7

Paris

La maldición de Apolo se cumplió unas semanas después. Estaba próxima la celebración de los juegos fúnebres en honor del hijo de mis padres que no llegó a vivir y la ciudad bullía de extranjeros que acudían atraídos por la grandeza del evento y la generosidad de los trofeos. Se trataba de una de esas ocasiones que mi padre destinaba a exhibir el poder y la riqueza de Troya. Tiempo atrás, cuando mi hermano Heleno y yo éramos niños, aprovechábamos esos días para divertirnos. Recuerdo que nos apostábamos en un lugar concurrido de la plaza del mercado para burlarnos de los curiosos atuendos y del pintoresco aspecto de los extranjeros. Observábamos divertidos los rostros pintados de los egipcios, los pechos desnudos de las mujeres cretenses, los grandes sombreros de los hititas, el aspecto salvaje y sucio de los escitas del norte y las largas melenas rubias de los aqueos. Me gustaba observarlos, escuchar sus lenguas ininteligibles y estudiar sus costumbres extrañas.

Me sentía orgullosa de ser troyana, pero jamás ningún forastero causó en mí el menor temor o desdén. Amaba la Troya acogedora de los mercaderes, pero también la rígida y contraída ciudad que se rodeó de una envoltura inexpugnable -en esa compleja paradoja residía gran parte de su poder-, sus estrechos callejones que nos resguardaban del sol y del viento, los dos mares que la rodeaban, el brillante y sensual Egeo, el tenebroso mar de los Dardanelos que a veces nos cubría de oscura niebla, cuyo desapacible oleaje atemorizaba a los navegantes, la bravura de sus caballos cabalgando por la llanura, el frondoso refugio de las orillas de los ríos donde bailaban las ninfas y gozaban los amantes ocultos entre los juncos, la oscura serenidad de sus templos. No conocía otra vida que no fuera Troya, alejarme de ella hubiera sido como arrancar a un recién nacido del pecho de su madre. Contemplarla, pasear por sus alrededores, aliviaba mi ánimo abatido. Los mejores momentos de mi vida durante aquella época eran los paseos matinales en compañía de mis maestros los sacerdotes, mi hermano Heleno, mi buena Ctimene y algunos esclavos del templo que nos seguían llevando nuestros mantos y los cestos donde poníamos las hierbas, hojas y raíces que recogíamos.

Los dos maestros sacerdotes, Mérope y Laocoonte, seguían llevando sus varas de duro y flexible avellano, a pesar de que ya no estábamos en edad de ser reprendidos como chiquillos. Gracias a mi buena memoria y a la ayuda de Apolo no solía equivocarme al nombrar una determinada especie o determinar su aplicación medicinal -en ocasiones, mágica-, pero mi distraído y vanidoso gemelo andaba casi siempre con las posaderas y las manos enrojecidas.

Aquella mañana me alegraba al recordar los feroces regaños del severo Mérope, los vacilantes gestos de Heleno, a veces sus huidas campo a través mientras el sacerdote bramaba con el palo en alto. Todos esos recuerdos me hicieron olvidar mis pesadumbres, ocuparon mi mente y la libraron de temores. Apolo brillaba en el cielo sin una sola nube, habíamos dejado atrás una ciudad que rebosaba paz y regocijo, agradable y despreocupado bullicio. Por otra parte, mi curiosidad se había despertado con las especies en flor de la primavera, con la nueva visión de la Madre tierra rebosante. Entonces no podía imaginar lo que me esperaba. Apolo me dejó disfrutar de unos momentos de dicha perfecta antes de que me hundiera en el infierno por primera vez.

