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Los esposos de Helena

Continúa la narración de Casandra:

El tiempo y el agotamiento decidieron el momento para iniciar las batallas a campo abierto. Por fin, uno de esos días bendecido por los dioses llegaron nuestros aliados tracios, frigios y licios. La puerta Escea se abrió por primera vez en mucho tiempo al son de los tambores para dar paso a los ejércitos. El pueblo troyano salió a recibirlos ebrio de alegría. La gente corría por las calles, las mujeres se acercaban para tocar las ropas de los caudillos, los grupos de niños se congregaban alrededor de los carros para admirarse ante el esplendor de las armaduras, el radiante rojo de los penachos o las curiosas espadas tracias de hoja curvada. Jamás el estrépito del paso de un ejército, que suele provocar en quien lo oye la amenaza y la angustia, que anuncia sangre y muerte, fue recibido con tal euforia. Al fin Troya no estaba sola. Nuestros aliados se habían repuesto del saqueo y la desgracia, habían salido de su refugio y, mientras los hombres más viejos y las mujeres reconstruían las ciudades, los ejércitos acudían a defender Troya de la rapiña de los aqueos, a expulsarlos de Asia Menor, para vivir y comerciar en paz como habíamos hecho durante siglos.

Se preparó un banquete como en los tiempos de esplendor anteriores a la guerra. Se encendieron todas las lámparas y antorcheros del gran salón, se adornó con guirnaldas y ramos de flores y se dispusieron mesas y sillas de caballete en la gran explanada junto al palacio real para disfrute del pueblo. Camino de los templos pasaban las procesiones de animales engalanados con coronas de hojas y flores para su sacrificio, blancas filas de corderos, bueyes y cabras custodiados por los sacerdotes. Los esclavos andaban atareados por las cocinas y los salones siguiendo las órdenes contradictorias y excitadas de mi madre y mis hermanas.

Mis hermanas, Creúsa, Laódice, Ilíone y la pequeña Polixena, peleaban por el vestido de bodas de mi abuela Leucipe, la esposa de Laomedonte, que se decía estaba bordado por la misma diosa Atenea y que, pese a los años, aún conservaba el blanco rotundo de la nieve y el brillo perfecto de los hilos de oro que representaban una cabalgata nupcial. Mi madre hubo de mediar, como cuando éramos niñas y disputábamos por una muñeca o una pelota. Por suerte los arcones de palacio almacenaban toda clase de tesoros de nuestras antepasadas que el cuidado de las esclavas había conservado con esmero. Como era día adecuado para excesos y extravagancias, mi madre permitió que salieran las vestiduras más excelsas y anticuadas, verdaderas reliquias de tiempos pasados que habían vestido las esposas de los reyes de Troya en ocasiones especiales. Antiguos ropajes sagrados de las ninfas tribales que adoraban a la luna antes de que Dárdano llegara a nuestras tierras e instaurara la religión de los pastores guerreros de Zeus. Mi madre, que aún sentía nostalgia de unos tiempos que, para ella como para muchos otros, estaban aún presentes, les permitió que lucieran aquellas ropas bordadas con los antiguos símbolos, tan pesadas que obligaban a caminar con majestad de diosa, y tan excéntricas que dejaban los pechos al aire, los pezones rodeados por círculos de perlas o, en su lugar, dos serpientes de oro engarzadas sobre la fina tela transparente. No era día para que mi padre se disgustase por pequeñeces, aunque, de ser otra ocasión y otros tiempos, tal vez se hubiera irritado.

