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Aquiles bajo las flechas
Narración de Casandra:
Actué con mucho cuidado. Todo lo planeé y lo pensé muy bien durante largas noches de insomnio, creo que la razón es el único modo de combatir la ferocidad y la iniquidad, o al menos yo no encontré otro modo. Un día, al amanecer, cuando aparecía Eos, escuché la voz de Apolo que me hablaba. Me indicó que le hiciera una ofrenda en su altar de la puerta Dárdana. Llevé a Ctimene conmigo con un cántaro de miel y una rama fresca de laurel. Tuvimos que salir por donde acostumbrábamos y luego rodear la muralla por fuera de la ciudad. Era peligroso, y Ctimene estaba aterrorizada, pero Apolo me había prometido su protección y llegamos sin contratiempos. Todavía estaban sobre el altar, bajo la piedra, las ofrendas de la estación que habíamos llevado Laocoonte y yo: uvas, granadas, higos y guirnaldas de flores ya secas y marchitas; otros fieles habían depositado figurillas con su efigie. Puse las ofrendas sobre el altar. Desde el promontorio se dominaba toda la llanura, el campo de batalla frente a la muralla y la puerta Escea. Comprendí el camino que habían de seguir los hombres, pues Apolo quería que fuese allí, en ningún otro lugar. Vi cómo había de hacerse y cómo sucedería todo. No tuve la menor duda. En ese lugar estaríamos bajo la protección del dios.
A París no fue difícil convencerlo. Lo hallé solo en su cámara. Ante el frasco de veneno reaccionó con un inesperado ímpetu, lo tomó en sus manos y lo observó con detenimiento, lo abrió, miró y olió su contenido. El también había oído hablar de la vieja Nila.
- Ha sido una imprudencia, Casandra -afirmó-. Se dice que algunos de sus visitantes no han salido vivos de su bosque. Si nuestros padres se enterasen pensarían…
- Que estoy loca. Pero no había otro modo de hacerlo -dije-. Eso le matará. Pero no debes fallar el tiro. ¿Podrás hacerlo?
- Si el blanco está quieto, sin la menor duda.
- ¿Y si no lo está? Hermano, eres el mejor arquero de Troya, ¿podrás o no?
- Deseo más que tú que Aquiles muera.
- Escúchame. Esto es lo que he pensado, es el modo más sencillo y el que nos ofrece más posibilidades. Tú lo esperarás oculto tras una de las piedras del altar de Apolo Timbreo junto a la puerta norte. Cuando Aquiles ataque, los hombres deben correr hacia allí sin combatir, como otras veces han huido de él y sus mirmidones. Desde el promontorio podrás observar su llegada, calcular distancias y medir los pasos, de ese modo te será mucho más fácil.
A mi hermano le gustó mi plan.
- No sé cómo la mente de una mujer ha podido idear una estrategia tan astuta, ¿será verdad que Apolo te habla? -bromeó.
- Ahora, deberás convencer a Deífobo de que lleve a los hombres hasta allí.
- Eso será fácil. Deífobo es un bruto, pero no un idiota.
Finalmente, los dos juntos nos ocupamos de untar tres flechas con el veneno.
Sabía que la primera daría en el blanco y Aquiles moriría. En esta ocasión Apolo estaba de nuestra parte.
Aquiles mató a Memnón de un golpe mortal. Su espada le atravesó la cabeza de parte a parte, y el cráneo se partió como las dos mitades de una nuez. Luego, enardecido, como cerdo que huele la sangre, atacó al ejército. Paris y yo salimos corriendo por el interior de la ciudad, en dirección a la puerta Dárdana. Cuando llegamos, él se ocultó tras la piedra del altar, yo detrás de una roca.
- Casandra -me increpó Paris-, ¿qué haces ahí? Vamos, vete, no debes estar aquí.