Estábamos ya bastante alejados de la ciudad, en el lugar donde la llanura se convierte en matorrales y arboledas y se escucha el murmullo de los ríos, cuando vimos a lo lejos por el camino de la puerta norte de la muralla la figura de dos hombres. Uno de ellos me era conocido, pero, como la luz del divino Apolo nos impedía abrir los ojos por completo, tardamos en distinguir a Antenor y a otro hombre que, por el aspecto, parecía ser un griego. Me dio un vuelco el corazón. Podría traer un mensaje de Agamenón, una carta, una nota, unas palabras, cualquier cosa me bastaría. Antenor nos lo presentó como Palamedes, rey de Nauplia, en Argos, hijo de Nauplio y descendiente del mismo Poseidón. No lo había visto en mi vida y Agamenón no me había hablado de él. Era alto, fuerte, de cabellos claros como la mayoría de los aqueos, y, a pesar de la costumbre griega de vestir en todo momento ropaje de apariencia militar y de llevar al hombro una jabalina en su funda, no parecía un guerrero. Tenía una mirada juguetona, unos ademanes traviesos, propios de un niño, y un andar suelto y despreocupado. Su rostro poseía la abstraída inocencia de los seres muy inteligentes o de los farsantes habituados o necesitados de la doblez para defenderse y sobrevivir. Pero qué me importaba que se tratara de la misma Medusa, cuya espantosa cabeza tiene serpientes en lugar de cabellos, si me traía noticias de Agamenón; así era mi amor entonces, puro y absoluto, sin nada que lo atormentase.

Palamedes dijo estar en Troya para participar en los juegos. Se hospedaba en casa de mi tío Antenor. Habían salido de la ciudad para buscar un lugar alejado donde el griego pudiera practicar el lanzamiento de jabalina en el que iba a competir.

- Troya está tan llena de forasteros que va a ser difícil encontrar un lugar donde no hallemos una flecha, un disco perdido o varios muchachos a la carrera -dijo Antenor.

Decidieron seguir con nosotros hacia la confluencia del Escamandro con el monte Ida, un lugar tranquilo y alejado donde solían ir a beber los bueyes y en el que raramente hubiéramos encontrado a alguien más que a un solitario pastor. Ni los sacerdotes ni Heleno tuvieron inconveniente, todos simpatizaban con mi tío Antenor y el griego les era indiferente.

De pronto se alzó un molesto viento del sur que levantaba tierra e inflaba las túnicas; él fue quien me trajo una idea repentina. Palamedes no estaba allí para participar en los juegos. Ni una sola vez su mirada se había detenido en mí, salvo para mostrarme sus respetos cuando Antenor me presentó, pero lo hizo de una forma indiferente y vacua. Ignoraba si traía para mí algún mensaje de Agamenón. Lo más probable es que quisiera hablar con Antenor del delicado asunto del comercio con el Helesponto, quizá pretendía que favoreciera a los aqueos, que influyera en mi padre a su favor. En ese caso no venía en nombre suyo, sino quizás en el de Agamenón. Pero, de haber querido éste enviarme un mensaje, ¿para qué enviar a un rey? Yo sólo era una mujer. Sin embargo, entonces no sabía que una mujer puede ser la causa de una guerra, provocarla o, al menos, ser el pretexto. Mi amor por el rey de Micenas y por mi pueblo me hacía pensar disparates, eran los momentos en los que mi juicio se ofuscaba, como si la razón que la sabia Atenea pone en el pensamiento de los hombres me hubiese abandonado. Un sentimiento sobresalía por encima de los demás: la curiosidad. Mientras, Palamedes hablaba, reía y acariciaba su jabalina como un niño acaricia su juguete. Entonces echó a correr por la pradera y a continuación lanzó la jabalina con más entusiasmo que precisión. No sería el más diestro de los lanzadores griegos, lo cual confirmó mis intuiciones. La lanza permaneció suspendida en el aire, tembló y luego salió despedida en dirección oblicua, pues el viento, que arreciaba, había desviado su trayectoria. Finalmente cayó entre unos matorrales y quedó completamente oculta a nuestra vista. Nos aproximamos hasta ellos, y entonces Antenor, que caminaba delante de todos nosotros, encontró ocultos en la maleza un arco y unas flechas.

- Parece ser que otro participante ha encontrado este lugar -dijo-, un arquero. No puede estar lejos.

- ¿Por qué habrá abandonado el arco y las flechas? -dijo Palamedes.

