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Los griegos

Poco después de marcharse la embajada griega, mi padre convocó a la familia en la gran sala de reuniones. Solía hacerlo cuando deseaba consultarnos sobre algún asunto antes de discutirlo con el Consejo. Aunque, la mayoría de las veces, mi padre no esperaba ninguna deliberación, sólo deseaba conocer nuestros criterios, y él ya había decidido con anterioridad, y en raras ocasiones nuestro parecer o el de los ancianos del reino le hacía cambiar de opinión. Era un hombre bueno y astuto, cuya codicia le impedía ser todo lo justo que él mismo deseaba. Amaba a todos sus hijos, que éramos muchos. Engendró cincuenta varones y cincuenta hembras, diecinueve de ellos con mi madre Hécuba, a mi hermano Ésaco, también sacerdote de Apolo, con su primera esposa Arisbe, y al resto con sus muchas concubinas.

A mis hermanos varones se les encomendaban labores de índole política, militar o comercial, en cuyos medios ocupaban altos cargos.

Mis hermanas se dedicaban a otras tareas; si eran bellas, como Creúsa o Ilíone, las casaba con príncipes aliados. Así era la política de mi padre: pactos, acuerdos, alianzas, de este modo salvaguardaba sus fronteras, se protegía y se hacía rico. Sé que en alguna ocasión soñó con casarme con uno de los hijos del poderoso rey hitita, un muchacho gordo y estúpido que había renunciado por propia voluntad al conocimiento de la escritura porque opinaba -así se lo oí decir en una ocasión mientras masticaba un trozo de carne de cerdo- que para eso estaban los escribas. Yo fingía no entender la lengua hitita y jamás respondía a sus necios comentarios, de los que, por otra parte, se ufanaba como si hablara en nombre de uno de sus muchos y ridículos dioses; son cosas que suelen hacer los seres vacíos y sin seso. Por suerte, mi consagración a Apolo me daba derecho a elegir el celibato si así lo deseaba. Mis visitas al templo de la Madre -que durante algunas épocas de mi adolescencia fueron frecuentes- formaban parte de un ritual piadoso del que cualquier mujer troyana se sentía orgullosa. Nada tenían que ver con la lascivia, puesto que en esas ocasiones mi cuerpo y mi placer no eran míos sino de la Diosa, y me guardaba bien esos días de participar en los cultos de Apolo, lo cual hubiera disgustado al dios. Mi condición me permitía abstenerme del matrimonio y la maternidad, y mi padre lo respetaba por temor a Apolo, mientras yo le daba las gracias al dios por ese privilegio. Si con el tiempo deseaba casarme, me estaba permitido hacerlo -así lo había hecho el honorable Laocoonte, que tenía mujer y varios hijos, y otros sacerdotes-, entretanto me sentía más libre y afortunada que mis hermanas.

A las bellas, como ya he dicho, las casaba con sus aliados, a las feas o a las hijas de alguna concubina de poco rango las destinaba a tejer tapices. Y como mi padre en su juventud fue un semental, y algunas de mis hermanas eran feas como gorgonas, el palacio real de Troya no sólo era famoso por su grandeza sino también por la belleza y abundancia de sus tapices.

A mi hermana Creúsa la prometieron a nuestro pariente Eneas. Por ser descendiente de Dárdano, como nosotros, reinaba en la Dardania, la región que lindaba por el norte con la Tróade, más grande pero mucho más pobre. Era hijo de Afrodita, que lo tuvo con su padre Anquises, el cual en su juventud era un hombre tan hermoso que la diosa se enamoró de él. Yo siempre le conocí como un anciano taciturno que apenas asistía a los banquetes y cuando lo hacía se sentaba en un lugar apartado de mi padre, a quien envidiaba por sus riquezas. Se dice que de esta envidia procedía su carácter cabizbajo, y de un hecho terrible que le ocurrió en su juventud. Poco después de que naciera Eneas, un día, estando borracho, confesó a sus amigos quién era la madre de su hijo, a pesar de que la diosa le había recomendado que callase. Zeus, indignado, le envió un rayo que pudo haberlo matado, pero Afrodita interpuso su mágico cinturón del cual procedían su belleza y su poder, y mi tío Anquises se salvó de la muerte pero quedó cojo de por vida. Eneas era bello como su madre, delgado y hábil, un buen gobernante y un gran guerrero, algunos decían que podía medirse con Héctor. Pero no eran más que falsedades de dárdanos envidiosos.

