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Helena de Esparta

Así fue como conocí a Herófila. Si Ctimene era mis ojos y mis oídos en Troya, la tesalia lo fue en Grecia. Poco después el Consejo de la ciudad -es decir, mi padre, que lo manipulaba a voluntad- decidió que una embajada se dirigiera a Grecia para tratar el rescate de Hesíone, puesto que las gestiones pacíficas de Antenor habían fracasado una vez más. Paris se ofreció, si mi padre le facilitaba una flota grande y bien tripulada, y éste accedió. Él mismo, por consejo de Afrodita, se encargó de construir la flota. Lo supe más tarde por Enone, la diosa del amor se había convertido en su protectora, tal como le había prometido. La nave capitana debía llevar en el mascarón de proa una Afrodita sosteniendo en sus brazos a su hijo Eros.

Cuando Ctimene me trajo la noticia, caí al suelo presa de convulsiones y temblores. Cuando me serené, solicité a los carceleros, a través de la puerta, hablar con mi padre, con mi madre o con mi hermano Héctor. Finalmente, llegó éste y corrí a abrazarle con desesperación. Me escuchó. Después me acarició mientras arreglaba mis revueltos cabellos, me besó y me dio un cálido abrazo con sus poderosos brazos que fue para mí más beneficioso que la mejor de las pociones. Prometió hablar con mi padre, prometió que me sacaría de mi encierro. Pero no me creyó, no creyó ni una sola palabra de lo que dije.

Sólo yo sabía que la intención de Paris no era traer a Hesíone sino seducir a Helena, pero mi padre se dejó engañar, orgulloso de ese nuevo hijo al que deseaba dar a conocer a sus aliados y adversarios. Se llevó consigo más de diez naves y, tal como ya sabía, a mi primo Eneas.

Herófila, que trabajaba bajo mis órdenes, cumplió su palabra y me envió regularmente noticias por medio de mensajeros a los que pagaba generosamente con el oro y la plata que le di antes de partir. Era peligroso conservar esos mensajes, y por ello los quemaba inmediatamente después de leerlos, pero los recuerdo a la perfección y casi puedo transcribirlos en su totalidad. Yo también le enviaba correos por el mismo conducto, dándole órdenes y recomendaciones. De este modo supe con detalle todo lo que sucedió antes de que las naves griegas aparecieran en la playa de Troya.

Debo decir asimismo que Agamenón halló el modo de enviarme alguna carta desde que se marchó de Troya. Sus escritos eran meras esquelas de amor, redactadas con torpeza pero con pasión y ternura. No puedo decir que me mintiera, puesto que me amaba, pero jamás me comunicó sus intenciones o sus planes, ni el más mínimo acontecimiento concerniente a la relación entre los dos países. Éramos adversarios, y pronto seríamos enemigos; aunque nadie en Troya o Grecia lo supiera aún -sospecho que salvo el astuto Palamedes-, yo lo sabía por mediación de Apolo. Ahora pienso que también de Agamenón; el amante comprende de modo inmediato el ser profundo del que ama, pues el amor es una puerta abierta al conocimiento, así, Agamenón y yo nos entendíamos con una mirada y ambos sabíamos cuáles eran los pensamientos del otro. Acaso por esa razón lo dejé ir, por eso me quedé en Troya. Ahora sé que Agamenón fue el verdadero artífice de la guerra, por encima de Paris, de Helena o del rencor de mi padre por el rapto de su hermana, y aun sospechándolo, me enamoré de él. El amor es sabio, pero también ciego. Cupido dispara sus flechas con una venda en los ojos.

Cuando el rey de Micenas supo de mi encierro, lo lamentó sinceramente; creo que odió aún más a mi padre por esa razón. Urdió un plan para sacarme de Troya y enviarme a la isla de Pafos, donde viviría un tranquilo retiro alejada de toda humillación o peligro y él podría visitarme con frecuencia. Arrojé la misiva al fuego; mi respuesta fue negativa. Nunca he sido una traidora.

Antes de que Paris partiera para Grecia, Ctimene, siguiendo mis instrucciones, consiguió una planta de dedalera. La maceramos durante doce días para preparar un poderoso extracto, y finalmente conseguimos la cantidad suficiente para matar a un hombre. El veneno era seguro, la dedalera no deja rastro alguno y la muerte se atribuye a causas naturales, el corazón deja de latir. También planeábamos el modo de dárselo a tomar por medio de una de sus amantes. Debo decir que Ctimene se mostraba más dócil y complaciente cuando yo era una proscrita, lo cual demuestra su natural bondadoso y fiel. Según ella, no me merecía el trato infamante que me daba mi familia; aquel encierro nos hizo más amigas.

