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La cólera de Aquiles

Continúa la narración de Herófila:

Aquiles llegó con un rico botín. Parte de él era una hermosa muchacha llamada Criseida que había capturado en Tebas. Se trataba de la hija de Crises, uno de los sacerdotes de Apolo de la ciudad. Al hacer las particiones le correspondió a Agamenón y éste la tomó como concubina. Era joven, bella, obediente y buena tejedora, de modo que el rey de Micenas le tomó apego. Yo creo que la muchacha le ayudó a olvidar a mi señora, o al menos hizo más tolerable su ausencia. Pero un día el anciano Crises se presentó en el campamento aqueo y pidió ver al rey de reyes. Era un hombre venerable al que la ausencia de su hija se le hacía insoportable. Llegó cargado de ricos regalos que sólo los dioses saben cómo consiguió, probablemente de sus conciudadanos refugiados en las montañas que lograron huir antes de que Aquiles les saqueara. Se contaba que las mujeres huían con sus joyas ocultas en el vientre, fingiéndose embarazadas, y que los hombres más ricos se disfrazaban de campesinos y ocultaban sus tesoros bajo el heno y la paja de los carros. Crises ofreció a Agamenón trípodes aún no tocados por el fuego, vasos de oro, calderos de bronce y un bello tapiz bordado con piedras preciosas. Pero el rey se negó a devolver a su esclava y despidió al anciano sacerdote.

Poco después, una epidemia de peste cayó sobre los aqueos. Perimedes me dijo que ni su jefe Macaón, que era hijo del dios médico Asclepio, con todo su saber, podía detener la dolencia, que ese terrible mal sólo puede ser atajado por un milagro o un favor divino. Macaón, impotente, propuso consultar al adivino Calcante.

El traidor troyano llenó la tienda de Agamenón de sus trípodes, sus humos de colores y sus olores nauseabundos que tanto influían en el ánimo de los hombres, y los dioses le hablaron.

Reunidos los aqueos en asamblea, Calcante profetizó que Apolo había enviado la peste como castigo por el agravio inferido a su sacerdote, Crises. La epidemia se detendría si Agamenón devolvía a Criseida.

El rey de Micenas no podía negarse. Pero se mostró contrariado, consideró que sobre él recaía una responsabilidad injusta. Tenía que remediar el mal de todos los suyos, mal que él no había causado, con un sacrificio personal. Ser el más poderoso de los aqueos no significaba renuncias ni menoscabos sino, por el contrario, privilegios y licencias. Nadie sabía del sentimiento que le unía a la hija de Crises, que no era más hermosa que algunas que había en el campamento sirviendo el vino a los jefes, pero era parte de su botín. Agamenón es de esa clase de hombres que se apropian de lo ajeno pero se niegan a ceder lo que es suyo. Lamentaba entregar a su compañera de lecho del mismo modo que una buena espada, un magnífico escudo o un vaso de oro. La rabia y el orgullo pudieron en su ánimo más que el buen juicio. No la daría de buen grado. Exigiría a otro la sumisión, a otro la renuncia, a otro el pago. ¿Quién había traído a Criseida a Troya? ¿Quién la había robado a su padre y provocado de este modo la ira de Apolo?

- Un hombre no puede enfrentarse a un dios, ni un rey debe permitir impasible que sus hombres mueran -dijo Agamenón-. Entregaré a Criseida. Que se flete un barco y Odiseo la devuelva a su ciudad y que después se sacrifiquen cien bueyes a Apolo para que todos los aqueos nos reconciliemos con el dios y aleje de nosotros la enfermedad. Pero exijo una compensación.

Señaló a Aquiles con su cetro. Habló con voz dura e imponente, no la voz con la que un hombre habla a otro hombre, sino aquella con la que un amo ordena a un lacayo, un rey a su súbdito.

- Hijo de Peleo -dijo-, me entregarás a tu concubina Briseida, la hija de Calcante, que vive contigo en tu tienda. Si yo me deshago de lo que es mío, tu pagarás con lo que es tuyo.

Una mujer a cambio de otra. Los príncipes no osaron mediar en la disputa. Entonces Aquiles montó en cólera. Duras palabras salieron de su boca, el corazón le saltaba en el pecho, su cabeza estaba cubierta por la nube negra de la ira que ciega el entendimiento de los hombres.