Mi hermana Laódice, la más bella de todas, casó con Helicaón, uno de los hijos de mi tío Antenor.

A mi hermana Ilíone la habían casado con el rey tracio Polimnestor, un hombre que nunca me gustó, aunque reconozco que sin razón alguna, era amable y refinado, pero me repelía inexplicablemente. Recuerdo que ésa fue la razón de uno de los primeros enfrentamientos con mi madre. Hécuba era tracia, y de ella había sido la idea de este matrimonio, que no era más que un pacto entre países. Mientras mi padre sonreía -cuando yo tenía quince años todas mis opiniones u ocurrencias le divertían-, mi madre pasaba del sarcasmo a la cólera, mudable en sus emociones, tal como siempre fue.

- Y dime -ironizó mi madre-, ¿hablas por boca de tu dios?

Yo aún no me sentía dotada para el conocimiento de lo superior, pero dije:

- Tal vez.

- No eres más que una niña rebelde e ignorante, y no hablas por boca de ningún dios sino de tu orgullo. Polimnestor es un hombre honorable, y si sigues hablando de ese modo mandaré que te castiguen.

Yo miré a mi padre buscando su ayuda, pero la educación de los hijos, mientras son niños, era entonces, y lo es ahora, uno de los misterios de las mujeres en los que los hombres no intervienen. Aun así no me atemoricé:

- Los hombres que miran así traen la desgracia -sentencié.

Mi padre sonrió. Mi madre hizo ademán de darme una bofetada, y las pulseras de plata que le cubrían los brazos hasta el codo sonaron como ruido de cacharros rotos. Se contuvo y a continuación, siguiendo con su ironía, me preguntó:

- Y dime, sacerdotisa del gran Apolo, ¿cómo miran los hombres como él?

No supe qué contestar, pero de repente la sabia Atenea debió de decir por mí las palabras que salieron de mi boca, o quizás fue un recuerdo, una de esas observaciones infantiles que quedan grabadas en la memoria:

- Como miran tus joyas las damas de la corte -respondí.

Mi madre se puso pálida. Luego dijo muy despacio:

- Sal de aquí.

Yo iba camino a la puerta cuando de repente otras palabras salieron de mi boca.

- No te enfades, madre, ésa es la razón por la que las luces.

Mi osadía me costó un mes de trabajo en las cocinas de palacio, pero allí aprendí muchas cosas de las viejas cocineras: a secar las hierbas, a hervirlas el tiempo necesario, a saber en qué cantidades una raíz o un condimento puede ser delicioso o perjudicial.

Comentario de Herófila:

Me ha sorprendido esta parte de la narración, al parecer ya desde niña poseía cierta extraña sabiduría que la reina Hécuba nunca supo apreciar, para su mal.

Narración de Casandra:

En las cuestiones de importancia, mi padre fingía escucharnos y atendernos; muchas de las reuniones a las que nos convocaba eran una farsa o una demostración de su poder. Esa actitud suya le había distanciado de mi madre, a quien había despojado de muchos de sus privilegios y prerrogativas durante los casi treinta años de su matrimonio, de un modo sutil y progresivo, relegándola casi por completo a sus cargos de sacerdotisa de la Gran Madre y de Dioniso -el dios oriundo de su patria, Tracia- y a un puesto de reina consorte, que no disponía de iguales o superiores privilegios, como en los tiempos antiguos cuando sólo se adoraba a la Madre, sino que la situaba en un lugar inferior. El rey Príamo se había encargado de variar con mucha astucia y sutileza, pequeña pero significativa, detalles, lo cual supuso para Hécuba una constante humillación. Hizo cambiar los tronos de la pareja real que siempre habían sido idénticos. Los dos llevaban la insignia de la realeza troyana: una cabeza de caballo sobre una media luna, y ambos estaban cubiertos de una lámina de oro y adornados con piedras preciosas, pero el de Príamo era de tamaño superior, ligeramente más alto y más ricamente enjoyado. Y lo que tuvo que ser más degradante para la reina de Troya, logró instaurar una nueva ceremonia. Antes de comenzar tanto una sesión del Consejo como cualquier acto político o religioso de importancia para la ciudad hacía que la reina se despojara de sus vestiduras mágicas, una capa color púrpura ricamente bordada con antiguos símbolos esotéricos en honor de la Madre, que durante siglos habían lucido las reinas como emblema de su potestad, y ella misma con sus propias manos debía ponerla sobre los hombros del rey. Estas nuevas costumbres se establecieron mucho antes de que yo naciera, de modo que estaba habituada a verlas, pero siempre las consideré injustas y atribuía en gran parte a ellas la amargura de mi madre, sus cambios de carácter, sus imprevisibles reacciones, su desconsolada tristeza, en particular durante algunas épocas del año, y su afición al vino y a ciertas drogas y pociones.

