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La gruta de las ninfas

Hace ya muchas lunas que salimos de Troya y algunas más que terminó la guerra. Estamos instalados en Aso, en una casa que Agamenón ha convertido en vivienda propia y cuartel general. Se trata de una posada que en tiempos de mi padre Príamo y de mi abuelo Laomedonte era uno de los más famosos burdeles portuarios de Asia Menor. La llamaban La Gruta de las Ninfas; el cartel anunciador aún está abajo sin terminar de caerse, sujeto a la pared por uno de los grandes tornillos de bronce que lo mantuvieron en su sitio durante muchos años, y gira sobre su gozne cuando sopla el viento, originando un persistente e irritante chirrido, lo cual sucede con frecuencia en estas regiones ventosas. Pero yo, que soy quien lleva la casa, porque ningún varón discute la autoridad de una mujer en cuestiones domésticas -ni en los tiempos no muy lejanos de la potestad absoluta de la Madre ni ahora que gobierna Zeus sobre todos los demás dioses-, me niego a que los esclavos lo arreglen o lo arranquen definitivamente. Además, nadie se ha quejado hasta ahora, y sospecho que les sucede lo que a mí, el ruido les hace compañía, de algún modo les recuerda que existe vida después de la guerra, la vida sencilla, llena de pequeños y fatigosos detalles que ya casi habían olvidado.

La Tróade ha sido siempre tierra de ninfas. En Troya viven en las cuevas y bosques del monte Ida, y aquí, en Aso, en sus ricos manantiales de agua limpia. Una de ellas, Idea, consta entre mis antepasadas, y con seguridad más de una se amancebó con herederos de la casa real que tradicionalmente gustaron de su belleza salvaje y de sus espíritus libertinos. Discípulas suyas debieron de fundar esta casa, aunque ya no seres sobrenaturales que no gustan de la civilización, sino mujeres mortales, hermosas meretrices bien conocedoras de su oficio a juzgar por su fama y la abundancia de su clientela, marinos y mercaderes de Asia, Egipto y hasta de los salvajes países del norte, pero en su mayor parte troyanos enriquecidos, pues eran los tiempos de la paz, de gentes que prosperaban gracias al comercio con los países del Ponto y que gustaban de gastar su oro con las alegres ninfas.

En Troya no eran necesarios los burdeles más que para algunos troyanos refinados, nuestro templo de la Madre cumplía con amplitud las necesidades de los muchos extranjeros que nos visitaban. No había mujer troyana, ya fuera humilde o noble, que no lo visitara, al menos una vez en su vida, para entregarse a un extranjero y de este modo multiplicar el venerable rito de la unión sagrada. Recuerdo la primera vez que entré en él acompañada por mi madre, la reina, y dos esclavas. Estaba cerca de la puerta norte de la muralla; era un gran recinto rodeado de un muro al que se accedía por medio de varios escalones. Sentadas en ellos y apoyadas en las paredes se veía a muchas mujeres que esperaban su turno, las había de todo tipo, jóvenes y viejas, doncellas y matronas, hermosas y vulgares. Me sorprendí, y una de las esclavas, que procedía de Babilonia, dijo que en su país algunas esperaban años para obedecer la costumbre. Después nos adentramos en el interior de uno de los edificios del recinto, que era una sucesión de pasillos oscuros de cuyas paredes colgaban lámparas de aceite que alargaban nuestras sombras sobre el suelo. Una sacerdotisa nos salió al paso en una pequeña sala rodeada de puertas cerradas, nos presentó sus respetos y me invitó a acompañarla. La seguí por un pasadizo muy estrecho, sin apenas ver otra cosa que la silueta de su cuerpo desnudo bajo su leve túnica. Abrió una puerta, me hizo entrar y me dejó sola en una pequeña cámara, sin más mobiliario que un banco corrido adosado a la pared y un lecho detrás de una cortina. A la leve luz de la lámpara vi la sombra de un hombre. Era un misio alto y fornido, de hermosos cabellos rizados. Me ordenó que me desnudara y me aproximara a la lámpara. Obedecí. Se sentó en el lecho mientras me observaba. Luego me indicó que me acercara a él. Recorrió todo mi cuerpo con sus manos grandes y cálidas, luego con sus labios y su lengua. Me tomó por la cintura y me sentó a horcajadas sobre él, sentí su sexo entre mis piernas, luego me penetró con un gesto rápido y brutal mientras me abrazaba con fuerza, apretaba mis caderas contra las suyas, empujaba mi cuerpo, ajustaba mis movimientos a los suyos, nos movíamos en una misma cadencia de deseo y placer. Cuando terminamos, dejó sobre el lecho unas cuantas piezas de plata que corrí a ofrecer a la Madre depositándolas ante su altar. Aquel día me sentí tan feliz como la primera vez que sacrifiqué un blanco cordero a Apolo. A la Madre le ofrecí mi cuerpo, pero también mi gozo. Cuando la vida germina no lo hace con dolor ni aflicción sino con deleite y alegría. La guerra, en cambio, deja a su paso un campo yermo y baldío, es roja como la sangre y negra como la muerte.

