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Los oráculos de Troya

Narración de Casandra:

Entonces los troyanos pensaban que ganaríamos la guerra. Yo supe que no iba a ser así desde que reconocí en un pastor de ganado a un príncipe de Troya. Yo lo sabía, otros lo temían o lo sospechaban, reconocían como posible tal desenlace. Podríamos llamarles personas previsoras, cautas, no quiero pensar que fueron cobardes o traidores, probablemente no lo fueron. Trataron de defenderse o de protegerse; es natural, el miedo a la muerte convierte la más ruin de las acciones en un acto sensible al entendimiento humano. Ya no les culpo ni les censuro, salvaron la vida. Ellos serán la voz de la memoria de Troya. Nuestra estirpe sobrevivirá.

En qué momento y cómo pactaron con los griegos, no lo supe nunca a pesar de mis informadores. Eran hombres muy astutos, era necesario que lo fueran. Agamenón se niega a confesarlo, debe guardar el secreto.

Antenor y Eneas se salvarían, me bastaba mirarles a los ojos para saberlo. Cada cual tenía sus razones, Antenor había perdido a la mayor parte de su descendencia, seis de sus ocho hijos varones, en una guerra que reprobó desde el principio y que, en vano, había tratado de evitar. Por qué no se habían de salvar los dos hijos que le quedaban vivos. Era troyano, estaba casado con la hermana de la reina, pero también era amigo de los griegos y defensor de su causa. Con probabilidad había pasado más de una noche en vela paseando por el jardín de su hermosa casa cercana a la muralla y al templo de Atenea, enfrentado a pensamientos que le conducían a un laberinto de dudas y conflictos. Soportó la muerte de sus hijos -uno a uno-, el pobre viejo, el dolor sin medida de mi tía Téano, y no pudo más. El último año de la guerra el rostro de mi tía era impresionante, la representación del más profundo sufrimiento. Los dos decidieron cuál había de ser su destino. No más muerte. No más piras funerarias en la familia de los Antenóridas, no más dolor ni más lágrimas, ni más suplicantes con los cabellos cortados, ni más habitaciones vacías, ni más insoportables recuerdos. No se perdería Troya por él, sino que se salvarían sus hijos, su hermosa Téano y los hijos de sus hijos. Así debió de pensar mi tío, una de sus muchas noches de insomnio, en el jardín de su casa, tan cercana a la muralla.

Y Eneas se cansó de exponer la vida para defender la ciudad de quien siempre había despreciado su Dardania, su persona y la de su padre, Anquises, el reino del poderoso, el soberbio Príamo, el que, casi como una burla, le había dado en matrimonio a la menos hermosa, la más hueca y perezosa de sus hijas, mi hermana Creúsa.

Supongo que ésas fueron las causas, no sé nada más. Luego vi la piel de leopardo sobre la puerta de la casa de Antenor y a Eneas cargando sobre sus espaldas al anciano Anquises. No hay lugar para el rencor, no tiene sentido.

Con cierta claridad puedo comprender cómo ese ladino Odiseo fue capaz de entrar y salir de Troya sin ser visto, sin que mis informadores o los espías de mi padre lo supieran. Descubrió uno de los reductos subterráneos que yo misma desconocía, yo y muchos, un verdadero secreto. Pero no lo adivinó por las artes de Calcante, ni su privilegiada mente lo imaginó o su olfato de sabueso señaló el rastro a ras de tierra. En esos últimos meses de la guerra, pasaban cosas en Troya que nadie sabía. Cuando ya no se luchaba a campo abierto, cuando habían cesado las batallas cruentas y muerto los héroes que podían conducirlas, cuando el grueso de la tropa aquea estaba expoliada por el cansancio y el desánimo, cuando los troyanos, confiados, orgullosos y fatuos, como lo fueron siempre, subían a lo alto de las murallas cada amanecer porque habían soñado o algún adivino borracho les había asegurado que las naves aqueas se habían hecho a la mar, cuando todo eso estaba a la vista, la verdad sucedía por la noche y en secreto. Era la guerra de los planes y las conjuras.

Halio, mi amante tracio, me dijo una de las últimas noches que pasamos juntos que había hallado la forma de huir si los griegos tomaban la ciudad y lograba salvar la vida.

- Mi familia tiene una casa en Tracia, una granja. Es modesta, pero da lo suficiente para vivir con comodidad. Tenemos cultivos de cereales, un huerto y animales. El excedente lo vendemos en el mercado. Por las últimas noticias que tengo han prosperado lo suficiente para comprar más tierras y ganado. Viviríamos bien los años de vida que nos quedan y no creo que nadie te reconociese.