- Agamenón, hijo de Atreo, descendiente de una estirpe de asesinos. Así me pagas el rico botín que te he traído y las calamidades que he pasado por ti. Mucho me envidias, Átrida, porque yo soy hijo de una diosa y tú de comedores de niños. Ávido, insaciable, tu ambición te perderá, tu codicia será tu desgracia, la muerte te acechará siempre como el lobo al cordero, no sabes más que sembrar odio en los corazones. Tendrás lo que quieres, pero no tendrás a Aquiles. Ni mis hombres ni yo sufriremos más por tu causa. No lucharé más para que llenes tus arcas, no será el hijo de Peleo quien te sirva, que otros luchen para que tú poseas más tierras, más esclavos, más rebaños o más naves. Por ti no derramaré mi sangre ni pasaré más calamidades. Nada me han hecho los troyanos, ninguno de ellos ha robado mis bueyes o quemado mis campos. Nos has enrolado en una guerra sin sentido, para tu propio provecho, y ahora pagas las consecuencias de tu locura. Día llegará en que me reclamarás y me suplicarás que vuelva al combate, sabes que sin mí nunca tomarás Troya a pesar de que me reclutaste en último lugar, pues me despreciabas. Ahora ya sabes que no se desdeña a Aquiles en vano. ¡Sólo volveré a la batalla cuando quemen mis naves, entretanto las vuestras pueden arder como ardió la de Pilos, tanto me da!

Así era el irritable e imprevisible hijo de Peleo. Así son los aqueos, sin medida ni cordura. Agamenón abusó de su poder, Aquiles le respondió como un niño despechado. Dicen que fue a la orilla del mar a llorar su rabia y a invocar a su madre. Ésta salió de entre la espuma marina para consolarle, le aconsejó que se mantuviera firme y guardara su ira.

En Troya, la noticia de la retirada de Aquiles y sus mirmidones fue recibida como un regalo de los dioses.

Narración de Casandra:

Briseida era tan artera y codiciosa como su padre. La conocía desde niña y jamás supe que visitara el templo de la Madre. Las viejas nodrizas trataban de inculcarle los principios que toda mujer honesta debe conocer. Nuestro cuerpo ha de ser fecundado como el cielo a la tierra, no para nuestro propio placer o avaricia sino para que la vida se regenere y crezcan las espigas en los campos, los árboles den sus frutos y los animales sus crías, sólo de ese modo la vida continúa, la tierra se regenera y el hombre sobrevive. Así el día sigue a la noche, el mundo no se transforma en una eterna tiniebla, las estaciones se suceden y al estéril invierno le sigue una primavera generosa y una fructuosa cosecha. La unión del hombre y la mujer es la unión del universo, eterna engendradora de vida. Pero a la hija de Calcante los extranjeros del templo le parecían indignos. La misma ambición que hizo que su padre nos traicionara la indujo a ella a seducir a mi pobre hermano Troilo.

Después supe que a su llegada al campamento aqueo embaucó al argivo Diomedes, probablemente con la ayuda de la magia de su padre, aunque lo cierto era que no le faltaba belleza. Diomedes era un hombre hermoso y un gran caudillo, pero Aquiles era más poderoso. Y Agamenón aún más. No tengo dudas de que la taimada joven influyó en la decisión del rey, pues no encuentro otra razón para que humillara a Aquiles de modo tan injusto. Es probable que se acostara con él mientras lo hacía también con el hijo de Peleo, y que le susurrara al oído palabras que perturbaran su mente y avivaran su deseo.

Dicen los príncipes que entre Agamenón y Aquiles existía entonces cierta rivalidad. Agamenón envidiaba las hazañas del hijo de Peleo, y éste a su vez se sentía ofendido por una razón de orgullo o susceptibilidad, pues fue el último de los caudillos aqueos en ser reclutado, y al parecer creía que el rey de Micenas desestimaba su valor y su fama de gran guerrero. Por otra parte, Aquiles no le perdonó que le involucrara en el sacrificio de Ifigenia. Al parecer, no le dolía tanto la muerte de la muchacha como el que su nombre estuviese relacionado con una acción atroz, pues esto perjudicaba sus ridículos deseos de gloria.

Nunca creí que fuera un héroe, a pesar de que como tal se le venera, sino un hombre sanguinario con el corazón de un niño y la mente de un asesino. Un ser que no atendía a su deber o a sus promesas sino a sus impulsos y a sus emociones. La fuerza de mi hermano Héctor procedía de la lealtad a su pueblo, él no conocía la nobleza de ese sentimiento.