Reflexiono muchas veces -tengo tanto tiempo libre- sobre qué sería de las mujeres que vivían aquí cuando llegó Aquiles con su ejército -sonrío al imaginar hombres y mujeres corriendo medio desnudos por los pasillos de esta casa-, no quiero pensar en el saqueo ni en la casa devastada, pero imagino a algún torpe soldado -uno de los brutales mirmidones de Aquiles, sólo aptos para el saqueo y la muerte- que quiso arrancar el cartel de abajo sin conseguirlo y que lo abandonó por otros objetos de mucho más valor. En Aso se estableció el cuartel general de Aquiles, de aquí partía con sus naves y sus feroces mirmidones para saquear las costas de Asia, desde Misia hasta la lejana Tarso en Cilicia.

Es una hermosa casa de dos pisos, con varios patios, corrales, almacenes y tantas habitaciones que he perdido la cuenta, pero que me he ocupado de amueblar y vestir como si fuera a quedarme mucho tiempo, aunque mi tiempo es precario como mi destino. La mayoría de los objetos proceden del saqueo de Troya o de las ciudades que conquistó Aquiles; a veces reconozco un trípode o una lámpara que en muchas ocasiones he visto en las casas de mis amigos, me recuerdan que yo misma formo parte del botín de guerra. Pero tengo el corazón endurecido y ya no lloro ni me lamento. Ya no elevo los brazos hacia el cielo profiriendo maldiciones y profecías terribles que, aunque nadie crea, llenan de temor a quienes las escuchan, porque la incredulidad nada tiene que ver con el miedo al futuro -al fin lo comprendo- y los jefes griegos que aún quedan en Aso, los valientes héroes de la guerra de Troya, que no temían a la muerte, ahora en esta paz incierta se inquietan ante un largo y penoso regreso a sus reinos, donde no saben lo que van a encontrar después de una ausencia de tantos años. Y mi voz, que durante mucho tiempo de profecías y sacerdocio he aprendido a impostar como si saliera del fondo de una gruta, y mis ojos que lanzan chispas, y mis conjuros en lenguas antiguas que no comprenden, les infunden un temor supersticioso mucho más terrible que el de las batallas a las que tan acostumbrados están. Odiseo me teme especialmente. Un oráculo le profetizó hace años que el regreso a Ítaca sería difícil y peligroso, y yo me ensaño augurándole los mayores males. El miedo que siente es superior a su astucia, y no sospecha que finjo y miento, porque la verdad me ha sido revelada y no saldrá de mis labios. Un día, Odiseo, furioso, me agarró por los cabellos y, sujetándome las manos, me dijo:

- Maldita bruja, cierra tu boca venenosa de serpiente o haré que te vendan en el mercado de esclavos de Babilonia, donde morirás pronto trabajando en los campos cenagosos de los ríos.

También él mentía, sólo Agamenón tiene autoridad sobre mí, pero también yo sentí miedo. En ese momento apareció en el quicio de la puerta, tan impresionante como un dios, y le ordenó a Odiseo que me soltara, luego le hizo salir de la habitación, pero a través del tabique pude oír el sonido de una bofetada y el ruido de objetos al caer. El zorro de Ítaca ya no me amenazará más. Agamenón actúa así; no quiso que viera la humillación de Odiseo, pero sí que lo oyera. Le evitó a él la vergüenza, pero me dio a mí la satisfacción. Así es un hombre capaz de planear la guerra más grande que el mundo ha conocido. En medio del torbellino de dolor por todos los horrores que he vivido, late como un corazón enloquecido el amor que siento por él, del que me avergüenzo, pero que es inevitable como el Destino o como la maldición de los dioses.