Había sido un bravo soldado, arriesgando su vida por Troya en varias ocasiones. Comprendí que intentara salvarse, pero me sorprendió el apego que sentía por mí.

- ¿Yo?

- Serías una buena esposa y una buena madre. Te acostumbrarías a esa vida y seríamos felices.

- Yo ignoro cuál va a ser mi destino.

- Lo sabes. Si perdemos la guerra serás prisionera y concubina de alguno de ellos, un botín de guerra, igual que las otras mujeres de tu familia.

- Puede que no logre escapar -dije-. Puede que me maten o me capturen antes. No sabemos lo que va a suceder. Además, no puedo abandonar a los míos.

- Bien, hagamos una cosa. No se atreverán a profanar el templo de Hécate. Si quieres venir conmigo apaga las antorchas que están sobre el altar y deja una lámpara en la ventana. Si no logras escapar, te buscaré. Si tu voluntad es acompañarme a Tracia, haz lo que te digo y los dioses nos ayudarán.

Me conmovió que me amase de ese modo y le besé en los labios.

- Aunque tal vez no sea necesario -continuó-, puede que ganemos la guerra.

- Puede ser.

Me tumbé sobre él y nuestro abrazo fue tan largo y gozoso que duró hasta el amanecer.

El conocimiento de algunas cosas me llegó demasiado tarde. Quise resolverlo abofeteando a Herófila, no fui demasiado cruel, no llegué a usar el pequeño látigo que guardaba en mi cuarto para azotar a los esclavos. Pero recuerdo que lo mantuve en el aire, el aguijón del cuero se detuvo cerca de su cara, la pobre estaba aterrorizada. Lo peor de todo, lo que más me indignó, fue la creencia de que había callado para no afligirme. Me aseguró, me juró por la Diosa que yo estaba equivocada.

Odiseo y su inseparable Diomedes habían raptado a mi hermano Heleno. Lo llevaron durante la noche al campamento aqueo. Y habló. Por fin dejé de zarandearla y arañarla. Logramos serenarnos las dos.

- ¿Tuvo algo que ver Agamenón? -Mi interés era lo menos importante, pero no podía evitar pensar en él, amarlo todavía; el amor en ocasiones me salvaba de la pérdida o de la impotencia.

- No, señora -dijo.

- ¿Estás segura?

- Estoy segura. La causa fue Calcante. Consultó a los oráculos y éstos le dieron tres nombres: Heleno, Laocoonte y tú, señora Casandra.

Volvió a callar de nuevo a causa del miedo. La obligué a que siguiera.

- Tu fama ha llegado hasta ellos, todos saben de ti. Creen que estás loca y que tus predicciones son falsas, así que te rechazaron.

- ¿Por qué eligieron a Heleno? Laocoonte conoce los secretos de Troya tanto o más que él.

- Eso no lo sé, no lo sabe nadie.

Ahora sí lo sabemos las dos. Ya no hay secretos. Heleno tendrá una larga vida, y también Eneas y mis primos Antenóridas.

- No le pegaron ni le torturaron, señora. Odiseo logró que hablara sin necesidad de violentarlo.

- Continúa -dije.

- Heleno dijo que la toma de la ciudad no se llevaría a cabo mientras estuviera aquí el sagrado Paladio, que nos protege. También aconsejó que trajeran el arco y las flechas de Heracles que eran propiedad de Filoctetes, el arquero, y a Neoptólemo, el hijo de Aquiles. Ya han partido en busca de ambos.

Conocía desde que era niña los oráculos de Troya. Heleno les había dicho la verdad. Tuvo que recibir un alto pago. Lamenté más que nunca mi condición y mi vida, la maldición de Apolo, toda aquella pesada carga. Si me hubieran capturado a mí, el destino de Troya habría sido otro, quizá no estaría aquí bajo esta ventana sino escribiendo una historia cruel. De nuevo creen los que me rodean que estoy loca o que soy una bruja. Algunos esclavos se asustan cuando me ven llenar de signos los pergaminos, creen que hago magia y huyen de mí, me temen más incluso que al propio Agamenón o a Odiseo. El Destino es tan poderoso que no sólo se consuma sin remedio sino que además se repite, como si fuera la carcajada de un loco.

Entonces tuve una visión. Aunque era demasiado tarde, ordené a Herófila que reuniera a tres de los mejores hombres de mi guardia y a otros dos de los esclavos que poseía para mi protección personal. Herófila y yo nos embozamos y salimos del palacio en dirección a la puerta Troyana.

