helesponto depende nuestra supervivencia. Necesitamos el metal. Tenemos grandes bosques, pero no hachas para talar los árboles, pronto no podremos construir naves, navegar ni comerciar. Pero no quiero distraerte con cosas que no te interesan.
- Rogaré a Apolo por la amistad entre mi padre y tu pueblo.
- Mejor harías, princesa, en rogarle al mismo Príamo en carne y hueso. Dicen de ti que eres su hija favorita entre las muchas hembras que ha engendrado, y que te escucha más que a tus hermanos varones.
- Aunque todos mis hermanos son excelentes guerreros, a muchos de ellos no les interesan las cuestiones de Estado.
- ¿Y a ti te interesan?
- Pues sí, puesto que conciernen a Troya. ¿No ves cuan hermosa es? Aunque tu tierra sea bella, y Egipto y Siria y Babilonia, nunca habrá nada comparable a esta ciudad y a esta grandeza. Los troyanos somos orgullosos, yo misma lo soy aunque no haya visto más allá de la Dardania o de Cilicia. Pero, dime, ¿en verdad deseas que interceda por ti ante mi padre?
Se volvió hacia mí, como si las murallas ya no le importaran. Se disipó la tensión de su rostro al igual que la niebla del río, sus mandíbulas se relajaron y su voz se volvió dulce, con el tono que pone Afrodita en las palabras de los amantes. Hasta entonces sólo lo había deseado, en ese momento lo amé.
- Ya se ocuparán de ello el sabio Néstor de Pilos o tu tío Antenor, somos hábiles en negociar, como viejos lobos. Nos olfateamos, nos enseñamos los colmillos, rodeamos al otro como si fuera una presa y luego nos retiramos a deliberar cada uno a nuestra guarida. Así lo hemos hecho durante años. No derrocharía de ese modo los muchos dones que posees, princesa. Se marchitarían pronto tu belleza y tu juventud.
- Pues dime, ¿qué otra cosa puedes querer de mí? ¿Que ore a Apolo, que sacrifique blancos corderos en nombre del pueblo aqueo?
- Estoy seguro de que te escucharía, eres digna de seducir a hombres y a dioses.
Me miró con lascivia, tal como yo deseaba. Tuvo la osadía de pasar uno de sus dedos sobre mi boca; temblaba.
- Cuando te vi por primera vez creí que soñaba. Sólo los sueños producen tal sensación de dicha.
Tomé una de sus manos y la puse entre mis senos.
- Más allá del despertar -dije.
Se acercó a mí, su cara a la mía, y, a mi pesar, yo me retiré. Podía haberme encaminado hacia la orilla del río y pedirle que me siguiera, pero contuve mi impulso. Las lavanderas miraban hacia nosotros y todas ellas me conocían. Hice ademán de retirarme, y él se inclinó con una reverencia. No fue necesario decir nada más.
Lo más difícil fue persuadir a Ctimene para que llevara mis mensajes a casa de Antenor.
- ¡Oh, no, no señora! No permitan los dioses que ese toro salvaje se acueste contigo, me espanta pensar que un bárbaro ponga sus manos sobre una princesa de Troya. ¡Oh!, dejarlo entrar en tu dormitorio, yacer sobre tus sábanas, dejar en ellas su repugnante hedor. No, por la Gran Madre, antes prefiero limpiar la porquería de los cerdos.
Agarré el pequeño látigo de dos rebenques que solíamos tener en todas las habitaciones para escarmentar a los esclavos insumisos y lo balanceé delante de sus narices. Se alejó corriendo hasta que sus gruesas carnes tropezaron con la puerta de la habitación. Volví a sacudir el vergajo, esta vez con tanta fuerza que silbó en el aire.
- Juro por los dioses que te azotaré hasta desollarte viva y luego arrojaré tu cadáver a los perros, maldita muía desobediente.
- Está bien, está bien, señora -dijo la pobre Ctimene aterrorizada-, guarda esa cosa, aléjala de mí, pues su sola visión me revuelve los intestinos. Haré lo que me digas y que la Madre nos proteja.