He hecho plantar flores en los patios, llenar los almacenes de grano así como de grandes ánforas de vino y aceite, he puesto lámparas, cortinajes, trípodes y pergaminos aceitados en algunas ventanas; he llenado los corrales de animales que dos gruesas cocineras sirias se encargan de asar y guisar, sin que falte en ningún momento la comida y la bebida. Vivo, como en un sueño, en una casa sostenida en el aire. Mi hogar es el lugar desde donde se organiza el retorno a Grecia. Agamenón ha dispuesto que Neoptólemo, el hijo de Aquiles, permanezca en el campamento griego junto a Troya. Está al mando de la mitad del ejército para organizar las últimas etapas del saqueo de la ciudad, mientras Odiseo y él, aquí en Aso, se encargan de clasificar las mercancías y cargar las naves que han de partir. Se han repartido el botín. Andrómaca, la esposa de mi hermano Héctor, ha sido asignada al hijo de Aquiles, o quizás él quiso poseer a la insigne viuda y reclamó para sí a la mujer del mayor enemigo de su padre. Mi madre, Hécuba, es ahora propiedad de Odiseo, y pronto se marchará con él. Está aquí, en una de las habitaciones del último piso de la que apenas sale. Piensa día y noche, no en los hijos muertos, sino en los pocos que le viven de los diecinueve que parió, mi hermano gemelo Heleno, Ilíone, la esposa del rey Polimnestor de Tracia, el pequeño Poli-doro, que está bajo su tutela, y yo. Trata de no sucumbir al dolor, aun así algunas noches se oye un largo gemido tan parecido al aullido de un perro que sobrecoge.

La mayoría de los jefes aqueos ya han salido, y ahora están de camino a Grecia a merced de los caprichos de Poseidón, sin saber si llegarán y, si llegan, si les recibirán como los héroes vencedores de Troya. Difícil es que las cosas no cambien en tanto tiempo. Menelao fue el primero en partir, porque Agamenón lo despachó enseguida debido a las frecuentes disputas que los dos hermanos tenían a causa de Helena. Yo misma le aconsejé que la alejara lo antes posible para evitar disturbios, pues muchos combatientes la consideran culpable del conflicto, los príncipes también la odian y les resultaba insoportable tener que convivir con ella. Después de jurar mil veces que la mataría, Menelao fue incapaz de resistirse a su belleza y la perdonó en el mismo momento en que volvió a verla, o tal vez después de que ella le suplicara o le abrazara o se tumbara desnuda en el lecho. Imagino la escena con repugnancia. Siento un absoluto desprecio por Menelao, igual que lo sentí en su día por mi hermano Paris, mucho más culpable, desde luego, por haberla raptado. Sin embargo, yo sé que ella no fue la causante de la guerra, y también lo saben Agamenón y los príncipes. Hace unas lunas era tema frecuente de nuestras conversaciones.

- Sólo reconozco que cometió un acto deshonesto -decía yo-. Es una adúltera hija de adúltera cuya única culpa es adorar en exceso a Afrodita. El rapto de Helena no fue más que una excusa. Una patraña fácil de creer con la que habéis engañado a los soldados de a pie. No hay guerra sin mentiras, pero muy ignorante debe de ser vuestro pueblo para dejarse engañar con un embuste tan torpe.

Reconozco que me complace atormentarlos. Aprovecho la condición que me otorga el amor que Agamenón siente por mí y el respeto reverencial que me tienen los otros. Aún están aquí Odiseo, Diomedes de Argos, su amigo inseparable, e Idomeneo de Creta, fingen estar ocupados en mil cosas, pero en realidad retrasan su regreso porque tienen miedo de enfrentarse a lo que les espera. Saben que nada les librará de su Destino, ni las continuas oraciones ni los sacrificios a los que se entregan casi con una devoción de sacerdotes. Quizás pensaron que la muerte de Helena sería la inmolación concluyente y propiciatoria de su buena suerte, su desconocimiento de la voluntad de los dioses sólo es similar al miedo y la angustia que sienten. Nada va a liberarles de su Destino.