La noche estaba tranquila, silenciosa, sólo se oía el ruido del mar como un susurro lejano. No había nadie en las calles salvo los borrachos y las mujerzuelas que frecuentan las tabernas. El templo de Atenea poseía la paz habitual de los lugares sagrados. Todo estaba como de costumbre, los dos centinelas en la puerta, los antorcheros encendidos, olor a incienso y a ámbar. Yo, sin embargo, sabía. Ordené a los guardias que se detuvieran. Yo misma abrí las dos pesadas jambas. La luz de las antorchas me deslumbró; luego me acostumbré a la iluminación extravagante y artificiosa que llenaba el espacio rectangular de sombras oblicuas y extraños contrastes. Sólo necesité unos pasos para darme cuenta de que el lugar ocupado por la estatua de la diosa era un gran agujero negro. Cerré los ojos, ahogué un grito y me llevé las manos al rostro. Estaba en el campamento aqueo, en el oscuro vientre de una nave donde habían preparado para ella un altar y ofrendas. Un hombre vestido de mendigo, sucio y arañado, dirigía la oración delante del altar, los brazos elevados, los puños cerrados, los ojos mirando hacia el cielo. Nunca vi con tanta claridad a Odiseo, el rostro ancho, los pequeños ojos azules, el cabello encrespado y ligeramente rojizo, ni siquiera ahora que casi cada noche ceno con él, pues me muestra la cara que más le conviene y casi siempre trata de engañarme, es su naturaleza. Pero en mi visión era un hombre que oraba con devoción y humildad, miedo y gratitud, como lo hacemos todos, troyanos, aqueos, misios, escitas, como han hecho siempre los hombres y lo harán por los siglos de los siglos. Todo pasó mientras yo dormía.

Mi tía Téano estaba sentada en el suelo frente al altar. La cogí del largo cabello gris peinado en pequeñas trenzas, adornado con cintas de oro y sartas de perlas, y la obligué a mirarme. Sus pupilas brillaban como ascuas, en ellas se reflejaban las dos hileras de antorchas que flanqueaban las paredes del templo. Tuvo que haber llorado mucho.

- Casandra, ¿qué haces aquí?

La abofeteé con tanta fuerza que empezó a sangrar por la nariz. El sufrimiento físico fue un alivio para ella, casi sonreía cuando habló:

- Fueron dos hombres, dos griegos, entraron por ahí-dijo señalando una de las puertas laterales que estaban tras el altar, y que conducía a corredores que llevaban a varias estancias secundarias y salían a la parte trasera del templo, donde estaban los animales y el pequeño edificio de los almacenes-. Estaba sola orando, me golpearon y me desmayé, no me di cuenta de nada. Cuando desperté la diosa ya no estaba.

Yo ya la había soltado. Ella se levantó con tanta rapidez que apenas me di cuenta. Era una mujer delgada y ágil. Me habló desde detrás del altar, pero allí las sombras la ocultaban.

- Si dices otra cosa no te creerán.

Tras el altar no había nadie, el lugar vacío de la estatua, el humo que salía de los trípodes y perfumaba el aire con pesada intensidad. Luego la voz llegó del otro extremo del templo, una esquina oculta que no podía ver.

- Todos creen que estás loca.

- Maldita seas -dije.

Corrí hacia el lugar desde donde salía la voz, había una puerta abierta y un pasillo oscuro. Eché a andar por él, llegué a una encrucijada donde había tres estrechos corredores y comprendí que era inútil seguir.

- Lo siento, Casandra, lo siento mucho -dijo la voz de mi tía.

Pasadizos, puertas secretas, túneles, conductos, entradas y salidas ocultas. Así fue como lo hicieron.

Odiseo ordenó a Diomedes que le azotara. Fue Diomedes al principio de aquella noche o al atardecer, mientras yo me hallaba en el templo junto a mi buen Laocoonte, bastante antes de que yo misma estuviese a punto de fustigar a Herófila con mi látigo de mujer de delgados rebenques. Él mismo me enseñó con orgullo las cicatrices.

Terminaba de escribir la última línea del anterior pergamino cuando vi que Odiseo paseaba por el patio y pasaba debajo de mi ventana. Recogí los útiles de la escritura y los puse en un cajón cerrado con llave para ocultarlo al miedo supersticioso de los esclavos. Bajé al patio y me senté en el banco bajo la higuera, junto a la fuente de piedra donde en los tiempos de las leyendas chapoteaban diminutas ninfas. Llamé a Odiseo y le pedí que trajera una jarra de vino y dos vasos. Me gusta hacer esta clase de cosas y comprobar cómo, les guste o no, obedecen.

