23

Espías y alcahuetas

Continúa la narración de Casandra:

Pasaban los días, las lunas, las estaciones. Transcurrió la primavera, llegó un sofocante verano, luego los primeros vientos de otoño. Salvo por alguna mujer violada a causa de haberse alejado demasiado de la ciudad, o por el robo de uno de los carros de los campesinos que nos abastecían de verduras, frutas y miel, se podría haber dicho que la guerra era una de esas alucinaciones provocadas por el exceso de cáñamo o cualquier otra droga que tomábamos durante las fiestas en honor a los dioses. Nos acostumbramos a ver patrullas de soldados por las calles, el redoblado número de los vigilantes en la muralla, el ejército custodiando la puerta Dárdana por donde entraban los carros de mercancías procedentes del Ponto o de Asia. Había en Troya más soldados que mercaderes, artesanos o campesinos. Cuando las mujeres habían de salir a lavar a los lavaderos situados cerca de la puerta Escea, lo hacían acompañadas de una patrulla. Junto a las murallas se habían construido apresuradamente casas modestas para albergar a la población de granjeros y campesinos que se refugiaron en la ciudad cuando llegaron los aqueos. Eran de gran utilidad, cada una de ellas tenía un pequeño huerto y un corral con animales: gallinas, corderos, cerdos o cabras, cuyos productos vendían luego en el mercado de la plaza central, que se abría cada día con la misma abundancia de mercaderías que en tiempos de paz.

De vez en cuando, los vigilantes oteaban uno o varios de los barcos de Aquiles. Llegaban cargados del botín obtenido en los saqueos de las ciudades de la costa. Agamenón era el encargado de repartirlo entre los jefes aqueos o de enviar el excedente a los mercados de Asia Central.

Yo pasaba buena parte del día asomada a la última terraza de la ciudadela. Observaba las naves en la playa junto a la desembocadura del Simois, en la arena, con la popa amarrada a tierra, los barracones de los soldados, las grandes tiendas de los jefes, la casa que Agamenón se había hecho construir, su campamento, el de Odiseo, el de Néstor y, algo separado de los demás, el de los mirmidones, con seguridad vacío, pues sus hombres se encontraban navegando por la costa. Regresarían con el invierno, cuando cesan las batallas y los vientos no permiten navegar. Había movimiento de soldados reparando armas, cultivando los campos sembrados en las tierras de aluvión. Cuando los veía entrenarse, tensar sus arcos, arrojar sus lanzas, sentía un escalofrío y sólo entonces era consciente del peligro que amenazaba a Troya. Halio me hacía olvidar la guerra, de tal modo le necesitaba que me aficioné al excelente tracio y no sólo disfrutaba de él por las noches, sino que, a veces, durante el día, le libraba de sus tareas y le invitaba a comer o dormir en mis habitaciones.

De camino hacia mi cámara, hallé a Herófila en el gran salón central entretenida con un mercader que había conseguido llevar a Troya joyas de cobre de Chipre. El hombre mostraba sus mercancías, mientras contaba con la cháchara inagotable de los vendedores cómo su barco había escapado de la piratería de Aquiles gracias a la pericia de sus marineros. El grupo de mujeres que le rodeaba, damas de la corte, concubinas de mi padre, e incluso alguna esclava de alto rango, preguntaban con expectación por Aquiles, al parecer la leyenda de su valentía y de su ferocidad había impresionado a las mujeres. Los chismes corrían libremente de lengua en lengua, de comerciantes a marinos, de soldados a esclavos, y se extendían por los palacios y las cocinas. El mercader contaba una historia sucedida en cierta taberna escita, donde Aquiles había vencido en una disputa a diez enormes mozarrones que apestaban a pescado podrido, sin otra arma que sus propias manos. Cuando me vieron llegar, callaron. La curiosidad femenina en ocasiones me saca de quicio a causa de su interés por lo banal y lo cruento, la asombrosa facilidad con la que mezclan el horror y la admiración. El mercader cambió de conversación y se puso a hablar sin parar de la belleza de sus joyas.

- Mujeres de Troya -las reprendí-, no olvidéis que los aqueos han invadido nuestras costas, saquean y roban a nuestros aliados y amenazan nuestra ciudad. Y tú, mercader, hazle un nudo a tu lengua o mandaré que te hagan azotar.

Antes de retirarme del grupo, le hice una señal a Herófila. Poco después entraba en mi dormitorio.

- Te estaba buscando, señora.

Herófila entraba y salía de Troya con la misma facilidad que lo hacía yo, por un pequeño conducto muy cercano al palacio apenas vigilado por dos guardias, hombres de mi confianza -muy bien pagados- que no nos hacían preguntas ni daban parte a Héctor de nuestras entradas y salidas; se llevaba un meticuloso registro de todo aquel que franqueara cualquiera de las entradas a la ciudad.

A veces había pensado si ellos no habrían logrado también penetrar en la ciudad, si no había espías aqueos en Troya, y en cierta ocasión hablé de ello con Héctor.