Yo también me permití aquella travesura, no sólo por vanidad sino además por amor a mi pueblo, puesto que en definitiva mostraba el poder que Troya había poseído en todos los tiempos de su historia. Y así fue, en efecto, como mi padre, mis hermanos y nuestros aliados interpretaron aquella acción nuestra. Y mi madre en esta ocasión no bajó sola por la gran escalera, sino seguida por sus hijas, y nadie sintió compasión, sino la fascinada admiración que se siente ante la presencia de lo sagrado. Detrás de mi madre iba la bella Laódice, tras ella Creúsa, a continuación Ilíone, llegada de Tracia con su desagradable esposo, mi cuñado Polimnestor, luego yo y, por fin, la pequeña y hermosa Polixena. No hubo música, pues mi madre no la quiso, sólo un heraldo nos anunció, y bajamos en el más absoluto y respetuoso de los silencios. Una vez lo hicimos, las esclavas fenicias, cretenses y babilonias elevaron los brazos al cielo e invocaron a sus diosas. Mi madre habló, dio la bienvenida a nuestros amigos y los invitó a comer, a beber y a disfrutar de la fiesta. Pero no habló de guerra. Nosotras y nuestros excéntricos trajes conseguimos que todos se olvidaran de los griegos.

Enseguida me dirigí a saludar a mis viejos amigos. El buen Rezo, hijo de Ares, cuyos caballos eran legendarios por su belleza y rapidez, miraba mis pechos con tanta admiración que al final de la noche, ya ebrios, dejé que los acariciara. Los valientes Sarpedón y Glauco, que gobernaban juntos en Licia, pues allí continuaba vigente la antigua costumbre del gobierno compartido por dos reyes. A todos ellos los conocía desde que era niña, y con ellos compartí aquella noche feliz recordando los tiempos en que nos subíamos a los olmos, corríamos por la orilla de los ríos o retozábamos entre las espigas de trigo. No recuerdo bien cómo terminó esa noche. Sé que yací junto a uno de los blancos caballos de Rezo, y creo recordar los fascinadores ojos azules de Glauco en algún lugar de mi dormitorio iluminados por la luz de la luna.

Todo el mundo fue feliz en Troya aquella noche, que nunca debió terminar. Al amanecer, Eos, la de los rosados dedos, nos despertó de nuestro último sueño de paz.

Mientras nosotros nos divertíamos, los griegos trabajaban. Construyeron un foso y un muro alrededor de su campamento.

A mi pesar, debo narrar lo que ocurrió después, cuando comenzaron las hostilidades. Me cuesta tanto comenzar que me parece que la ligera caña que tengo entre mis dedos es algún pesado instrumento que apenas puedo mover sobre el pergamino. Pienso que es una daga, y que no es tinta de calamar con lo que escribo sino la sangre de todos los hombres que murieron en Troya. Nunca me había detenido a pensar en las heridas que se pueden guardar en la memoria, ni en cuánta desdicha se oculta tras las gloriosas historias con las que nos distraen los bardos.

Varios días después, los dos ejércitos se reunieron en la llanura. Agamenón propuso una tregua, y ambas partes tuvieron la cordura de acordar un pacto: Paris lucharía con Menelao y el combate decidiría la guerra. Pensé que mi hermano Paris estaba perdido.

Menelao era un guerrero superior a él. Yo estaba situada cerca de la puerta Escea, y arriba, sobre una de las torres que la flanqueaban, se hallaba Helena. Mandé a Herófila que la vigilara; también yo subí a la muralla.

El bello rostro de Helena estaba descompuesto. No me recibió con altanería o frialdad, como acostumbraba, sino que pareció alegrarse de mi presencia. Supe que, quizás por primera vez, sentía remordimientos o arrepentimiento, que el corazón le saltaba en el pecho y que sentía el deseo de desahogo propio de quien sufre. No era ya la mujer irresponsable y frívola que llegó a Troya, por esa razón no sentí antipatía por ella sino cierta compasión. Entonces un impulso me obligó a mirar hacia la derecha. Por el pasillo, entre los guardias, caminaba una mujer alejándose de nosotras. Por los ropajes y la alta estatura creí reconocer a mi hermana Laódice, esposa de Helicaón, uno de los hijos de Antenor. Sin embargo los sentidos son engañosos. Laódice se movía con majestad y lentitud, pero aquella mujer parecía andar como si no tocara el suelo, y los centinelas actuaban como si no la vieran ni la percibieran, pese a que sus vaporosas vestiduras rozaban sus brazos o sus rostros. De pronto no la vi más, y supe que una diosa había estado con Helena y quizás había susurrado en su oído palabras que habían oprimido su pecho.