Todos pensamos lo mismo. Entonces escuchamos algo, unos sonidos confusos que traía el viento. Los hice callar con un gesto. Prestamos atención y volvimos a oírlos. Nos echamos a reír. Eran voluptuosos gemidos de amor. Como no podíamos marcharnos, pues no habíamos encontrado la lanza, seguimos avanzando entre los matorrales, ya muy cerca del río donde en esos momentos bebían unos cuantos bueyes. Unos pasos más adelante vimos unas ramas aplastadas y unas vestiduras abandonadas, una túnica femenina, una tosca prenda de lana de las que usan los pastores y unas sandalias. Seguíamos oyendo los gemidos de placer cada vez más cercanos, aunque de repente callaron porque debieron de oír nuestras pisadas y nuestras risas ahogadas. Cuando llegamos al pequeño claro donde yacían la mujer había cubierto su cuerpo desnudo con su larga cabellera enmarañada, de la que colgaban guirnaldas de flores ahora deshechas por las sacudidas del amor, era una ninfa. El hombre se tapaba el sexo con las manos y su cara reflejaba más sorpresa que vergüenza. Mi mirada se dirigió hacia su rostro como la del mercader hacia el brillo del oro. Era extraordinariamente bello. Tenía unos grandes ojos negros, ansiosos y seductores. Su piel brillaba como el bronce recién pulido. La mujer se levantó de un salto y en un instante desapareció de nuestra vista, apenas tuvimos tiempo de ver la voluptuosa desnudez de una ninfa, las blancas y temblorosas carnes, la larga cabellera, las ágiles y bellas piernas, un instante de admiración ante un ser de otro mundo.

Todos, incluso yo, nos echamos a reír, la situación lo hacía inevitable. Pero la diversión se me apagó enseguida como una débil llama; sentí algo dentro de mí, un inexplicable desánimo. Una nube cubrió parte del cielo, el viento arreció y levantó hasta la cintura las vestiduras de Ctimene, que lanzó un grito mientras trataba de dominar los pliegues de la túnica con sus gordezuelas manos. A uno de los esclavos se le llevó el gorro de fieltro que le cubría la cabeza.

- Por Apolo -dijo Laocoonte-, los dioses parecen estar obstinados en desnudarnos a todos.

De nuevo hubo risas.

- Toma, muchacho -dijo Antenor arrojándole su túnica-, cúbrete. Estás ante los hijos del rey de Troya.

Él se puso sus ropas con nerviosa rapidez mientras balbuceaba unas palabras de disculpa, se vistió sin poder ocultar su nerviosismo, y luego se inclinó ante nosotros respetuosamente. De nuevo su belleza me deslumbró, observé que se movía con una gracia refinada impropia de un pastor, y ya no pude pensar en nada más. Inmediatamente, una voz empezó a hablar dentro de mí, al principio tan débil como un murmullo.

- ¿Quién eres, muchacho? -preguntó el tío Antenor.

- Me llamo Paris, señor, soy hijo de Agelao el pastor.

- ¿Y dónde te dejaste los bueyes, bribón? -rió mi tío.

- Salí a practicar el tiro.

De nuevo todos rieron, al menos eso sí logré ver y oír, pues la realidad se desvanecía delante de mí.

- Buen tirador, en efecto, hemos sido testigos de ello -dijo Laocoonte.

La voz que poco antes había sonado como un murmullo, creció y me llamó por mi nombre. Fue un poco antes o un poco después, no logro recordarlo -lo que luego llamaron mis ataques no ocurrían siempre del mismo modo, ni los síntomas seguían un orden idéntico, Apolo me sorprendía casi siempre y eso me hacía más indefensa-, cuando se erizó todo el vello de mi cuerpo, mis músculos se tensaron y permanecí quieta como una estatua con la mirada perdida en una niebla de la que surgió mi primera visión.

Vi a mi madre muy joven en avanzado estado de gestación. Estaba durmiendo. Una esclava dormía a sus pies tumbada en una estera y una comadrona estaba preparada en una cámara contigua. Pero el grito que las despertó no anunciaba la vida, era un presagio de muerte.