Finalmente, en el último momento, con el frasco de veneno temblando en mi mano, me arrepentí y no fui capaz de llevar a cabo mi plan. Paris era mi hermano, y sólo un ser infame es capaz de asesinar a la sangre de su sangre. Ahora pienso que el taimado Apolo o la astuta Afrodita, la protectora de Paris, guiaron mi mano cuando arrojé aquel frasco al fuego. Mucho lamenté mi acción. Aquella noche tuve pesadillas y desperté gritando. Ctimene, que dormía en un pequeño lecho al fondo de la estancia, me dio a beber varias pócimas, pero ninguna de ellas me calmó. Recuerdo poco de lo que dije, sólo mi llanto desesperado y el nombre de mi hermano Héctor saliendo de mis labios entre gemidos.

He pensado que esta parte de la historia corresponde contarla a la propia Herófila. Ella la vivió de un modo más cercano que yo. Así se lo he dicho esta mañana mientras me servía la torta de cebada con miel y el queso de cabra que tomo para desayunar.

- Eres libre de escribir lo que se te antoje -he concluido.

Sé que no faltará a la verdad, y me he comprometido a no leer lo que ella escriba, puesto que no deseo coaccionarla por temor a provocar mi ira o mi tristeza. A continuación, he añadido con ironía:

- Así podrás criticarme a tu capricho. Todos los esclavos deseáis reprender con inquina a vuestros amos, ahora tienes la oportunidad.

- Disfrutaré con ello, señora, te lo aseguro.

Herófila se ha echado a reír a grandes carcajadas, tal como acostumbra. Es tan contagiosa su risa que la he seguido, y por unos momentos he olvidado el dolor de recordar.

Narración de Herófila:

Paris sedujo a Helena la primera noche. En Esparta, como en Tesalia, se permite que las mujeres estén presentes e intervengan en las entrevistas entre hombres, lo cual no sucede en el resto de Grecia desde que se adoptó la nueva religión. Yo adoro a la Gran Diosa, aunque respeto a los olímpicos. Son crueles, violentos, caprichosos y pendencieros, pero reconozco su poder. La travesía hasta Grecia fue tan propicia, los vientos tan favorables, que pensé que Poseidón nos protegía, aunque, según la opinión de Casandra, no fue éste sino Afrodita, que estaba deseosa de unir a los amantes.

Debo decir que Casandra me puso al corriente de lo que sucedería en el palacio de Menelao; dijo haberlo visto en uno de sus trances, pero no la creí. Sin embargo, no me pareció una loca o una enferma, como se decía en Troya, me bastó mirar por primera vez el fondo de sus ojos y escuchar su voz, que cuando está en sosiego es dulce y profunda. Llegué a la estancia de la torre con las ropas y el cabello alborotados y llenos de hojarasca, polvo y arena del mar que traía el fuerte viento. Sonrió al verme, pero, sin asomo de burla o desprecio, con un sutil sentido del humor, dijo:

- Dicen que las brujas de Tesalia vuelan subidas a sus escobas, mirándote se diría que es cierto.

- Honorable Casandra, hija del gran Príamo, puedo afirmar que hoy no es necesaria escoba alguna para volar en Troya.

Se echó a reír y ordenó a Ctimene que acomodara mis ropas y me sirviera vino caliente con especias. Desde entonces, ella fue mi mejor amiga y el ama más generosa que he tenido jamás. Acepté de buen grado servirla, pero sólo después de muchos años descubrí o asumí lo mucho de verdad que había en sus predicciones. Muchas veces he pensado que el encuentro con Apolo en la cueva fue un sueño, y que el dios con el que soñó no era más que su sabiduría natural, su capacidad para ver aquello para lo que los demás estábamos ciegos: la verdad, y la verdad atormenta no porque sea terrible sino porque es inevitable. Mi pobre princesa Casandra era una mujer perseguida por los fantasmas de su propia gracia.