Cuando estuve a su lado, dijo:

- ¿Vienes a censurarme, Casandra, o a profetizar desgracias?

- Ninguna de las dos cosas. Estoy aquí por curiosidad. Tú conoces bien a los aqueos, dime quién es cada uno de ellos. Sé quién es Agamenón y el anciano Néstor de Pilos, hace años visitaron Troya. También a ese hombre del pelo crespo y los hombros anchos, que parece un sátiro, creo que se llama Palamedes, es amigo de mi tío Antenor.

- Palamedes de Nauplia, descendiente del mismo Poseidón, es famoso por su inteligencia y su astucia, dicen que inventó las pesas, la balanza y los dados.

- Sí, es un hombre muy listo. ¿Y aquel patizambo?

- Es Odiseo de Ítaca. Él y Palamedes compiten en astucia. Se odian. El día que se enfrenten será una pelea de zorros, a muerte.

- ¿Y quién es aquel tan alto y hermoso?

Helena sonrió, y su rostro hasta entonces reflexivo y serio se embelleció con la luz de un hermoso recuerdo.

- Diomedes de Argos. No hay mujer a la que no le guste ni hombre que no le respete. Es bello, noble y valiente. Está hecho del mismo metal que Héctor, aunque carece de su grandeza.

- ¿Y aquel cojo tan feo y jorobado?

- Tersites, una lacra. Es cobarde y dañino, y cuando habla escupe veneno. Le gusta criticar y burlarse de los príncipes; aún no me explico cómo no le han callado la boca de una vez.

- ¿Y aquel muchacho de cabellos largos y rubios?

- Patroclo, amigo de Aquiles, compañero de juegos y, se dice, que también de lecho.

- ¿Y ese que es el más alto y grande de todos, el que parece un gigante?

- Ayax, hijo de Telamón, hermanastro de Teucro, el hijo de tu tía Hesíone, que también está ahí, ¿lo ves?, junto a él. Tiene cierto parecido con tus hermanos. Ayax es uno de los guerreros más destacados del ejército aqueo, es bondadoso y fuerte, aunque algo rudo. Desde luego, carece de la crueldad de Aquiles, pero aun así es de temer. Es capaz de enfrentarse a diez hombres él solo. Y ese otro, pequeño y delgado, que no está muy lejos, es otro Áyax, llamado Oileo, el jefe de los loaros; pero él es diferente. Es un malvado.

De repente sentí un desfallecimiento. Me temblaron las rodillas y me así al borde de la piedra. Helena me sujetó, su brazo alrededor de mi cintura impidió que me desplomara. Vi fuego, hombres, ruidos de armas, gritos y sangre. El templo de Atenea, yo corro, me refugio en el altar, junto a la sagrada efigie. Un hombre me persigue, me atrapa, mis uñas le arañan el rostro y veo brotar la sangre que salpica sus ropas y las mías. Oí mi propia voz en un grito.

Helena murmuraba a mi oído palabras de ánimo que me aliviaron. Era su voz dulce como el murmullo de las sirenas, pero sin maldad ni perversión alguna. Casi logró calmar mi angustia, y entonces comprendí por qué los hombres la amaban. Vi llegar hacia nosotras, llenas de espanto, a Ctimene y Herófila, pero Helena las detuvo con un gesto de su mano. Siguió hablándome:

- Mira, Casandra, ¿ves a esos dos caballeros sobre sus carros? Uno lleva la Égida de Atenea, el otro la doble hacha cretense, son Menesteo de Atenas e Idomeneo de Creta, descendiente del legendario Minos. Todos ellos fueron pretendientes a mi mano, todos ellos y también el arquero Filoctetes, compañero del gran Heracles. A todos los he tratado, conozco sus faltas y también su grandeza, pero ninguno de ellos, ninguno es comparable a tu hermano Héctor. Él es el guardián de Troya, con él estamos a salvo y nada debemos temer. Yo elegí mal. Amo a Paris, y es difícil censurar o criticar cuando se ama, sin embargo, míralo, ¿ves su miedo? Desde aquí se ve y se huele. Es pequeña presa para mi primer esposo. Mira cómo ha esquivado su lanza; a los cobardes les tiembla el pulso y yerran el tiro. Pero Menelao no desea matarlo sin combatir, desea enfrentarse con él cuerpo a cuerpo. ¿Ves? Ha arrojado su lanza y ahora corre hacia él con la espada desenvainada, bufa como un toro. Paris, que Afrodita te proteja.

Y de pronto vimos un prodigio, o quizás a todos cuantos estábamos allí en la llanura o en las murallas nos cegó algún dios durante unos instantes. Paris desapareció. Probablemente su miedo le hizo correr tan aprisa como una liebre o su mentora Afrodita lo envolvió en una nube y lo alejó del campo de batalla. Abajo, en la llanura, los hombres, estupefactos, trataban de decidir el combate. Héctor dijo que era nulo y debía repetirse, que buscaría a su hermano para que volviera a desafiar a Menelao. Pero los aqueos se daban ya por victoriosos. Así estaban, cuando se llegó hasta nosotras -mejor he de decir que apareció de pronto, como creada por partículas de brisa- una vieja hilandera espartana que había venido a Troya con el séquito de Helena.

- ¿Qué haces aquí, vieja? -preguntó Helena de malas maneras.

- No debes hablarme así, reina -observé que decía en tono inflexible, impropio de su condición de criada-, pues soy mensajera de tu esposo al que tanto amas. Me manda decirte que te espera en vuestra cámara, en el lecho. Él está allí y desea que vayas.

- Ese cobarde -dijo Helena-. Su sitio es la batalla, no el lecho.

- Vamos, reina, no lo hagas esperar, ofenderás a Afrodita.

Antes de irse, Helena me miró con la mirada baja, quizás avergonzada o resignada. La vieja tenía la autoridad de una diosa, y la miraba sonriendo con la mueca burlona de su boca sin dientes.

- Soy su esclava -dijo-, ahora me pesa lo que antes tanto deseé. Por él dejé a mi esposo Menelao, un hombre valiente, a mi hija Hermíone y mi palacio de Lacedemonia, y por él robé el dinero de mi dote y otras riquezas que no me correspondían. Sólo los dioses pueden obligarnos a actuar como ciegos o como locos. Pero vámonos, vieja, tú mandas. Adiós, Casandra, ya ves que tu dolor no es mayor que el mío.

En la llanura, los hombres seguían discutiendo. Aquel día todos los dioses del Olimpo debían estar en Troya. Los dioses me hablaban, rescataban a Paris de la muerte, se llevaban a Helena. Influían en nuestro ánimo y nuestras decisiones. Observé un hecho que llamó mi atención. Un hombre de nuestra tropa, cuyo nombre y rostro no recordaba, le hablaba al oído a Pándaro, el mejor arquero de nuestros aliados licios. Llevaban así largo rato; el uno murmuraba a su oído, el otro escuchaba. Entonces vi cómo Pándaro tensaba el arco. La flecha apuntaba a Menelao. Atravesó de parte a parte el hombro del rey de Esparta, cerca del corazón. Cayó de rodillas y luego se desplomó sobre el polvo. No estaba herido de muerte, pero la tregua estaba rota.

Vi cómo Agamenón y el médico Macaón corrían a socorrer a Menelao. Luego el rey de Micenas gritó:

- Troyanos, traidores.

Desenvainó la espada y arengó a la tropa con un grito de guerra. Los hombres gritaban y hacían sonar las espadas y las mazas contra los escudos. El estrépito era ensordecedor. Parecían temblar la tierra y el cielo. La flecha de Pándaro supuso la inmediata reanudación de la guerra.