La reina soñó que paseaba con sus esclavas por la playa de Troya, algunas de ellas se habían desnudado y se bañaban o jugaban en la orilla. De repente, una súbita ráfaga de viento atrajo una nube roja que cubrió el cielo hasta el horizonte. Hécuba sintió un agudo dolor y cayó de rodillas sobre la arena, entonces vio con horror cómo de sus entrañas salía un haz de leña ardiendo, enseguida las ramas se retorcían y se transformaban en numerosas serpientes en llamas. Las muchachas salieron del mar desnudas, gritaban espantadas, corrieron a protegerse en la arena mientras las serpientes de fuego empezaron a volar por la playa, sobre ellas mismas, y se dirigieron hacia el mar, que pronto se convirtió en una enorme hoguera. A la reina la despertó su propio grito, también a la esclava que dormía a sus pies, a la comadrona, al mismo rey Príamo, a sus hijos y a sus concubinas. Un aullido fúnebre recorrió el palacio real.

- Troya está ardiendo -gemía la reina-, arden sus calles y sus murallas, los bosques y el mar. Mi esposo Príamo se sentará sobre un trono de fuego. Mi hijo Héctor reinará sobre cenizas.

Ésaco, el hijastro vidente, fue llamado para interpretar el sueño. Dijo que el niño que estaba por nacer traería la destrucción de Troya.

A continuación, Príamo entregó al recién nacido, que era un bulto envuelto en ricas telas, a unos esclavos. Uno de ellos lo escondió en su capa y salieron del palacio en plena noche. Mi padre lloraba con amargura.

Los obedientes siervos entregaron al niño a un pastor, y éste lo introdujo en su zurrón. Después se adentró entre los espesos matorrales que rodeaban el monte Ida. Caminó entre arbustos y zarzas buscando la espesura y la complicidad de la noche. Del zurrón, que colgaba de su hombro, surgió el gemido de la criatura recién nacida. Se oyó el aullido de los lobos, el ulular de los búhos y las lechuzas. Los animales nocturnos salieron de sus guaridas y observaron al hombre desde la rama de un árbol u ocultos entre la maleza. El bosque hacía gala de sonidos que anunciaban la desgracia, el más horrendo de los crímenes. De las grutas y los manantiales donde duermen salieron las ninfas asustadas por la desconsolada algarabía, y observaron a escondidas cómo el pastor abría su zurrón y sacaba de él a un hermoso recién nacido, cuya belleza las cautivó y cuyo desamparo las conmovió. De inmediato desearon evitar un acto tan atroz, pero comprendieron que no sería necesario formular ningún hechizo, pues el hombre vacilaba. Miraba al recién nacido no con la ferocidad de los verdugos sino con una expresión aturdida que ponía de manifiesto un sentimiento de ternura, que fue en aumento desde que tuvo al niño en sus brazos. Siguió dudando aún, y su rostro contraído mostraba la magnitud de su angustia, le caían por la frente gruesas gotas de sudor y le brillaban los ojos con un fulgor de miedo y fiebre, sabía que la transgresión de las órdenes reales se castigaba con la muerte. Estaba a punto de abandonar a la criatura en un matorral, tal como le habían ordenado, para que la devoraran las bestias o muriera de hambre y frío, pero se detuvo, volvió a meterla en su zurrón y salió despavorido como si le persiguieran las Erinias y todas las sombras del oscuro Hades.

Cuando llegó a su casa, su esposa, que estaba tejiendo junto al fuego del hogar, se levantó al instante asustada por la expresión de su cara, y el telar cayó al suelo con un estrépito de maderos que despertó al recién nacido. Hacía años que la mujer no había engendrado, sus hijos eran ya casi hombres, y cuando vio al niño pataleando, apretando los puñitos con la cara enrojecida, supo que tenía hambre y, sin dudarlo y sin preguntar, corrió a por una jarra de leche. Lo tomó en brazos y el niño bebió con avidez de la lana empapada. Mientras lo miraba con ternura dio gracias a los dioses por aquel regalo y pensó en un nombre para él. Le quitó las ricas vestiduras en las que lo habían envuelto y lo vistió con las ropas que guardaba de sus hijos. No llevaba ninguna joya, pero entre los blancos ropajes de delicado lino halló un sonajero de plata en cuyo mango estaban grabados letras y dibujos. Lo envolvió todo en un trozo de lienzo y cuando los demás dormían lo enterró en un lugar cercano al pozo de su casa.