Aquella primera noche en el palacio real de Esparta, los dos recientes enamorados estaban protegidos por la diosa Afrodita, la puta del Olimpo se encargó de emborrachar a Menelao. El rey de Esparta no acostumbraba a beber en exceso y, cuando lo hacía, su poderosa constitución le permitía parecer sereno. Cuando Paris escribió con vino su declaración de amor sobre la mesa, Menelao roncaba enjaulado en un sueño profundo y embrutecedor. Yo no me retiré cuando lo hicieron los cantores y demás personas del séquito, sino que me quedé para observar por el agujero de la cerradura de una de las puertas. Helena llamó a unos esclavos para que se llevaran al rey borracho, y cuando el grupo salió de la estancia y se quedó sola con Paris, ella, como la más baja de las rameras, se sentó sobre la mesa y levantó su túnica por encima de los pechos. Paris pareció volverse loco, la besó, le acarició los muslos, le lamió los pechos y finalmente la penetró mientras ella gritaba como una perra en celo. Varias veces se derramó el príncipe troyano en el interior de la zorra rubia. ¡Oh!, Diosa, cuánto mal ha causado tanta lujuria. Pero entonces yo lo ignoraba, la escena me divirtió, animó mi vulva, que para entonces latía como un corazón enfurecido, y corrí a que me la apaciguara un buen mozo que aquella mañana había suspirado al pasar delante de mí.

Al día siguiente sucedió un hecho a la vez curioso y nefasto: Menelao recibió un correo, su hermano Agamenón le invitaba a ir a Creta para asistir a las exequias del rey Catreo, descendiente del legendario Minos, a las que acudirían los otros príncipes de Grecia. Y aquel marido confiado y ciego partió tranquilamente y, sin sospechar de su esposa, sin observar la belleza del príncipe Paris, sin tener en cuenta la propia hermosura de su mujer, los dejó solos en el palacio.

Sólo los dioses y los augures saben lo que va a suceder en el futuro. Tras unos días en los que Paris y Helena apenas salieron del dormitorio conyugal de ésta, se nos informó de que regresábamos a Troya.

Envié un correo a Casandra y recibí una rápida respuesta, pasara lo que pasara, yo debía seguir en Grecia. Hablé con el bondadoso Selino y le comuniqué mi deseo de continuar en la tierra de mis antepasados con la excusa de que durante muchos años la había añorado. Él comprendió, suspiró y se lamentó de la vida errante del cantor. Luego me dijo que conocía a un poeta llamado Dictis, que cantaba en la corte de Micenas. De modo que redactó una carta para él.

Entretanto, Paris y Helena saqueaban el palacio. Se llevaron la mayor parte de los tesoros, así como oro por valor de tres talentos, robado en el templo de Apolo, y cinco sirvientas de la reina, entre las que se hallaba alguna dama ilustre. Yo ignoraba lo que estaba sucediendo, aunque sospeché del trasiego de esclavos que llenaban sacos de objetos preciosos, muebles, enseres, adornos, lámparas, vajillas. Uno de ellos llegó a arrebatarme un vaso de plata en el que bebía, y cuando le reprendí, me dijo que eran órdenes reales. No supe de la huida de Helena hasta que la vi salir del palacio en un carro tirado por corceles negros. Cuando Paris la ayudó a subir, distinguí su cabellera rubia que brillaba a la luz de la luna. «Fuego -pensé-, lleva el fuego con ella». Huyeron de noche, como los ladrones y los proscritos, mientras la pequeña Hermione, la hija de Menelao, dormía tranquilamente en su lecho ignorando el abandono de su madre.

No fueron directamente a Troya. Temiendo que Menelao les persiguiera, hicieron escala en Sidón, en Fenicia, en Chipre y en Egipto. En todos aquellos lugares, Paris fue recibido con honores por príncipes y reyes. La noticia de que la esposa del rey de Esparta iba con él estaba en boca de marinos y mercaderes, y pronto llegaría a Troya, aunque no fuera más que en calidad de rumor.

Mientras tanto, el palacio se había convertido en un caos. Ningún soldado, esclavo o canciller se atrevía a enviar un mensaje a Creta, se deliberaba continuamente, se hablaba, se planeaba, pero no se hacía nada, todos temían la reacción de Menelao. Un día, mientras recogía fresas -ayudaba en cualquier tarea doméstica, también en la cocina-, me salió al paso entre la espesura del bosque un buhonero. Al principio me asusté y corrí a coger una rama de árbol, pero el hombre se echó a reír, y cuando se retiró la capucha reconocí a uno de los esclavos de confianza de Casandra, se llamaba Aristoo.

- Alabada sea la Diosa -exclamé-. ¿Vienes de parte de la princesa Casandra?

- De la misma. Llevo varios días vigilando el palacio a la espera de encontrarte a solas.

Se sentó en el tronco de un árbol. Era un hombre alto, recio, de complexión corpulenta y apuesta, aunque algo grueso. Vestido de otro modo, infundiría temor a ladrones y salteadores. Tenía unos soberbios músculos que se percibían incluso bajo sus amplios ropajes de buhonero, sería sin duda un excelente luchador, aunque en el palacio de Troya se encargaba de cortar y transportar leña, así como de cualquier trabajo de carga o albañilería. Después supe por Ctimene que fue uno de los obreros que tapió las ventanas de la torre donde Casandra estaba encerrada. Mientras lo hacía, maldecía en silencio al rey Príamo y, en una ocasión, no pudiendo más, se arrodilló ante Casandra y le pidió que le perdonara, y ésta lo hizo con la dulce tristeza que la oprimía por aquellos días. La conocía desde que era niña, la adoraba.