No obedecí. Observé con atención los árboles, cerca de allí había algunas encinas cuyas hojas empezaron a moverse. Conocía lo imprevisible del viento troyano y el modo impetuoso en que podía levantarse en un instante; un vendaval violento podría desviar la flecha. Se trataba de Bóreas, el viento del norte hijo de Eos, que ululaba por la pérdida del hermano muerto y por las lágrimas de su madre. Enseguida vimos llegar a Deífobo y al ejército troyano corriendo en forma desordenada. Aquiles, detrás, sostenía en sus manos sus dos lanzas. Con una de ellas atravesó la espalda de un soldado, que cayó muerto, con la otra mató a uno de los hijos bastardos de mi padre, al que le partió el pecho. Llegaba, como de costumbre, repartiendo la muerte y el terror con tal cólera y fuerza que sus armas atravesaban el metal de los yelmos y las corazas, pero no habría de suceder nunca más, pensé, he ahí tus últimos muertos.
Los hombres trepaban hasta el promontorio y Aquiles les seguía espada en mano, tan ciego de furor que era incapaz de imaginar una emboscada. Vi cómo Paris sacaba del carcaj una de las flechas envenenadas, la ponía en la base del arco y tensaba la cuerda. Observaba los movimientos de Aquiles con la perfecta atención de un buen arquero, me di cuenta de que no le fallarían los nervios ni la concentración. Entonces sentí detrás de mí el roce de una túnica, me volví y vi a mi buena Ctimene. Mas parecía que fuera una diosa personificada, pues apenas reconocía su voz y sus maneras.
- Señora -dijo-, vete de aquí, vuelve a Troya. Por tu bien, no debes ser testigo de lo que va a suceder.
Me tendió la mano. Yo ya estaba a punto de dársela, cuando de pronto presentí que Aquiles se acercaba y me olvidé de ella.
Miré hacia Paris. Para mí era más importante en esos momentos que mi propia vida, su mandíbula y sus músculos tan tensos como la cuerda de su arco me indicaron que estaba a punto de lanzar la flecha. Aquiles se hallaba muy cerca del altar, golpeando con su espada a uno de los soldados que se defendía protegiéndose bajo su escudo. Entonces me di cuenta de que el viento había cesado, había una calma absoluta y benéfica, en el aire brillaban los rayos de un sol radiante, pequeñas chispas doradas flotaban sobre el altar. Aquiles estaba en pie, muy erguido, con el brazo en alto a punto de golpear cuando de repente le vi vacilar, dobló el brazo, se tambaleó y finalmente cayó al suelo sobre sus rodillas. Tenía una flecha clavada en su tobillo izquierdo. Dio un grito espantoso, sobrecogedor, un aullido de muerte. Paris lo supo muerto y huyó hacia el interior de la ciudad, pero yo no podía moverme, una fuerza superior me retenía allí, pegada a la roca, con la vista fija en el moribundo monstruo. Entonces vi junto a mí, en el suelo de tierra y hierbajos, una daga. Estaba dentro de un estuche de marfil bellamente labrado, tenía también la empuñadura de marfil y la hoja de duro bronce era larga y afilada. La mujer, con la imagen de Ctimene, se alejaba monte abajo. En aquel combate entre dioses, finalmente había ganado Apolo.
De la boca de Aquiles salió un chorro de sangre que cayó sobre el altar de Apolo, sobre mis ofrendas, las frutas de la temporada, las figurillas con su imagen y la sangre de Troilo, de Héctor y de todos los troyanos a los que había matado. Se llevó los brazos al vientre y cayó al suelo entre espasmos y convulsiones espantosas. Ayax el Grande se acercó a él, mientras Odiseo le cubría las espaldas.
- Me abraso -oí que decía a su amigo.
La sangre del cuerpo de Aquiles era un manantial, salía por su boca, por su nariz, por sus oídos. En poco tiempo tenía el cuerpo completamente empapado. Áyax le quitó la coraza para aliviar sus dolores, y vimos, sobrecogidos, el color amoratado, el cuerpo lleno de pústulas y grietas por entre las que se veía la carne viva. Gemía sin cesar, gritaba, lo sacudían violentos espasmos.
- Mátame -dijo a Áyax.