Aunque me burlo de ellos, siento su misma inquietud. Estoy a la espera, llenando mis días de ocupaciones triviales y agradables. Deseo evitar las visiones que me arrastran a dolorosos estados de trance. Ya no me ocurre como cuando era jovencita, que sucumbía inevitablemente a ello. No era capaz de advertir los síntomas de la presencia del dios; me poseía según su voluntad y yo me sumía en un penoso trance de clarividencia. El conocimiento de lo inevitable, que por la maldición de Apolo era siempre terrible, me asaltaba con tanta brillantez y tal fuerza que me abatía por completo, como una barca en una tormenta. Mientras mi mente se ofuscaba con imágenes aterradoras, el miedo y la angustia se apoderaban de mí. Como si hubiera sido víctima de una calamidad, me desprendía de mi tocado, la diadema, la redecilla, el velo, con tanta violencia que a veces quedaba el suelo de mi dormitorio cubierto de esmeraldas, perlas, lapislázulis y mechones de mis cabellos. Temblaba de pies a cabeza, caía al suelo presa de convulsiones y espasmos, gritaba y decía palabras incoherentes que nadie entendía. Ardía de calentura y luego sufría dolores en todo el cuerpo que no desaparecían hasta después de un prolongado sueño de alivio que duraba muchas horas. Mi aspecto era tan terrible que yo misma me horrorizaba, y mi rostro se demacraba y se contraía como el de las muertas o el de las locas.

Tras ese dolor llegaba otro más temible aún; la incomprensión y el rechazo de los que amas duele como la peor de las heridas. Vivían ignorantes y felices, creían que la paz de Troya no era fugaz; pronto habían olvidado los asaltos de Heracles o de Jasón con sus mercenarios y sus brutales aqueos de las oscuras montañas de Tesalia y Argos. Creían que nuestras murallas eran indestructibles, que la custodia de nuestro oro, de nuestras familias, de nuestros caballos, de nuestros dioses y de nuestros sueños iba a ser eterna. Estaban hechizados, como lo estaba yo, pero también por su soberbia, por la insensata confianza en su grandeza. Desdichado el amor que debe someterse a la prueba de la vergüenza. La delicada ternura que mi padre Príamo sentía por todos sus hijos, en especial por mí, la sacerdotisa elegida por el dios protector de Troya, el gran Apolo, no fue capaz de soportar el oprobio que significaba lo que creía una perturbación de mi mente. Aunque sigo en vano luchando contra los dioses -ningún mortal debe ir contra ellos, pues está condenado, al igual que Áyax el gigante, ese pobre irreverente que se atrevió a desafiarlos, que enloqueció por mediación de Atenea, para vergüenza propia y de los suyos, y terminó por darse muerte. Ni digna sepultura tuvo, ni funerales, ni juegos en su honor, un simple ataúd sin nombre es el pago por todas sus empresas; he ahí el destino de los malditos-, ahora, al menos, soy dueña de mí misma, conozco los síntomas de los accesos y sé cómo retrasarlos o protegerme de ellos. Finalmente he aprendido a callar. Hace tanto tiempo que logro mantenerme serena que los príncipes aqueos sólo recuerdan mi condición de sacerdotisa de Apolo, no la de sibila perturbada, así que, después de mucho vacilar, vienen a pedirme que consulte al dios en su nombre.

Hace unos días lo hizo Diomedes, con grandes ojeras, producto seguramente de toda una noche de insomnio, y un hablar sinuoso de lacayo. Yo le aconsejé que acudiera al pequeño templo de Apolo Esmínteo que hay aquí en Aso y que le sacrificara un hermoso cordero. Hace tiempo que sé cuál va a ser su destino: el adulterio y la traición de su esposa Egialea. Apolo me mostró su sufrimiento por medio de una visión, y ya no le odio, ni a él ni a ninguno de los otros. Parece que los sacerdotes del templo no logran aliviar su angustia. Así que callo, y continúo con algunas de las labores rutinarias que tanto me distraen. Mi silencio es la serenidad que necesita mi espíritu, es también mi venganza.