Entonces oí mi propio grito, y mi rigidez se transformó en una cadena de palabras sin sentido, mi voz salía del fondo de una gruta. Caí al suelo temblando agitadamente, sudaba tanto que mis ropas se pegaron a mis miembros y mis cabellos a mi cara. Mi cuerpo era un puro dolor. Oí el ruido de carros de combate, el tropel de un ejército, sonido de espadas cruzándose, gritos de socorro. Delante de mis ojos Troya era una gran hoguera. Me ardía la cabeza, todo se volvió rojo como la sangre y perdí el conocimiento. Cuando desperté, Laocoonte me había introducido en la boca unas hierbas y me obligaba a que las masticara. Me puse en pie y escupí el remedio de mi maestro, que seguramente me ayudó a aliviar mis dolores. Tendí mi mano hacia Paris y le señalé con el dedo, pero no eran mi brazo ni mi mano ni fue mi voz la que clamó, pese al ansia sobrenatural que sentía por hablar. El mundo debía conocer el designio de los dioses, lo demás no me importaba. Y dije:

- Ese hombre será la perdición de Troya. Por él arderán sus murallas, correrán ríos de sangre, serán sacrificadas vírgenes inocentes. Los recién nacidos serán asesinados, los templos profanados, los cadáveres arrastrados por el polvo. Todos desapareceremos enterrados en cenizas después de la guerra más atroz que el mundo haya conocido -me acerqué a él y lo enfrenté como si quisiera estrangularlo-. Por ti, maldito hijo de mi padre.

Me miraron como si me hubiera vuelto loca. Mi pobre Ctimene lloraba, Laocoonte y Antenor avanzaron hacia donde yo me hallaba, pero les detuve con un gesto.

- Casandra -dijo mi tío Antenor-, no sé qué te ocurre, hija mía. El paseo ha sido muy largo y el cansancio te ha debilitado. Regresemos, estás enferma.

Mi hermano Heleno me miró de un modo que nunca olvidaré, con miedo y con asco, como se mira a un monstruo. Palamedes, un poco alejado del grupo, contemplaba la escena con curiosidad. De modo inexplicable sentí hacia él un odio ciego y salvaje.

- ¡Creedme! Todos debéis creerme.

A pesar de mi turbación, me sentí curiosamente lúcida, como si pudiera ver más allá de los objetos, de las personas, como si mi mente conociera todo lo oculto y el mundo se hubiera detenido para mostrarse ante mí.

De repente avancé unos pasos, me dirigí hacia unas matas y mi mano tocó el extremo de la jabalina. Me volví a Palamedes.

- Tómala.

La lancé y quedó clavada en el suelo entre los dos.

- Dile a los tuyos que la halló la princesa Casandra.

Nos quedamos mirándonos frente a frente, yo crispada, él con una expresión impenetrable, mientras la jabalina se tambaleaba entre ambos. Luego su mirada se volvió amable, no sé si por doblez, simpatía o compasión. Recogió el arma.

- Así lo haré, señora -dijo.

- Y tú, vete, quítate de mi vista -le ordené a Paris-. Quiera Apolo que jamás vuelvan a verte mis ojos.

Paris se levantó apresuradamente y recogió su zurrón, su cayado y su gorro. Nos presentó sus respetos, y ya estaba a punto de irse cuando Palamedes le detuvo:

- No tan deprisa, pastor, deseo saber si en verdad eres diestro con el arco -dijo el griego-. Los demás querrán regresar para que la princesa descanse.

Antenor y él hablaron durante unos momentos en forma confidencial. Mi tío le agradecía lo que interpretaba como discreción. El espectáculo de mi trance les avergonzó; era un triste estado para una princesa de Troya. Mi tío les rogó a él y a Paris que no contaran lo que habían visto. Mi hermano Heleno se acercó a mí y me tocó la frente, que ya no ardía. Pensó que había ingerido alguna clase de pócima, por eso me recriminó con duras palabras.