- Por supuesto que los hay, hermana, y pronto los descubriremos. Pero no me importa. ¿Qué pueden contarle a Agamenón? ¿Que en el mercado de Troya se pueden comprar queso y tortas de higos, que los niños juegan en las calles, que nuestros sacerdotes sacrifican animales a los dioses? Que la vida en la ciudad continúe como en tiempos de paz es un arma eficaz contra la moral de su ejército. Puede que nuestro padre tenga razón, y cuando se convenzan de que Troya es invulnerable se vayan. Aunque no me gustaría que lo hicieran sin haberles vencido en la batalla, sin que mis hombres lucharan contra los suyos y yo me enfrentara a Aquiles y a Agamenón. Nuestro padre espera cada día ver partir las naves, pero yo no creo que eso ocurra.

Me confesó que nosotros también teníamos espías entre los griegos. Me abstuve de hablarle de Herófila y Aristoo.

- ¿Cuál es la situación en el campamento aqueo? -le pregunté a Herófila.

- Los días se hacen largos. Agamenón tiene a los hombres ocupados para evitar que piensen. Cultivan los campos, crían animales, construyen casas y barracones, afilan las herramientas, y las armas las limpian y pulen una y otra vez. Cuando llega uno de los barcos de Aquiles con un nuevo botín sacrifican varios animales a Atenea, Hera y Poseidón; Calcante les ha hecho saber que cuentan con el apoyo de estos dioses.

- Así es. Atenea y Hera siguen ofendidas por la decisión de ese estúpido hermano mío. Un hombre astuto hace lo que hizo la malvada Eride, deja caer la manzana de la discordia entre las tres diosas y dice que no hay ninguna que supere a las demás. Pero se sintió fascinado por Afrodita, ese mujeriego que piensa con lo que le cuelga entre las piernas babeó como un viejo ante una adolescente cuando la perspicaz diosa del amor le enseñó una imagen de Helena. En cuanto a Poseidón, odia a los troyanos desde que mi abuelo Laomedonte se negó a pagar su salario por construir la muralla. El pérfido de Calcante es un buen adivino, sabe cómo hablar con los dioses. Pero continúa.

- Pues, cuando eso sucede, se emborrachan, cantan y son felices, pero a la mañana siguiente vuelven a sentir nostalgia por sus hogares. Crece entre ellos la insatisfacción, mientras pasan los días sin que ocurra nada. Tienen que preocuparse de que no les falte alimento, como si fueran vagabundos en lugar de soldados. Con frecuencia Agamenón o el viejo Néstor de Pilos, cuya sabia manera de hablar apacigua el descontento y levanta el ánimo, les reúnen para arengarles, les hablan del honor de Grecia y les prometen que regresarán pronto con riquezas para sus casas y sus familias. Pero el jorobado Tersites les vuelve a desalentar e incluso a poner en contra de sus jefes, su taimada lengua es propia para el insulto y buena para la crítica y la burla. En una ocasión, Odiseo le sorprendió cuando exponía uno de sus envenenados discursos a un grupo de hombres y le calló la boca a bastonazos -a continuación, bajando la voz, dijo-: Tengo un mensaje para ti, señora, del rey Agamenón.

Algo en su tono me sorprendió, y dije divertida:

- ¿Has cambiado de oficio, Herófila, eres ahora alcahueta? ¿Te parece que hay algo que sea más importante que la guerra?

De pronto bajó la vista, se cubrió el rostro con las manos y comenzó a llorar. Por lo visto algo la atormentaba.

- Señora… -balbuceó-, perdona, señora. No te he traicionado puesto que continúo a tu servicio… y te soy fiel… pero el rey Agamenón.

Entonces sacó de entre los pliegues de su túnica una bolsa y me la entregó.

- Es lo que él me ha dado -me dijo-, son piezas de oro. Me las ofreció a cambio de que te convenciera para…, él desea verte. Te ama…, tú le amas a él. Eso no tiene nada que ver con la guerra, así lo creo. No he hecho nada malo.

Yo me eché a reír.

- Guarda tu oro, Herófila, te lo has ganado.

Su gesto me conmovió. Era una sirviente fiel y una buena mujer, cuya lealtad estaba muy por encima de la codicia por el oro tan propia de los humanos. No había traición en su acto sino, por el contrario, amor por mí, ella deseaba mi dicha. Había comprendido que amaba a mi enemigo, y no me juzgaba.

- Pero escucha -dije-, me preocupa otra cosa. He estado pensando. Ahora Agamenón sabe que Aristoo y tú sois espías míos, y mientras lo sepa él no corréis peligro, como puedes ver, incluso te ha utilizado para sus fines. Sin embargo, está rodeado de hombres muy listos y temo que de un modo u otro os descubran. Escúchame, quiero que Aristoo y tú abandonéis el campamento aqueo y os refugiéis en Troya. Aquí también podéis serme útiles. ¿Tenéis allí hombres vuestros?

- Sí, señora, aqueos del ejército y asistentes, un carpintero, un mozo y un soldado de a pie. Están comprados.

- No es fácil que sospechen. Idea la forma de comunicarte con ellos con regularidad y regresad a Troya.

- Sí, señora.

- En cuanto a Agamenón, dile que iré al campamento aqueo. Mañana, al anochecer.