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Áyax el Grande
Narración de Herófila:
El episodio que voy a narrar lo conozco en parte porque lo vi con mis propios ojos, también por los versos de mis amigos aedos y por una versión que la ninfa Enone contó a mi señora Casandra en su lugar de encuentro habitual junto a la orilla del Escamandro, frente al plácido y escondido meandro, donde ambas se veían por aquel tiempo con asiduidad para consolarse con su amistad y concederse la una a la otra una nueva esperanza, ya fuera por medio de dulces palabras, ya con nuevas informaciones aparentemente prometedoras o simplemente con piadosas mentiras. Como la ninfa se sentía más libre en mi ausencia, Casandra me dejaba, a mí y a su séquito de guardianes, a unos metros de distancia del río. Desde allí las vi muchas veces charlando con los pies dentro del agua, adornándose el cabello con guirnaldas e incluso jugando en la orilla. Mi señora ayudó a Enone, pues observé que ésta había engordado y se mostraba más sonriente que meses atrás, cuando la hallamos a su regreso de Frigia. La presencia de la ninfa ayudaba a la princesa a dominar sus muchos dolores y sufrimientos. Ahora, aunque no ha pasado mucho tiempo, mi señora tiene algunos cabellos blancos, y los ojos, hundidos en un rostro más delgado, parecen más grandes y negros. Da la impresión de haber pasado, en un instante, de muchacha a mujer madura. Toda su persona transmite tal resuelta serenidad que diríase que se encuentra entre los vencedores y no entre los vencidos, y que no es cautiva sino señora de reyes. Pero durante todo el tiempo que duró la guerra fue una joven impulsiva, curiosa, a veces atolondrada, en ocasiones juiciosa, y ahora creo que en extremo valiente. Le ocurría lo que a todos, lo que hacen de nosotros los tiempos difíciles: el sufrimiento mismo y el deseo de dominarlo, el ansia de supervivencia y la esperanza en lucha constante con la realidad hacía que riéramos y llorásemos al mismo tiempo, que a veces deseáramos la muerte y otras nos acogiésemos a la vida con desesperación de náufragos, que inmediatamente después de apagada la pira funeraria de un ser querido celebráramos una fiesta. Jamás he visto a tantas mujeres llorar, a tanto ser desesperado y a tanto borracho cantando en alegres corros, ni a tanta gente copulando con desenfreno y sin pudor en cualquier calle de Troya, jamás he visto tanta sangre ni he oído tantas profecías y augurios, ni tanta tristeza unida a la más insensata de las euforias, ni vi brillar tantos ojos por las lágrimas o por la fe. Así es la guerra. Pero entonces y ahora, en los buenos y en los malos momentos, siempre he imaginado a mi señora como una rara flor que crece en un lodazal.
Un día escuché a Enone hablar con Casandra, porque ya me había acostumbrado a espiar y lo hacía incluso aunque no me lo ordenaran. La ninfa le contó que el duelo por Aquiles duró diecisiete días y diecisiete noches. El decimoctavo su cuerpo fue quemado en una pira y sus cenizas, junto con las de Patroclo, fueron guardadas en un cofre de oro hecho por Hefesto.
- Un regalo de bodas de Dioniso a Tetis. Lo han enterrado en un promontorio cerca del Helesponto y sobre él han erigido un alto túmulo. Quieren construir un templo en su nombre. Además Tetis ha prometido entregar sus armas al más valiente, lo cual ha incitado la rivalidad entre Ayax y Odiseo, pues ambos han defendido juntos el cadáver. Agamenón aún no se ha decidido, pero todos creen que se las entregará a Odiseo; dicen que Ayax no come ni duerme, se pasa el día vagando por el campamento o acariciando las armas de su primo. La muerte de Aquiles ha sido el golpe más duro que han sufrido. Los aqueos tienen la moral baja, han perdido la confianza en los dioses y los soldados desean más que nunca regresar. Muchos piensan que sin Aquiles no ganarán la guerra. Nunca habéis estado más cerca de la victoria, Casandra.