Pero ayer me desmoroné. Fui a dar un paseo por el puerto en compañía de dos de mis esclavas. Suelo salir con frecuencia, pues no sé cómo ha de llegarme el mensaje que espero, y puede que tras el aspecto inofensivo de cualquier mercader se halle un emisario, que sin duda me reconocerá, o yo a él, por ese aire indefinido de sigilo que tienen los correos y los informadores con los que me habitué a tratar durante la guerra. Desde que estoy en Aso sólo he recibido un correo, un trozo de pergamino arrugado que un hombre disfrazado de mendigo puso en mi propia mano a cambio de una pieza de cobre, luego lo escondí con disimulo en mi capa. Seguí las instrucciones con fidelidad, con esmero. Al principio pensé que Odiseo sospechaba, pero no era otra cosa que miedo hacia el hombre que con su ingenio destruyó Troya. Sólo piensa en su regreso, en su esposa, con temor y aflicción. Hace bien.

Había, como de costumbre, una actividad permanente de gentes, mercaderes parlanchines, soldadesca, esclavos vociferantes, estibadores, carros que entran y salen cargados de mercancía, barcos que atracan, otros que zarpan, hombres que llegan y otros que regresan. La guerra todo lo cambia y lo trastoca, pero los supervivientes, ya sean vencedores o vencidos, tienen en común el mismo deseo: ninguno de ellos quiere morir. Los esclavos, troyanos en su mayoría, se mezclan con los soldados y adquieren privilegio en faenas que son ajenas a los militares o que éstos desechan por cansancio y por desgana. Ellos son quienes dirigen la ruta de los carros, dan instrucciones a los capitanes de los barcos, organizan la carga o descarga, e incluso regatean con los mercaderes dando grandes gritos que hacen ostentación de su recién conseguida autoridad. Con frecuencia llevan un collar o una pulsera de cobre, o hasta de plata, que han logrado como recompensa o propina, y encuentran el modo de adquirir una túnica de buen lino, un faldellín de cuero de vaca o un cinturón tachonado con puntas de bronce, que lucen sobre sus vestiduras de basta lana. Los soldados parecen civiles indigentes o trastornados seguidores de Dioniso, la mayoría tienen heridas, cicatrices y mutilaciones, y suelen estar borrachos con frecuencia. Algunos son ya viejos para luchar, aunque eran unos muchachos cuando salieron de Grecia, y otros son jóvenes que llegaron en las naves de Neoptólemo después de morir Aquiles, cuando se aproximaba el final, sus yelmos, corazas y escudos están rotos o abollados y sus ropas en desorden, otros carecen de algún elemento de su indumentaria, lo perdieron o se lo arrebataron en las batallas, les falta una greba o las plumas de los penachos o una manga de la blusa, a veces andan descalzos o toscamente calzados con pedazos de cuero atados a los pies. Esos pobres desgraciados son mis enemigos.

Mientras paseaba, llegaban hasta mí sus conversaciones, siempre las mismas y en el mismo tono de añoranza. Les oía hablar de los bellos lugares de su patria, de las arenas de Pilos, de los bosques de Arcadia, de los olivos y las vides de Argos, de las hermosas llanuras del Ática, de los palacios de Creta, de sus mujeres, de sus hijos, de sus madres, de sus casas, de sus perros, de los altares de Zeus que construyeron sus antepasados, de sus hermanos, amigos y camaradas muertos, de anónimos pastores de las montañas y de héroes de gloriosos nombres a los que conocí muy bien: Aquiles, Patroclo, Ayax. No hallé a mi emisario, o él no dio conmigo en esta ocasión, pero entre el gentío de una de las plazas encontramos a un cantor. Le acompañaba un muchacho que golpeaba algo parecido a unos címbalos al ritmo de las palabras del poeta, lo cual hacía con cierta gracia, y una esbelta cretense que interpretaba los episodios del relato mediante bailes y piruetas. De inmediato, a Herófila se le enrojecieron los ojos de nostalgia. No podía resistir la emoción ante el recuerdo de su juventud, cuando viajaba por toda Grecia acompañando a su maestro Penteo, quien le enseñó el arte de la narración y de la composición de versos, cuando era agasajada por príncipes y reyes, cuando pasaba noches enteras ante una lámpara de aceite escribiendo al dictado del poeta o de su propia invención, pues, según decía, el poder de las musas es similar al de los dioses, al igual que ellos, te poseen y te hechizan, de modo que muy pronto sintió la necesidad de imitar a su maestro.