Después de que se serenara, le hice aprender de memoria lo que había de decir al rey de Micenas, la amenacé con la más espantosa de las muertes si no guardaba el secreto y le prometí un collar de oro y tantas tortas de aceite y sésamo como pudiera comer, aunque se agotaran las reservas del palacio. Con estos y unos cuantos ardides y amenazas más hice de ella una leal y silenciosa alcahueta. Ctimene conocía mejor que yo el palacio, y sabía de pasos y puertas secretas desconocidos u olvidados. De este modo nadie supo que Agamenón entraba en mi dormitorio al caer la noche y permanecía en él hasta el amanecer, durante cada uno de los días que duró su estancia en Troya.
Le esperaba con el cuarto completamente a oscuras, apagados el fuego que ardía en el centro de la estancia y las lámparas del altar a Apolo. Por suerte, mis hermanas, cuyas habitaciones lindaban con la mía, tenían un sueño profundo, pues nuestros encuentros amorosos eran febriles, apasionados, a veces tan ruidosos que él me tapaba la boca para amortiguar mis gemidos, o yo, montada sobre él, le besaba la suya para cerrarle los labios. Nuestra voluptuosidad era inagotable. La primera noche le esperé paseando por la estancia, temblando como las hojas de los álamos. No me llevó al lecho, me levantó la camisa, me elevó sobre él hasta que abracé su cintura con mis piernas. Me susurró cosas que jamás olvidaré; en cambio he olvidado lo que yo le decía a él, pues estaba ebria, poseída por la diosa del amor. A veces pasábamos largos ratos en el lecho simplemente abrazados, o mirándonos a los ojos cuando la luz de la luna que entraba por la ventana nos permitía vernos. El amor que sentía por él crecía a cada instante. Aumentaba en las noches cuando estábamos juntos, pero también -creo que aún más- durante las lentas horas del día en las que no nos veíamos. Le echaba tanto de menos que en ocasiones permanecía sin moverme del lecho, como si no me interesara la vida sin su presencia, y él me deseaba con tanta intensidad que se arriesgaba a llegar a mi cámara antes del atardecer. El amor es osado, ávido, desesperado.
- ¿Qué dicen las profecías? -me preguntó una noche.
- Desde que estás en Troya no he consultado a los oráculos, apenas he ido al templo. Me paso el día esperándote.
- Pero eres sibila, debes saber -respondió.
- Soy sacerdotisa de Apolo, pero aún no se me ha dado el don de la profecía.
Él me besó en los labios.
- Me recuerdas a mi hija Ifigenia -dijo.
- ¿Por qué? ¿Me parezco a ella?
- No. Tu cabello es oscuro y el suyo rubio, tus ojos negros y los suyos azules, tus labios gruesos y los suyos delgados. Sin embargo a las dos os amo y las dos me inquietáis. Tenéis algo en común que no soy capaz de comprender. Algo grande, quizás un destino análogo, o un sentimiento de locura y de valentía otorgado por los dioses.
Continuó:
- A pesar de lo mucho que deseo volver a verla, no quiero abandonar Troya. Se me hace repulsivo el momento de subir a la nave y cruzar el mar que me separará de ti. Sé que pisar de nuevo la tierra de Grecia no será suficiente para que te olvide. Los días serán largos e insoportables, cómo podré sufrir los caprichos y vanidades de los jefes aqueos, de dónde sacaré la fuerza para mediar en sus disputas, para oponerme a ellos, para doblegarlos. Dónde hallaré las palabras de consuelo para contentar a los irritados campesinos, a los empobrecidos comerciantes, de dónde sacaré el valor para enfrentarme a la mirada hostil de mi esposa. Pensaré en ti, y tu recuerdo me debilitará. Será otro hombre el que regrese a Micenas, un rey indigno sólo capaz de pensar en la blandura de tu lecho.
- Me parece incomprensible que tu esposa no te ame.
- Clitemnestra es incapaz de olvidar viejas ofensas. Maté a su primer esposo, Tántalo, en un duelo. No me lo ha perdonado jamás.
- ¿Es bella?
- Dicen que sí.
- ¿La amas?
- La amé.
- Es la hija de Tindáreo de Esparta, eso te convirtió en un hombre aún más poderoso.
De repente me sentí poseída por una idea intolerable que salió de mi boca con brusquedad.