A pesar de todo, mis padres se amaban. A su manera, mi padre respetaba a su esposa y a todos sus hijos y allegados, en especial a mi hermano Héctor, el heredero del trono, y a mí, a quien prefería entre todas sus hijas, acaso por ser sacerdotisa de Apolo, el dios a quien veneraba y bajo cuya protección creía que Troya era invulnerable.

Cierta tarde se tomó una decisión que me despertó de mi sueño amoroso, volví a ser Casandra, pero ahora una mujer diferente, por primera vez mis padres y hermanos me miraron con ojos de asombro. Miradas de desconfianza que serían el preámbulo del abierto rechazo con el que me tratarían poco después a causa del castigo de Apolo.

Estaba abierto el gran ventanal, y la sala se llenaba de sol y de olor a mar y a flores, cantaban los cuclillos, libaban las abejas, brillaba el Egeo desde la playa hasta el horizonte. Llegaba la primavera con sus alegres festejos y rituales, la época en que la tierra renacía cada año. Pensé que el mundo me engañaba como un lobo con piel de cordero y no me equivoqué, pues qué clase de belleza es aquella que no contiene la generosidad de los hombres. Me senté en una silla junto al ventanal poco antes de que mi padre comenzara a hablar. Durante su charla me fui acalorando, y mi hermana Creúsa, que estaba a mi lado lánguidamente aburrida, me prestó su abanico de plumas de ganso. Mi tío Antenor tenía el gesto contraído y las arrugas de su rostro parecían hacerse más profundas a medida que mi padre hablaba. Mi tía Téano, que asistía a las reuniones familiares en calidad de hermana de la reina y sacerdotisa de Atenea, se sentaba junto a su esposo, siempre atenta y conforme con sus palabras, pero preocupada por el tenso estado en el que se hallaba. Mi madre tenía los ojos húmedos, la expresión triste y abstraída, pensé que estábamos en primavera, la época del aniversario por la muerte de uno de sus hijos recién nacido, un niño al que jamás había olvidado y cuyo vacío no había podido llenar ninguno de nosotros, ni siquiera mi hermano Héctor, al que amaba con pasión. Se decía que él y el pequeño Troilo eran hijos de Apolo, y en una ocasión en que me atreví a preguntárselo, de mi hermano Héctor dijo que si no era hijo del dios merecía serlo, pero sí me confesó la ascendencia divina de Troilo, que el dios la poseyó sobre los juncos de la orilla del Escamandro.

Mi padre repetía las mismas palabras en un discurso sin fin; gozoso de oírse a sí mismo intentaba distraernos para impedir que nos formáramos una opinión. Lo cual era innecesario; en mi numerosa familia ni una sola voz osaba oponerse a la de mi padre.

Sólo se esperaba de mi tío Antenor que defendiese a los aqueos. Comprendí que la embajada griega había tenido un efecto perjudicial. Yo desconocía las conversaciones, ignoraba lo que había llevado a mi padre a tomar una decisión tan categórica, pero la medida me parecía excesiva. Había decidido impedir por completo el comercio de los griegos con los países del Ponto, ni un solo barco griego cruzaría el estrecho. Mi tío Antenor no esperó a que mi padre concluyera.

- Príamo -dijo-, hace tiempo que sangras a los aqueos con tus impuestos y ahora pretendes dejarles sin cobre y estaño, ¿cómo conseguirán el bronce?, ¿cómo fabricarán sus armas? Los dejarás a merced de las tribus bárbaras. ¿Y con qué van a arar sus campos o cocinar sus alimentos? ¿Arados de madera, cuchillos de hueso? ¿Cuánto tiempo crees que aguantarán? ¿Qué harán cuando sus gentes les pidan justicia?

Mi padre contestó con indiferencia.

- Robarán -respondió-. Es lo que saben hacer.

- Escúchame, Príamo -continuó Antenor-. Los conozco bien, son salvajes, violentos y astutos, buenos navegantes, tienen bosques, madera para fabricar naves, les sobran hombres. Es un pueblo guerrero que sólo teme a los dioses. Estás provocando a una bestia.