Pensé en algo que, días atrás, me había dicho Perimedes. Poda-lirio, hermano de Macaón y médico del ejército después de muerto éste, había visto una luz extraña en los ojos del gigante, un brillo fanático y desconcertante. Cuando quiso examinarlo, su mirada era una hoguera, y una ira súbita le incitó a desenvainar su espada, la que Héctor le había regalado, y a amenazarle con ensartársela por el trasero. Lo persiguió por todo el campamento con el arma en la mano mientras gritaba como un poseso:
- Y te lo coseré con hilo y aguja, luego haré que te tragues una a una todas tus repugnantes pócimas y, cuando revientes, me haré un cinturón con tu piel y beberé vino en tu cráneo.
Al fin, el pobre Podalirio logró refugiarse en su tienda, y los hombres, después de muchas risas y bromas, consiguieron calmar al gigante. Más tarde le dijo a Perimedes que Áyax se había vuelto loco.
Cuando mi señora dejó a su amiga y llegó hasta donde yo estaba, me susurró:
- Le he dicho a la pobre Enone que Helena regresará con Menelao a Esparta y que vivirá muchos años felizmente.
Pensé en Podalirio y Perimedes, en cuál sería su opinión acerca del estado de salud mental de mi señora. Andaba con la rigidez de una estatua, la mirada vacía, los brazos muy pegados al cuerpo, el paso lento y cauteloso como si temiera que un movimiento a destiempo la hiciera caer al suelo víctima de las convulsiones propias de sus trances.
- Pero no me ha creído -continuó-. Ni siquiera me cree ella que tiene el don de la profecía. Y, sin embargo, no es eso, no sólo es tu poder, Apolo, el que actúa. El veneno de la incredulidad no es otra cosa que el miedo a conocer la verdad, así el ser humano es cobarde y desdichado, la criatura más miedosa y desvalida que puebla esta tierra.
El resto de la historia lo conocí por casualidad. Dos días después, a una hora temprana en la que la mayoría de griegos y troyanos dormían aún, Perimedes me citó en un bosquecillo de avellanos cercano al campamento de los aqueos. No tenía mucho que decirme, las cosas que por entonces pasaban entre los griegos no parecían ser de mucho interés: desánimo, inactividad, tristeza por la muerte de Aquiles y largos días de tregua. Como el tiempo era hermoso, nos desnudamos y nos tendimos bajo un avellano. Estábamos tan ocupados con nuestros cuerpos que al principio no oímos la lejana y poderosa voz y la siguiente algarabía. Yo fui la primera en escucharla, y le tapé la boca a Perimedes, que jadeaba encima de mí.
- Calla -dije.
Él no me obedeció, tenía los ojos cerrados y sonreía.
- Calla, y estate quieto.
- Maldita mujer -bufó Perimedes.
- ¡Chissss! ¿No oyes?
- ¿Oír? ¿Qué quieres que oiga? Lo único que oigo es mi sangre ardiendo.
- Apártate y cállate.
Entonces escuchamos una voz gruesa y ronca de hombre. Yo, con toda claridad, Perimedes en forma confusa, la dureza y el tamaño de su pene le atrofiaban los sentidos.
- ¡Hombres ruines, seguidores del hijo del pérfido Atreo!
- ¡Por Zeus! -exclamó Perimedes-. ¿Quién es el que grita de ese modo?
- Tú sabrás, necio, quienquiera que sea viene de tu campamento. Y corre hacia aquí, así que recoge tus colgajos y esconda-monos, me parece por el tono de su voz que no le trae ninguna idea buena.
Nos escondimos detrás de unas piedras que en otro tiempo fueron un altar a la Diosa. Desde allí seguimos escuchando la voz cada vez más aterradoramente cercana, al tiempo que oíamos también balidos, sonido de ronzales y pisadas de ganado.