No fue el vino el que le hizo hablar, sino su propia vanidad y la promesa de que yo misma preguntaría a los oráculos por las circunstancias de su retorno. No le bastó al taimado, y tuve que asegurarle además que haría magia. Jamás he realizado ciertas prácticas, pero las conozco, las que hacía Calcante, desde luego, hablaba con espíritus del Hades pero no usaba la sangre humana en sus rituales como la atroz Nila. Al rey de Ítaca le he dejado creer lo que él ha querido, ahora la que engaña soy yo. Ahora soy la que sabe, la que no tiene miedo. Y con toda su inteligencia no puede acceder a mis dones ni a mi extraordinaria situación de vencida y, sin embargo, dominante. El Destino es tan caprichoso que todo lo trastoca. Como el miedo le tiene poseído, ha olvidado -o quiere olvidar, o recuerda de forma vaga o desvirtuada- mi fama de loca. El pobre no sabe que cuando una sola profecía sale por mi boca se convierte en desatino y que jamás creerá nada de lo que digo.

Se mantuvo erguido, una pierna en el suelo, la otra doblada, el pie sobre el banco en el que yo estaba sentada. A veces se apoyaba sobre la rodilla, cuando necesitaba recordar algún detalle, pero la mayor parte del relato lo hizo con rapidez y pulcritud, como si antes lo hubiera memorizado con la intención, estoy segura, de contárselo a su hijo Telémaco y a los hijos de éste, si llega a viejo. Él también desea ser un poeta. Bebía vino a pequeños sorbos mientras hablaba. A Diomedes le resultó penoso azotarle, pues eran buenos amigos, inseparables. Luego se vistió con la basta túnica de uno de los cautivos y le ordenó a su compañero que untara sus cabellos y sus ropas con grasa de cerdo. Diomedes debía hacer lo mismo. Así era como entraban en Troya, disfrazados de esclavos huidos, por si les descubrían. Pero nunca sucedió. Una piedra de la muralla podía moverse; apenas pasaba un hombre por el hueco, pero era suficiente. En el interior de la ciudad alguien les guiaba, casi siempre esclavos embozados cuyo rostro oculto y larga capa podían corresponder a un hombre o a una mujer. Todo se hizo con mucha rapidez, con extremo sigilo.

El Paladio es una estatua de madera del tamaño de una mujer pequeña. Un hombre de complexión robusta y alta estatura como Diomedes podía transportarla con facilidad. Odiseo la ató a su espalda con gruesas cuerdas, que llevó enrolladas a su cintura. Entretanto, Téano, de espaldas al altar, evitaba mirar la escena. Tenían que decir una palabra convenida de antemano para entrar, otra para salir, y luego volver a seguir al esclavo. En esta ocasión no pudieron pasar por la estrecha abertura, pero la persona embozada y él sabían lo que habían de hacer. Al llegar a uno de los reductos custodiados por centinelas, sacaron sus dagas y les cortaron el cuello. Los guardias habían tomado vino con cierta pócima, pues una troyana generosa les convidó para celebrar la vislumbrada victoria; una vez más, la estupidez fue una excelente aliada. Ni siquiera intentaron defenderse. Sus músculos estaban flácidos, las mentes tan obnubiladas que con seguridad no fueron conscientes de que morían; se desmayaron en los brazos de sus verdugos y luego cayeron al suelo mientras se desangraban.

Durante el camino hacia el campamento aqueo, Odiseo precedía a Diomedes, que transportaba la estatua sobre sus espaldas, alumbraba el camino con una lámpara, le guiaba como un perro a un ciego. Y lo hicieron con tanta rapidez que muy pocos supieron de su llegada. Vivieron una noche de gloria. Calcante dijo que desde ese instante Troya estaba perdida. Tener el Paladio era como conseguir saltar la muralla.

Yo no iba a permitir que disfrutara de su hazaña, ni que me mintiera. Agamenón me contó otra versión, el mismo Diomedes se lo dijo.

- La verdad -dije- es que tú no ibas delante de él sino que te situaste a su espalda y que pensabas matarle porque no querías compartir la gloria. Sacaste tu daga, pero tu sombra te delató. Diomedes te vio cuando estabas a punto de apuñalarle. Es más fuerte que tú, así que te desarmó con facilidad a pesar de la carga que llevaba. Te pegó, te dio puñetazos y patadas durante un buen rato.

Me miró con incredulidad.

- Si hubiera querido matarlo lo hubiese hecho. No te quepa ninguna duda -dijo.

Tiró su copa al suelo y susurró. «Cómo lo habrá sabido esta bruja.» Luego dijo:

- Dentro de dos días partiré. Si vas al templo a orar por mí me detendré en Tracia para que tu madre vea por última vez a tu hermana Ilíone y a tu hermano Polidoro.

Yo acepté.