La gente había hecho corro alrededor del bardo, pero cuando me acerqué se apartaron con el mismo respeto que si hubieran visto al mismo Agamenón. Lo reconocí. Era uno de esos cantores ambulantes a los que mi padre protegía más por vanidad que por amor a las artes. Fui yo misma quien le hizo comprender el valor de las voces de esos hombres a quienes todos -pobres y ricos, varones y mujeres, amos y esclavos, súbditos y reyes- escuchaban con tanto interés y fascinación que no se cuestionaban la verdad o mentira de sus historias. Por medio de sus versos, de su música, de sus narraciones, el mundo conoció y admiró la grandeza de Troya. El buen hombre, que se llamaba Demódoco, apenas pudo creer que estaba frente a Casandra, la hija sacerdotisa de Príamo, cuyos antecesores eran los protagonistas de muchas de sus composiciones. No hallé a mi informador, pero le encontré a él, los dioses lo pusieron en mi camino.

Llevé al poeta y a los suyos a La Gruta de las Ninfas, y animó la velada con unos versos en honor de Héctor. Los había compuesto él mismo durante la guerra y luego los dio a conocer en sus viajes por Asia Menor. Al principio, asustado, negó conocer ciertas canciones, pero yo, que las había escuchado, insistí, y no pudo negarse. Contuve mi emoción durante toda la velada. Mi hermano Héctor, una vez muerto, se ha convertido en leyenda. Sus hazañas no le son propias sino ajenas, pertenecen a todo el que las cuenta, las escucha o las recuerda. Fue un héroe en vida y lo es más ahora que está muerto. Ordené a mis esclavas que alojaran al poeta en la casa. Deseaba tenerlo cerca.

Cuando me quedé sola, me senté junto a la ventana con una labor de bordado que entretenía mis dedos, pero eran mis pensamientos los que manejaban la aguja, pinchaban la tela, ordenaban los puntos y dirigían el hilo, hasta que finalmente se configuró la labor en forma tan ordenada y exacta como jamás pensé que lo hicieran mis torpes manos, poco aptas para esos menesteres femeninos. Unos soldados ebrios hablaban bajo mi ventana, y escuché mi nombre en sus conversaciones. Me llamaron «la hija de Príamo», «la sibila troyana», «la concubina del rey», «la bruja», lo que hizo estallar en carcajadas a Herófila y Ctimene, que se habían puesto a escuchar. Al cabo de un rato, cuando estuve sola, me eché a llorar sobre mi labor, y estuve así mucho tiempo. Gemí y lloré hasta que regresó Agamenón, quien creyó que era por su causa. Me besó en los labios y después en las mejillas, luego hizo que recostara mi cabeza sobre su hombro y comenzó a acariciarme el cabello. Ya se habían marchado los soldados y cesado el estrépito del puerto; la noche tenía una confortable placidez, el aire traía el olor del mar y de las blancas flores que se abren a la luna; en el fondo de la habitación, una lámpara de aceite echaba sombras sobre las paredes, del piso de abajo llegaban el rumor de los esclavos, el olor de las comidas que se preparaban para la cena y el sonido del cartel girando en su gozne. Como siempre que me acariciaba, desde que lo hizo por primera vez hace muchos años en mi dormitorio del palacio en Troya, sentí una confusión de arrepentimiento y deseo. Su amor es una tortura que me vence, nunca he podido resistirme a él. Él me venera como a una diosa porque así lo quiso el destino caprichoso. Pero su amor me duele, y una parte de mí lo rechaza. No olvido que es mi enemigo. Cuando le hablo a Ctimene de estos perturbadores sentimientos, me responde con una sensatez irrebatible, con el instinto de supervivencia más irrebatible aún:

- Da gracias a Afrodita por el amor de ese hombre, de no ser así no estaríamos ahora sentadas en estos cómodos divanes, yo sería una sombra en el Hades y no quiero ni pensar lo que sería de ti. Compadécete de tu cuñada Andrómaca, que ahora es propiedad del hijo del asesino de su esposo, un hombre engendrado por el monstruo de Aquiles. Apiádate de quien debe acostarse cada noche con un hombre al que odia, cuyo solo contacto debe resultarle aborrecible. Tú puedes aspirar a una vida de reina. La guerra ya ha terminado, y pronto todos la olvidaremos. Yo misma me asombro de la rapidez con la que los recuerdos se alejan de mi mente.

Mi buena Ctimene se equivoca; no lo sabe todo. Poco después de terminada la guerra tuve una visión que me permitió conocer nuestro destino. No deseo la muerte del hombre que amo, pero sí del que destruyó Troya. Desde que supe su destino no me atormenta el pensamiento de vengarme de él y de los suyos, no es necesario que yo me ocupe, los dioses se encargarán de ello.

No puedo tolerar el olvido, no debo consentirlo. Esta mañana he ordenado a uno de los asistentes de Agamenón, un muchachote alto y fornido de pelo claro y piel rubicunda, como la mayoría de los aqueos, que trasladase a mi aposento, no el dormitorio que comparto con el rey de Micenas sino una sala destinada a mi uso privado, una mesa de roble tan pesada que apenas ha podido cargarla él solo. Ha debido soportar las burlas de Herófila y Ctimene, cuyas lenguas son más afiladas que las espadas, mientras sudaba y bufaba; yo hacía que cambiara la mesa de lugar fingiendo indecisión y mis dos esclavas no disimulaban su risa, sus insolentes carcajadas de burla. Finalmente he ordenado que la dejara debajo de una gran ventana que da al puerto de Aso y al mar de los Dardanelos, sus nieblas y sus escarpados riscos. A mis espaldas está lo que queda de Troya, no puedo verla, ni el Egeo, los ríos o el monte Ida, nada que me la recuerde. Sólo así podré hallar la serenidad necesaria para cumplir mi propósito. He mandado traer dos enormes lucernarios, y una lámpara de aceite que he colocado sobre la mesa, así como todo el pergamino y el papiro que se ha podido hallar en Aso. No me faltará luz ni material para escribir. Tampoco la ayuda necesaria, puesto que desconozco el arte de componer versos y sólo soy capaz de narrar mi historia y la de Troya de un modo sencillo, como lo haría un niño, pero con el cuidado minucioso de ser fiel a la realidad y al orden de mis recuerdos. Herófila se encargará de versificarlo con bellas palabras que suenen a música en la voz de los cantores. Ella ha pretendido corregir o modificar lo que yo escribo, ha tratado de convencerme de que es necesario, pero yo me he negado, quiero contar la verdad aunque falte a la armonía. Después de mucho discutir, he aceptado dejar un amplio margen en el pergamino para que ella añada las notas o los comentarios que crea necesarios. Por otra parte, también he cedido a que se ocupe ella de narrar aquellos episodios que me resulten en exceso dolorosos o que, por diferentes razones, conozca mejor que yo. He observado que los poetas tienden a dar excesiva importancia tanto a su trabajo como a sus personas. A cambio de jurarme que no cambiará ni una sola letra de lo que yo escriba, he cedido a su petición de que se permita criticarme o corregirme en sus anotaciones. Me abstendré de leerlas, pues temo montar en cólera si algo de lo que leo me desagrada. Apenas he comenzado y ya estoy adquiriendo ciertos rasgos propios del carácter de los poetas. De todos modos, confío en ella, no hay sirvienta más leal ni mujer más lista y capaz. Todo sea porque Troya no caiga en el olvido, porque se haga eterna en la memoria de los hombres.

Trataré de convencer a Agamenón para que permanezcamos en Aso el tiempo necesario para concluir mi escritura, pues luego todo habrá terminado. Mañana mismo hablaré con Demódoco, él se ocupará de que nuestra historia siga viva cuando todos nosotros hayamos muerto.