- Malditos, que habéis de morir de la peor muerte, pues os atravesaré con mi espada y vuestra sangre corrupta regará los campos de esta maldita Troya. Troya maldita, y más malditos todos vosotros que me habéis humillado, ¿no queríais sangre? ¿No querías sangre, Agamenón? Con la sangre de los héroes, de Héctor y de Aquiles, regasteis la polvorienta llanura y volvisteis roja la sangre de los ríos… y si murieron ellos, habéis de morir vosotros como mezquinas alimañas. ¿No querías sangre, Agamenón? ¿No querías sangre, Menelao? ¿Sangre por tu puta? ¿Por la reina de las putas? Tomad sangre con la que saciar vuestra sed, hijos de una estirpe de asesinos.
- Es Áyax -dijo Perimedes-. Que los dioses me libren de lo que tienen que ver mis ojos. O está borracho o Podalirio tenía razón y se ha vuelto loco. El gran Áyax…, el noble Áyax…, pero no, estará borracho.
Oímos entonces balidos y mugidos aterrorizados, aullidos desesperados de animales en el matadero. Una vaca pasó delante de nosotros derramando sangre de una herida abierta en su costado. Estábamos sobrecogidos. Nos arriesgamos a salir de detrás de las piedras y nos deslizamos hacia una grieta del terreno cubierta por unos arbustos. Desde allí se observaba la planicie cercana al Simois de donde venían las voces y los gritos de los animales. Lo que vimos nos horrorizó. Áyax el Grande cubierto con un faldellín y una piel de leopardo, la melena rubia desordenada y grasienta, el rostro desencajado, los poderosos músculos tensos como la cuerda de un arco. Corría espada en mano, atacaba con desordenada violencia a una manada de desvalidos corderos y unas cuantas vacas, los animales del campamento aqueo. Ahora ensartaba a una oveja por el vientre, ahora le seccionaba a otra la cabeza, o daba espadazos sin tino hiriendo o amputando los miembros de los pobres animales, cuyos bramidos de sufrimiento herían el alma.
- Toma, pérfido carcamal -matando a un cordero de un brutal espadazo-, despídete de este mundo, Néstor de Pilos.
A continuación echó a correr tras unas despavoridas ovejas.
- No huyáis, cobardes cretenses, venid aquí, afeminados bailarines, os introduciré mi espada por el sitio que os gusta… ¡Así!
Los chillidos eran espantosos, los animales se convulsionaban en el aire ensartados como trozos de carne asada. La sangre cubría las ropas, el rostro y el cabello del gigante.
- Ya está, Meriones, presume en el Hades de tu yelmo de colmillos de jabalí, al rey de los muertos le gustará, gallo presumido, descendiente de un monstruo con cabeza de toro. Monstruos, engendros aberrantes, Ayax va a por vosotros.
Y siguió corriendo tras el rebaño aprisionado en la pequeña llanura rodeada de riscos y zarzales de los que los animales difícilmente podían huir. El pánico les confundía, se arrimaban unos a otros para protegerse, daban vueltas sin tino o caían prisioneros de los arbustos de erizadas ramas.
- No está borracho -dije-, se ha vuelto loco, tenía razón tu médico. Mira esos ojos y esa cara, dan pavor. No he visto en mi vida nada igual.
- Calla -me ordenó Perimedes-, si nos ve nos matará, sólo los dioses saben lo que es capaz de imaginar su pobre cabeza.
La vengativa familia de Zeus no olvidaba una afrenta. Mis reducidos rituales de cumplido en el templo de Atenea en Troya: una ofrenda de rama de olivo al Paladio, o el sacrificio de una paloma blanca, se transformaron en una repentina y fervorosa devoción, que la Gran Diosa ya me habrá perdonado, pues era consecuencia de mi pavor. Alcé los ojos al cielo y oré a Atenea. «Oh, poderosa protectora, oh, laboriosa doncella, sabia entre las sabias, nacida de la cabeza del padre Zeus, tú que amparas el juicio de los mortales, das entendimiento a los necios y luz a los clarividentes, apiádate de nosotros, troyanos y aqueos, que tanto sufrimiento hemos presenciado, pues es la sinrazón el más vergonzoso de los males, y un hombre sin juicio pierde también su alma. Aleja de nosotros este terrible espectáculo, temo que sea contagioso como la peste y que por contemplarlo nos infectemos todos de él, y no esté Troya tomada por los aqueos sino por la vergonzosa locura.» Así estaba implorando, cuando oí que llegaban gentes, se trataba de pasos y voces de hombres. Los aqueos también habían oído a Ayax desde sus tiendas. Vi a Agamenón, Menelao, Néstor y Odiseo, entre otros. Ellos como nosotros se detuvieron y observaron en silencio, con el respeto que infunde la visión de la demencia.