- ¿Qué clase de perverso bebedizo has tenido la insensatez de tomar? Doy gracias a los dioses porque nuestro padre no haya presenciado lo que acabamos de ver. ¿Así es como dignificas la estirpe de los reyes de Troya?

- ¡Oh, hermano! No comprendes lo que ha sucedido. Apolo ha hablado por mi boca. Tienes que escucharme, tenéis que escucharme todos -grité volviéndome hacia los demás-. El niño que mi madre parió hace veinte años no nació muerto: es ese muchacho que acaba de irse. Mañana celebraremos los funerales de un hombre vivo.

- Ese niño nació muerto y tu madre lo ha llorado desde entonces -dijo Antenor-. Así fue, querida, todos los troyanos lo saben.

- Nos engañaron. Ellos y los sacerdotes. Oh, dioses, haced que cesen las lenguas de los traficantes de profecías. Permitid que se escuche la verdad para el bien de Troya.

Hablaba como una loca y no podía parar de hacerlo, no me importaban las consecuencias. Sabía que eran augurios, pero no necesitaba lira ni cítaras para cantarlos, no precisaba ponerme sobre una piedra como hacía una sibila vieja que vivía en una gruta del monte Ida, no había leído las entrañas de los animales ni el vuelo de pájaro alguno me avisó del peligro, pero sentía cerca la desgracia corriendo por mis venas.

- Ese muchacho que acabáis de ver fue salvado de una muerte segura, y ahora es un hombre joven amante de las mujeres hermosas. Ése será su mal, y el de Troya. Él será el causante de nuestro fin. Así sucederá, pues así lo han dispuesto los dioses.

- Querida Casandra… -dijo Laocoonte, pero no le dejé terminar.

- Un sonajero -continué-, un sonajero de plata que tiene signos tallados en su mango. En su interior cuentas de cristal. El caballo y la luna están grabados en él.

Mi hermano Heleno se echó a reír.

- Por los dioses, maestros -dijo a Laocoonte y Mérope-, dadle algún antídoto contra lo que sea que haya tomado.

- No son las drogas las que hablan por mi boca, ni el capricho o la locura, sino el mismo Apolo -afirmé.

Sus caras nunca podré olvidarlas, asombradas, severas, asustadas. Probablemente aquella primera vez creyeron a Heleno y pensaron que mi trance fue producto de algún bebedizo que había tomado por error o inconsciencia. Pero yo sabía la verdad, y era terrible. Pensé que mis palabras debían de haberles atemorizado como la aparición de una bandada de cuervos. La risa de mi hermano y las miradas de los demás en el fondo debían de obedecer al espanto más que a la sorpresa o a la reprobación. Ahora reflexiono sobre ese día y me veo con la imagen que llega a mi memoria de una joven fuera de sí, temblorosa e histérica, empapada en sudor, con las ropas pegadas al cuerpo, casi desnuda, los cabellos cubriéndome el rostro, obstinada en que me creyeran, inútilmente.

No pude soportarlo, los pensamientos, la imagen de mí misma, el rechazo ajeno. Eché a correr. Me caí una vez sobre un zarzal, y una de sus afiladas espinas se clavó en mi pierna, pero no sentí el dolor ni me di cuenta de que la sangre manchaba mi túnica. Corrí y corrí entre los árboles y los juncos de la orilla del río hasta que el cansancio logró serenarme.

Después de eso me encerré en mi cámara. Me sentía enferma. Apenas soportaba la presencia de ningún ser humano, necesitaba pensar, hallar ese sosiego que procede de una mente y un espíritu en paz. Mi buena Ctimene permanecía junto a mi puerta sentada en un taburete, con los sentidos atentos a todo lo que pudiera ocurrirme. Me hacía llegar la comida, que yo apenas tocaba, las bandejas con los más apetitosos manjares entraban igual que salían. Pese a sus súplicas, apenas picoteaba un poco de pan o mordisqueaba la fruta. Jamás le agradeceré bastante su abnegación de aquellos días, aunque, debido a mi desesperada cólera, a mi total desconcierto, la increpara cruelmente:

- Vete de aquí, perra sarnosa, engendro de los infiernos -le grité-, hija de un macho cabrío, déjame en paz o te arrancaré la piel y me haré con ella un manto.

