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Antorchas y hogueras

Narración de Casandra:

Después de estar varias horas encerrada en mi cuarto, logré salir tras convencer a uno de mis esclavos que ya estaba un poco borracho. No pude hallar a Ctimene y Herófila. El palacio era un caos de gente eufórica, de glotones sin medida, de parejas lascivas y de corros de mujeres que cantaban y bailaban drogadas en honor a Dioniso.

Me peiné y aseé, me vestí con una túnica oscura para pasar desapercibida, me aseguré de llevar conmigo una de mis dagas. Salí a vigilar los alrededores del palacio. Por todas partes había gente comiendo, bebiendo, algunos ya se habían emborrachado por completo y estaban dormidos de cualquier modo, de bruces sobre las mesas o unos encima de otros, o sobre el mismo suelo. La noche estaba serena, muy clara, soplaba un viento del sur ligero y favorable para la navegación. Miré a lo largo de toda la muralla, de toda la costa, ni una luz, ni un fuego de hogar, ni una lámpara iluminando la ventana de una granja. Entonces oí las voces de Helena y Deífobo, crucé el jardín, doblé la esquina de un pabellón y me puse a escuchar. Se hallaban los dos debajo del vientre del caballo, estaban algo bebidos, se reían. Hablaron de mí, del caballo y de lo que yo había dicho.

- Imaginemos que en efecto están dentro -dijo Helena-. ¿Qué le gustaría más a un hombre tantos años alejado de su patria que escuchar la voz de su esposa?

Golpeó el lomo del caballo por un lado, luego por otro.

- De su dulcísima esposa la reina de Micenas. Agamenón, rey de reyes -dijo, imitando la voz de su hermana-, el más grande entre los aqueos, complace a tu esposa consiguiendo para ella riquezas y poder, más riquezas y más poder. ¿Por qué no han de ser para ti las riquezas de Príamo, Troya y la costa de Asia? Tú que has convertido a los griegos en un pueblo unido y civilizado te mereces ser más que rey, emperador de todos los griegos. Extiende tu soberanía hasta Asia y así olvidaré tu estirpe bárbara de comedores de carne cruda y profanadores de la Diosa, y te esperaré con los brazos abiertos.

Luego ella y Deífobo se echaron a reír. Intuí la turbación de los hombres dentro del caballo, acaso aquella burla fuera una tortura semejante a los sufrimientos pasados en la guerra. Por otra parte, Helena imitaba tan bien que probablemente alguno pensó que era su esposa quien hablaba. Me pareció oír movimientos dentro del caballo, quizá uno de ellos, perturbado por el deseo y la confusión, quiso salir de allí. Fingió la voz de Egialea, la esposa de Diomedes, de Mela, la de Idomeneo de Creta, y la de Penélope, la de Odiseo:

- Esposo mío, rey de Ítaca, cómo añoro tu presencia y tus abrazos. Tu hijo me pregunta cada día por su padre, y yo le respondo que no tardará en venir. ¡Amado mío! Qué largos son los días y las noches sin ti. Me duelen los dedos de tanto tejer, pues sólo este trabajo y las visitas al templo de Atenea me consuelan de tu ausencia. No temas, querido, ni dudes de mí, ningún hombre ocupará ni tu casa ni tu lecho.

Volvieron a reír. Helena dijo esta vez con su voz.

- Penélope prefiere los pajares y las playas de Ítaca al templo de la diosa. Un día la sorprendí con un esclavo en los corrales del palacio. Pobre Odiseo, su hijo es tan joven que no puede ocupar el trono. Seguramente a Penélope no deben faltarle pretendientes con los que entretener los largos días de la ausencia de su esposo.

Pasaron de este modo, entre risas y burlas, un largo rato, hasta que Helena dijo que estaba cansada y se despidió. Oculta entre las sombras del jardín vi cómo entraba en el palacio y llegaba a su dormitorio. Al poco rato vi una brillante luz de cuatro llamas en su ventana.

Hacia la medianoche, poco antes de que saliera la luna llena -la séptima del año-, los troyanos, agotados por los banquetes, el vino, las drogas y las orgías, se durmieron profundamente, ni siquiera el ladrido de un perro rompía el silencio. Pocos éramos los que permanecíamos en vela. Yo paseaba por los jardines del palacio y la explanada de la ciudadela. Iba sola, pues no había podido evitar que mis esclavos se emborracharan. La gente dormía en cualquier parte, apoyada sobre las mesas, en el suelo, entre la hierba. Tenía que caminar apartándola a mi paso. En una ocasión, un soldado borracho, que aún no dormía, me detuvo sujetándome por la pierna y me levantó el vestido mientras su mano subía por mis muslos.

- Pero si es la princesa loca -dijo reconociéndome-, ¡me arriesgaré a que me maldigas -se echó a reír-, tu piel es suave y tu cuerpo hermoso.

Le di un puntapié, luego le golpeé con un vaso de bronce. Emitió un grito lastimero y cayó sobre un compañero que dormía cerca.