Entretanto, Ayax continuaba su matanza, ciego a todo lo que no fuera el mundo de confusión de su trastornada mente. Para entonces sólo quedaban vivos dos terneros. Ató cada uno al tronco de un árbol sin dejar de insultarlos.
- Tú, Agamenón, causante de todo mi mal -dijo al pobre ternero-, tú eres el peor. Por tu culpa murieron todos.
Dicho esto, cercenó primero la lengua y después la cabeza del animal. Luego se dirigió al otro ternero y comenzó a azotarlo con el ronzal.
- Pero tú eres de todos al que más odio, Odiseo de Ítaca, rey de los pérfidos, señor de los infames.
Sus gritos se elevaban como las olas en una tempestad, su voz se volvía tan ronca que parecía salir del fondo de una gruta. Los aullidos de la pobre bestia eran insoportables.
- Esto por Aquiles y esto por Patroclo -decía a cada terrible latigazo-. ¿Querías las armas de Aquiles? ¿Era eso lo que querías? Pues ahora son tuyas, son tuyas, maldito, te las han entregado a ti que no eras digno de descalzar su pie, a ti, hijo de una muía y de un perro, son tuyas por tus malas artes, te irás al infierno con ellas…
Al fin los aqueos reaccionaron. Necesitaron diez hombres fuertes para sujetarlo, y otros diez para rematar a los animales moribundos. El tal Podalirio, que debido a su oficio había obrado con más prontitud que ninguno de ellos, llegó a toda prisa con una pócima que le administró con gran trabajo, pues no cesaba de moverse con desenfreno y de gritar sin medida. Costó mucho reducirlo, pero al fin se lo llevaron de allí.
Cuando todo terminó, recuerdo que me eché a llorar sin consuelo. No había derramado tantas lágrimas ni gemí y sollocé con tal dolor desde que Aquiles arrastró por el polvo el cadáver de Héctor. El pobre Perimedes no podía dejar de mirar aquel espantoso lodazal de sangre y cuerpos de animales mutilados.
Supe después que cuando recobró el juicio sintió tanta vergüenza como desesperación. Llamó a Tecmesa, su concubina, una esclava que había hecho prisionera en Frigia y de la que había tenido un hijo, a su hijo y a su hermanastro Teucro. Entregó a su hijo su escudo de siete capas, dijo que iba a orar a Atenea para aplacar su ira y salió del campamento.
Cuando se halló a solas, fijó la espada en tierra -la espada de Héctor- y se arrojó sobre ella.
Lo encontraron poco después tendido en un charco de sangre. Ante tal horror, los aqueos discutieron si merecía ser enterrado o sus restos debían dejarse a merced de los buitres y los milanos. Tecmesa cubrió el cuerpo con su túnica, Teucro, la mujer y su hijo cortaron mechones de sus cabellos y los expusieron para guardar el cadáver. Se le negó el honor de arder en una alta pira como si hubiera caído con honor en la batalla, pero Agamenón permitió que fuera enterrado en un ataúd de suicida, en una tumba sin nombre.
He oído decir a algún cantor amigo de necedades y sensiblerías o temeroso del desencanto de su público que Tetis robó las armas de Aquiles a Odiseo y las llevó a la tumba de Áyax. Pero yo, que conozco bien al zorro de Ítaca y que además vivo bajo su mismo techo, sé que las armas de Aquiles se encuentran guardadas en uno de los arcones que ha envuelto con gruesas cuerdas para trasladarlo a Ítaca. Si fuera cierto lo que me dijo en una ocasión mi señora, las armas de Aquiles se hundirían, con el barco de Odiseo, en el fondo del mar.