Mandé decir que estaba enferma, que padecía de mal de estómago, para así justificar mi encierro y mi inapetencia. Por suerte sólo Ctimene oía mis llantos, y tuvo el sentido común de no desobedecerme. Yo confiaba en el carácter voluble de la mayoría de los miembros de mi familia -ya lo habían demostrado en otras ocasiones-, en que su obsesión por el resultado fastuoso de aquellos espurios y absurdos juegos fúnebres les hiciera olvidarse de mí. «Casandra se excedió con la belladona o con la brionia», había dicho mi hermano Heleno, y lo cierto es que los síntomas de mi trance: visiones, convulsiones, temblores, sudoración, parecían confirmar esa afirmación que yo no me ocupé de desmentir.

Recibí la visita de Laocoonte, quien me reprendió con dulzura y me recordó las precauciones que se han de guardar con el tratamiento y la ingestión de algunas hierbas. También fue a verme Mérope, cuya reprimenda, más severa, era causa de su preocupación. Ambos me auscultaron y estuvieron de acuerdo en que mi salud era buena pero debía descansar. Me prescribieron infusiones de ajenjo y centaura, y una buena dieta tonificante, que naturalmente no seguí, debido a mi absoluta inapetencia. Sólo lograba serenarme pensando en Agamenón, en todos los momentos que habíamos pasado juntos, uno por uno los recreaba en mi mente y a ellos me aferraba como a la cuerda que cuelga del pozo.

La asistencia de mi madre fue breve, sus muchas ocupaciones de aquellos días no le permitieron permanecer más tiempo conmigo, dijo. Mi rostro no había adquirido aún el aspecto demacrado que tendría después, por lo cual no se alarmó. A mi honorable padre no le era posible visitarme, pero mandaba decir por su mediación que se interesaba por mi salud y deseaba que me repusiera lo antes posible, nada más. Me pareció que mi padre me castigaba con su frialdad, pero ignoraba si su actitud se debía a simple negligencia o a un serio rencor. Me inquietaba que persistiera su enfado conmigo, o que incluso se hubiera incrementado tras el incidente de mi ataque, que, de un modo u otro, quizás por varios conductos -mi padre se cuidaba bien de escuchar varias versiones de un mismo hecho, si le era posible, pues desconfiaba de la percepción humana-, habría llegado a él. Como ya he dicho, los miembros de mi familia eran de talante antojadizo y variable, como suelen serlo los grandes señores o los que gustan del mando, con excepción de los celos de Heleno que no sólo eran inclementes sino que aumentaban con los años igual que una enfermedad incurable. Antes de irse, mi madre me miró con cierto desdén, y sus sensuales labios se torcieron en una media sonrisa burlona.

- Toda mi vida -dijo-, desde que era más joven que tú, he ingerido drogas y pociones de cualquier clase que me han proporcionado mucha alegría y placer. A veces he disfrutado más con ellas que con la compañía de los hombres, pero jamás han dañado mi salud ni han causado perjuicio alguno a mi dignidad, a pesar de que mis conocimientos de estas artes no son tan profundos como los tuyos, ni mi excesivo Dioniso es tan sabio como tu Apolo.

Seguía sonriendo, y su voz se volvió tan suave que me asustó.

- Espero, hija mía, por tu bien, que de ahora en adelante actúes con más prudencia y sentido común.

- Sí, madre -dije.

Me sentí tan aliviada cuando se fue que ése fue el único momento de paz del que disfruté durante los días de mi encierro. El resto fue llanto desconsolado, paseos por la habitación como una fiera enjaulada, noches enteras sentada delante del fuego mirando las llamas, abstraída, extraviada en un laberinto de pensamientos, preguntas sin respuesta, vacío e inquietud.