Sabía que habían de hacerse alguna señal. Como ya para entonces conocía la traición de Antenor, me dirigí a su casa; no le había visto ni a él ni a Téano entre los borrachos. ¡Oh!, Troya, cómo no iba a caer si no había ni un alma despierta en toda la ciudad, sólo gatos y perros comiendo los restos de los banquetes y lamiendo el vómito de los borrachos. Las puertas de la ciudad estaban cerradas, pero los centinelas dormían. Añoré a Héctor de tal modo que las lágrimas arrasaron mis ojos y todo lo que veía, la luna, las calles, la muralla, se distorsionaba y temblaba por su efecto. Héctor jamás habría permitido aquella insensatez, no sólo era valiente, también prudente. La verdadera valentía no es temeraria y loca, sino sensata y juiciosa, no es bravura arrojarse espada en mano sobre un hombre, sino defender a un pueblo, no era coraje la ira ciega y perturbada de Aquiles, sino la nobleza y la serenidad de Héctor. Aquiles, prisionero de su furia y ávido de gloria, no defendía nada ni a nadie, Héctor nos protegió a todos con su vida. Ahora los dos habían muerto y estábamos en manos de la poderosa y sagaz mente de Odiseo. No lograron ganarnos con la fuerza, sí con el engaño.

La casa de Antenor se hallaba desierta y silenciosa, todas las luces estaban apagadas como si sus habitantes durmieran o se hallaran ausentes. Había una piel de leopardo colgada sobre la puerta, sabía que era una señal convenida, la arranqué. Yo amaba mucho a mi tío Antenor y a Téano, no deseaba que murieran, pero no pude soportar por más tiempo la traición. Di la vuelta a la casa, pero no observé movimiento alguno, nada extraordinario. Llamé varias veces, primero suavemente, luego con grandes golpes, pero no me abrieron. Permanecí un rato observando hasta que me di por vencida. Pensé que debieron huir para refugiarse en la Dardania. Yo entonces no podía saber que Antenor, Téano y mis dos primos se hallaban escondidos dentro de la casa. Cuando me fui, mi tío se asomó a una alta ventana orientada hacia la isla de Ténedos y blandió una antorcha varias veces, tal como lo habrían convenido de antemano. Alguna vez me arrepentí de haberme ido de aquella casa dejándola sin vigilancia, pero ¿de qué hubiera servido? ¿A qué guardia o soldado hubiera podido acudir? De hecho, el haberme marchado me salvó, pues, en caso de sentirse amenazados, mis primos no habrían vacilado en matarme. Era su vida o la mía. De hecho, si no se precipitaron en cuanto oyeron pasos o me vieron a través del ojo de la cerradura fue por el amor que me tenían, ellos, Antenor y Téano, no podía ser de otro modo, por ser sangre de mi sangre, porque yo también les amaba.

Cuando me marché de allí se apresuraron a volver a colgar la piel de leopardo. Era su modo de salvarse -como luego supe-, el acuerdo consistía en no atacar una casa guarnecida de ese modo. Después saldrían de Troya protegidos por soldados aqueos.

Pero la indicación de Antenor no era la única. Ahora que conozco a Odiseo sé muy bien que no deja cabo suelto ni detalle descuidado. Poco antes de que mi tío blandiera la antorcha, Sinón había salido con sigilo de Troya -inútil precaución en una ciudad dormida-, se dirigió a un risco en la costa frente a Ténedos y allí encendió una gran hoguera. Desde uno de sus navíos que había salido a tal fin de su escondrijo tras la isla, Néstor de Pilos contestó a la señal encendiendo astillas de madera de pino en un fanal en la cubierta de su nave, que estaba a pocos tiros de flecha de la costa.

Toda la flota aquea se dirigió hacia Troya.

Entretanto, Antenor se acercó al caballo, dio unos golpes en el vientre -una contraseña convenida con anterioridad- y dijo que todo estaba en orden.

Se abrió la portezuela y descendieron por una escala de cuerdas. No debían de ser más de veinte o treinta, los más valientes, los más destacados, todos siguiendo con fidelidad el plan perfecto de Odiseo. Se dividieron en dos grupos, uno de ellos asesinó a los centinelas ebrios o medio dormidos que guardaban la ciudadela y el palacio, el otro corrió a abrir las puertas. Pronto entraría el grueso de la tropa recién desembarcada.

Mientras, los que se hallaban en la ciudad se dirigieron hacia el palacio real.

Menelao buscó a Helena. En medio de la confusión vio una luz redonda en una ventana, una lámpara de cuatro cabos, igual a las que alumbraban las habitaciones de la reina de Esparta.

Antes de eso, yo había hallado a Herófila en uno de los patios del palacio; me buscaba. A pesar de que apenas podía hablar, las lágrimas me lo impedían, le di instrucciones muy claras. Había de ir al templo de Hécate, apagar las antorchas del altar de la diosa y poner una lámpara en el alféizar de la ventana. Todos queríamos salvarnos.