- Ahora has poseído a la hija de Príamo. ¿También eso te hace grande?
- Mide tus palabras, Casandra, pues tú que eres capaz de hacerme sentir más placer que ninguna otra mujer y más ternura que mis propios hijos, también tienes el poder de herirme como nadie más puede hacerlo.
- Tu corazón es noble, y lo que es dolor para ti también lo es para mí. Pero no puedo callar lo que siento, no está en mi naturaleza.
- Eres muy joven, querida, ya habrá ocasiones en las que tendrás que callar contra tu voluntad -dijo proféticamente.
- No son más que celos de amante. Tienes celos de la hija de Príamo. A mí no puedes mentirme, odias a mi padre y a Troya, y ese odio no es nuevo. Casi has logrado pacificar a los griegos, te rinden tributo, te has convertido en su jefe. Quieres a Grecia, pero también deseas a Troya, y más aún, no sé qué más, pero es así. No me equivoco.
- La ambición es propia de todo rey. Tú lo sabes bien porque has vivido toda tu vida entre poderosos. Pero, adorable niña, eso nada tiene que ver contigo. Te amaría igual si fueras una de las lavanderas que el otro día nos observaban.
Nos quedamos un rato en silencio, fueron unos momentos tensos en los que ambos imaginábamos, estoy segura, la misma escena: yo subiendo en una de las naves griegas como hizo Hesíone y antes habían hecho Ariadna o Medea.
- Todo cuanto es mío puede ser tuyo.
Yo callaba. Tomó mi cara, la acarició y la acercó a la suya.
- No te obligaré a hacer nada que no quieras, deseo a mi lado a una mujer feliz, que no me mire con desdén, ni me trate con recelo, ni se tienda a mi lado en el lecho como una estatua. Quiero que seas libre, tal como deseas. Has nacido para vivir según tu voluntad. Ya sabes dónde partimos y cuándo. Te estaré esperando hasta el último momento.
Luego me besó y hundió su cara en mis cabellos, que entonces eran oscuros y brillantes aunque ahora se han apagado y tengo algunas canas en las sienes, que Ctimene se ocupa de taparme con una de sus mezclas de polvos de piedras molidas.
Agamenón permaneció en Troya casi una luna. Durante ese tiempo ignoré a propósito las conversaciones que él y Néstor de Pilos tuvieron con mi padre, mi madre o mis hermanos. Voluntariamente me abstuve de conocer el resultado de las gestiones de los griegos y evité el encuentro con mi tío Antenor o mi tía Téano. Pasaba la mitad del día durmiendo, y por las tardes salía del palacio y de la ciudad para pasear por la llanura y la orilla de los ríos con mi buena Ctimene, que respetaba mi silencio, pues una vez que intentó reprenderme le lancé a los ojos un puñado de tierra, y eso bastó para que se limitara a suspirar cuando me veía demasiado ensimismada o cuando labraba sobre la corteza de un árbol una A y una C, igual que una necia ninfa enamorada de un pastor. No quería pensar.
No me fui con Agamenón, pero mi resolución no se debió a una decisión meditada sino a un impulso de mi corazón.
Con gran dolor, la noche de la partida me envolví en una capa negra y me fui al puerto con Ctimene y un esclavo de la guardia camuflado, quería ver partir los barcos hasta que desaparecieran en el horizonte. Y, más aún, supongo que deseaba que Agamenón me viera. Ésa fue mi forma de despedirme, de demostrarle, de algún modo, que le amaba. Nos confundimos entre el bullicio de mercaderes frente a las naves griegas. Pero Agamenón no se hallaba en cubierta -luego me contó que se encerró en su camarote, pues le resultaba insoportable permanecer en la nave esperando distinguirme en cada una de las mujeres que se hallaran en el puerto-, sí vi al viejo Néstor, que daba órdenes a los marinos. Pensé que quizás él se hallaba escondido en algún lugar oculto esperándome, que acaso mi embozo le impedía reconocerme. Así que, ante la sorpresa de mis acompañantes, me descubrí. Mi pelo sin trenzar, mi cabeza cubierta por una diadema de oro y mi rostro destacaron a pesar de la oscuridad. Yo no podía verlo, pero él sí a mí. De este modo nos despedimos.