Aristoo sacó de entre los numerosos pliegues de sus vestiduras una bolsa de cuero.

- Ven -dijo-, mira.

Estaba llena de piezas de oro, plata y bronce.

- ¿Será suficiente? -preguntó.

Yo asentí. Después le pregunté si él debía regresar a Troya.

- Tengo órdenes de la princesa de protegerte. Seré tu primo, mi padre era de Ítaca, soy medio griego.

En efecto, no parecía troyano. Aunque su pelo era oscuro, su tez era clara y sus ojos tenían un hernioso color dorado.

- La princesa me entregó un collar de oro y lapislázuli de gran valor. Lo vendí en Chipre a un mercader. Por otra parte, alabados sean los dioses, ya no la tienen tan vigilada. Le permiten salir una vez al día a pasear por los jardines del palacio.

Le expliqué a Aristoo mi idea de viajar a Micenas con Dictis, entonces frunció el ceño y blasfemó.

- Se lo dije a la princesa -rugió-, el divino Apolo no me ha concedido sus dones, las musas no están conmigo, no sé tocar ningún instrumento, ni cantar versos.

Le tranquilicé acariciándole el áspero mentón, cuyo contacto me excitó.

- Durante el trayecto hacia Micenas pensaremos en algo -dije-. Aprenderás, yo te enseñaré.

Me palpó los pechos, los envolvió con sus enormes manos y quiso acercar a ellos su boca, pero yo le detuve.

- Ahora debo marcharme, me estarán esperando. Ocúpate de buscar una carreta. Nos vamos esta misma noche.

Desde luego, yo no comprendía que raptar a una mujer, aunque estuviera casada, entrañara la horrible desgracia que nuestra princesa auguraba. Todavía las mujeres podíamos elegir marido o amantes, aunque algunos hombres se opusieran a esa costumbre. Entonces yo pensaba que Helena no había hecho otro mal que abandonar a su pequeña hija. Por otra parte, a un marido furioso se le podía contentar con unos cuantos talentos de oro. Y, sin embargo, sabía que la noticia perturbaría a Casandra. Me pregunté una vez más si no nos estábamos arriesgando por las pesadillas de una demente. «Ella es mi señora -pensé-, ella paga, ella ordena y yo obedezco». Pasé el resto del día orando a la Madre Todopoderosa para que mi pobre princesa no sufriera más aquellos dolorosos trances que tanto la atormentaban.

Narración de Casandra:

Le ordené a Ctimene que cuando observara los primeros síntomas del trance me atara a la cama, me tapara la boca y me diera a beber uno de los brebajes que teníamos preparados para aquellas ocasiones, aunque fuera por la fuerza. Las esclavas que permanecían junto a mi cuarto no sólo estaban para servirme sino también para espiarme. Mi padre debía tener pleno conocimiento de lo que me sucedía -también, luego lo supe, de mis profecías-, y ellas le daban parte a diario de lo que oían a través de la puerta. Sabía que si mi estado no mejoraba, si mi comportamiento no era el de una persona juiciosa, el de la hija de un rey, jamás me permitirían salir de la torre. Príamo de Troya podía ser implacable.

Durante los lentos días de mi encierro había logrado percibir la llegada de las visiones, y me enfrentaba a ellas con toda la serenidad de la que era capaz, lo cual resultó para mi espíritu una tarea de titanes. Un día, mientras jugaba a los dados con Ctimene, de repente vi el cuarto envuelto en llamas; el fuego brotaba por todas partes de forma espontánea, de la cama, del trípode, del suelo, de las cortinas. Grité. Apenas oía la voz de Ctimene que me rogaba que me calmara. Cerré los ojos, me cubrí el rostro con las manos, pero continuaba viendo. No sabía si eran mis sentidos, mi mente o la realidad, no sabía si soñaba o estaba despierta, pero aquel espanto me llegaba con tal grado de intensidad que me resultaba casi imposible de soportar. Mientras vagaba por la habitación tratando de apagar las llamas de mis ropas, vi a un hombre ensangrentado tendiendo hacia mí sus manos, un tullido se arrastraba por el suelo, un muchacho joven con las cuencas de los ojos vacías me pedía ayuda, una mujer gritaba, sobre los brazos llevaba un niño muerto. Me vi rodeada de espectros, muertos, heridos, mutilados, que avanzaban hacia mí con los brazos tendidos, suplicando socorro. Me desmayé. Dormí durante dos días. Desde entonces, cada mañana y cada noche tomaba un bebedizo, y lograba mantenerme serena casi la mayor parte del día. Las visiones jamás dejaron de acosarme, pero las veía a través de una niebla, los sonidos eran lejanos, el dolor disminuía, la angustia se transformaba en un llanto silencioso, lento, con la mansedumbre de los ríos cuando llegan al mar o desaparecen bajo tierra. Finalmente, aquel encierro me fortaleció.