Pero el valiente gigante, que a tantos hombres había matado, no tuvo valor. Desenvainó su espada, la sostuvo en el aire un instante, pero luego su brazo se derrumbó ante el cuerpo moribundo de su primo, de su muy querido amigo.
- Mátame -gritó Aquiles-, no puedo soportarlo.
Desesperado, Aquiles asió a su amigo del brazo, y en ese instante el hueso de la muñeca le atravesó la carne. Dio un grito espantoso. Áyax empezó a sollozar, yo me llevé las manos a los ojos, los tenía llenos de lágrimas. Entonces oí la voz de la vieja Nila en mis oídos, en mi cabeza, mezclándose con los espantosos gritos de Aquiles: «Hay hombres a los que el dolor y el sufrimiento ajenos, los hace fuertes, los alimenta como al niño la leche materna». Quise irme de allí envuelta en mi manto para no ver ni oír más, pero una fuerza superior me lo impedía, una energía infernal hacía que mantuviera los ojos bien abiertos y fijos en el agonizante. Su piel se volvía transparente, en algunas zonas de su cuerpo incluso había desaparecido, se podía ver la carne tumefacta y hedionda. Se estaba desgarrando. Gritaba sin cesar y sus gritos eran como los del cerdo en el degolladero, se oían por encima del sonido de las espadas, del estrépito del combate que tenía lugar cerca de nosotros. «Su muerte es el precio.» De pronto Aquiles levantó la cabeza y me vio, yo ya no me ocultaba, y nuestras miradas se encontraron. Tenía los ojos fuera de las órbitas, apenas podía verme porque estaban vueltos hacia atrás y sólo quedaba una rendija de su pupila azul en las vacías cuencas. El rostro tenía la mandíbula desencajada, los huesos sin carne atravesaban la piel amarillenta y transparente, la boca era un agujero negro.
- Mujer -oí que decía.
Yo, que le había matado, que había soñado con el momento de su muerte muchos días y muchas noches, me sentía ahora prisionera de mis decisiones, víctima de mis deseos, torturada por la más absoluta de las maldades. Estaba paralizada. Aquiles fue a decir algo, pero sufrió un terrible espasmo, su mandíbula se contrajo, sus labios se agarrotaron y se extirpó la lengua de un terrible mordisco. Vi cómo el apéndice ensangrentado caía por su barbilla y su pecho. Ahora rugía de desesperación, mientras Ayax sollozaba y volvía a coger la espada, comprendí que inútilmente, no sería capaz de matar a su amigo.
Entonces corrí hacia aquel cuerpo que se moría de sufrimiento. Todo fue muy rápido, cogí la daga, la saqué de su funda, me arrodillé ante Aquiles y se la clavé en el corazón. La muerte entonces fue inmediata. Creo que Áyax apenas me vio, ni tampoco Odiseo, que estaba muy cerca, y si lo hicieron debieron de pensar que era una diosa compasiva enviada por Tetis para socorrer a su hijo.
Áyax ordenó que llevaran las armas de Aquiles al campamento para evitar que los nuestros las arrebataran. Así lo hicieron unos soldados mientras Odiseo y los suyos los protegían. Luego el gigante cogió el cuerpo de Aquiles y lo cargó sobre sus hombros. Deífobo ordenó a los arqueros que les dispararan y las flechas empezaron a caer alrededor de ellos. Los aqueos mataron a algunos arqueros, pero las flechas seguían pasando junto a Áyax y su amigo muerto, una tras otra, como una lluvia de la que finalmente logró salir.
Luego un gran trueno sacudió el cielo, negros nubarrones cubrieron el sol, los relámpagos estallaron en una tormenta repentina que se abatió sobre toda Troya, la ciudad, la llanura, el campamento aqueo. Un rayo cayó sobre el monte Ida. Zeus ponía fin de este modo a la cruel batalla. Odiseo y Deífobo ordenaron la retirada. Yo me fui monte abajo, mientras la lluvia lavaba mis ropas de la sangre de Aquiles. Nunca había visto tanto dolor. Sentí que otra vez los dioses me habían castigado.