Recibí el correo de Herófila en el que me informaba del rapto de Helena. Llegó, como de costumbre, a través de la lechera que cada día me traía leche recién ordeñada. Nada más leerlo me puse lívida y Ctimene me ató y me amordazó. Luego me introdujo el filtro en la boca y me lo hizo tragar a la fuerza. Mi ataque fue atroz, la visión terrorífica, la rabia casi insoportable, pero eso también pasó. Cuando desperté de mi sueño balsámico, tenía señales de las ligaduras en las muñecas y los tobillos, tan violentos fueron mis convulsiones y temblores. Mientras yo dormía, Ctimene cuidó de mí y, finalmente, al cabo de dos días, cuando las dos estábamos serenas aunque agotadas y dolidas, dije:

- La ramera espartana no tardará en llegar a Troya.

- Sí, señora -se limitó a decir mi pobre amiga. Pero a ella sólo le importaba una cosa-: Nadie ha oído nada, te lo aseguro. Creo que pronto te dejarán salir.

- Me dejarán salir, sí, muy pronto. Cuando ella llegue, querrán exhibirla, querrán que la vea toda Troya, incluso yo. Tú también, Ctimene, verás a la mujer más bella del mundo, se te cortará la respiración, creerás estar viendo a una diosa, te seducirá a ti y a todos, es el poder de la belleza.

- Señora, si, al parecer, el príncipe Paris la ha raptado, es posible que tu padre, el rey, la devuelva a su esposo.

- Eso no sucederá -afirmé.

En una de mis visiones, serena por el efecto de las pócimas, vi a Menelao regresar al palacio de Esparta. Cuando supo lo ocurrido, su cólera fue tan grande que pareció enloquecer. Destrozó con sus manos los pocos objetos personales que su esposa había dejado y corrió tras los esclavos con la espada en la mano acusándolos de traidores. Nadie osaba aparecer ante él. Al fin, su vieja niñera logró aplacarlo con extracto de cáñamo disuelto en vino.

Inmediatamente corrió a Micenas a pedir ayuda a su hermano Agamenón. Pero las noticias volaban y éste ya estaba enterado. Mientras los dos hermanos hablaban en uno de los salones del palacio de Micenas, entró Clitemnestra, la esposa de Agamenón. Era una mujer alta, de sonrisa enigmática y belleza rapaz. Se echó a reír en el umbral de la puerta; esas carcajadas, que estallaron en mis oídos, hirieron el orgullo de los dos hermanos. Vestía una túnica oscura y llevaba los brazos cubiertos hasta el codo de pulseras de oro que tintineaban al moverse. Estaba comiendo una manzana.

- Bienvenido a Micenas, ¡oh, Menelao!, el más insigne de los cornudos.

- Calla, deslenguada -contestó aquél.

Ella, que seguía masticando tranquilamente, escupió un trozo de fruta.

- Así que la puta ha huido con el troyano; dicen que es un hombre muy hermoso. Esparta está sin reina, claro que nunca la tuvo. No era más que una consorte, como yo, pero era lo que me correspondía cuando me casé con el rey de Micenas. Ella reina, yo esposa de rey, así lo decidió mi padre, porque, al parecer, ella nació antes, cosa difícil de precisar puesto que ambas somos nacidas del mismo parto. Tú le arrebataste el reino y ahora ella se ha vengado.

- Mujer, vete a tu telar -dijo Agamenón-. Mi hermano y yo tenemos que hablar.

- Muestra el respeto que debes a la madre de tus hijos -respondió-. Pero me voy, dejo a los hijos de Atreo que gobiernen.

Escupió otro trozo de manzana, que cayó entre los pies de los dos hombres. Luego concluyó:

- Gloriosa estirpe de asesinos.

Agamenón profirió varios insultos, juró arrancarle la piel a tiras, pero ella ya había salido de la estancia, y durante un rato oí su risa y el sonido de sus pulseras. Todavía no sabía de lo que era capaz, Apolo aún no me había enviado esa visión.