- Tío Antenor -dijo mi hermano Héctor-, no eres un hombre cobarde, ¿qué puedes temer de un grupo de reyezuelos que pasan el tiempo guerreando entre ellos si el más rico de todos apenas es capaz de reunir cincuenta barcos y un millar de hombres?

- Si es una bestia, como dices -apuntó mi padre con astucia-, es más prudente tenerla enjaulada.

- Creo, padre -dijo mi hermano Deífobo-, que nos conviene esa medida. No participarán de las riquezas del Ponto y de la Cólquide. El cobre y el estaño que compren en Asia Menor lo pagarán aún más caro, y los acuerdos con nuestros aliados nos ofrecerán esas ganancias.

Así era la política de mi padre, acuerdos e intercambios que llenaban cada día nuestras arcas. Ningún troyano podría oponerse a la prosperidad del reino. Pero Antenor no se rendía, continuó exponiendo sus prudentes temores.

- Supongamos -dijo- que logran unirse los reyes, príncipes y señores de toda Grecia. Imaginad que olvidan sus rencillas y rivalidades. La mayoría han reconocido a Agamenón de Micenas como una especie de caudillo de todos ellos. Posee oro y poder, le rinden tributo, y es un hombre ambicioso. Desea la alianza de toda Grecia.

Entonces intervino mi madre.

- Una alianza entre los griegos duraría menos que un leño en consumirse. Ese tal Agamenón no podrá impedir disturbios y sublevaciones. No imagino a esa horda de bárbaros firmando acuerdos, entre otras cosas -ironizó-, porque no saben leer ni escribir.

- Estás en un error, Hécuba -respondió Antenor-, no serán capaces de firmar acuerdos, pero en cierta ocasión formaron una alianza inviolable prestando sagrado juramento.

- ¿Qué clase de juramento? -preguntó mi madre.

- Sacrificaron un caballo, lo descuartizaron y cada uno de ellos se colocó sobre un trozo ensangrentado.

Las carcajadas llenaron la sala; hasta mi indolente hermana Creúsa se echó a reír. Eran risas de burla y desprecio que me dolieron profundamente.

- Por Apolo -dijo mi padre-, nunca oí hablar de semejante excentricidad. En Troya viven toda clase de extranjeros, cada uno de ellos con sus dioses y sus costumbres. He visto bailar y cantar a sacerdotes hititas delante de las estatuas de sus dioses para divertirles, y creí que ya no podía hacerse nada más ridículo. ¿Qué clase de pantomima es ésa?

- Es un juramento de sangre, tan sagrado que no se puede incumplir -respondió Antenor-. El ritual se hizo ante la diosa Hela de Esparta, donde se habían reunido todos los reyes y príncipes para pedir la mano de Helena, una de las hijas del rey Tindáreo.

Yo sabía por Agamenón que Helena era hermana de su esposa Clitemnestra y estaba casada con su hermano Menelao.

Antenor continuó:

- Por lo visto Tindáreo temía que la elección parcial de uno de ellos provocara peleas entre los demás, y entonces se le ocurrió a Odiseo de Ítaca que les obligara a hacer un juramento mediante el cual se comprometían a defender al elegido contra quien le ofendiera. Ninguno de ellos rehusó hacerlo.

- ¿Y eso qué nos importa, querido tío? -preguntó mi hermano Deífobo-. Como si quieren sentarse sobre los restos de un buey asado y acabar todos con las nalgas chamuscadas.

Volvieron a reírse. Mi tío Antenor empezaba a sentirse ofendido. Yo también.

- Quiero decir que si en una ocasión fueron capaces de unirse en juramento, pueden volver a hacerlo.

Mi padre no se molestó en intentar comprender las razones de mi tío. Yo aún era demasiado joven para percibir el peligro como lo hacía él, pero me molestaba la actitud arrogante de mi familia. Mi maestro, el sabio Laocoonte, me había enseñado lo insignificantes que somos los mortales; aunque sean poderosos reyes, los dioses están por encima, y aún más arriba, el Destino.

- Querido Antenor -dijo mi padre-, que esos aqueos hagan lo que se les antoje. Me han dado muchos quebraderos de cabeza con sus bravuconadas y ahora es de justicia que me cobre esas molestias con un poco más de oro.

Entonces hablé, y por primera vez estuve en desacuerdo con mi padre. Ignoro si pensaba con el corazón o si fue mi raciocinio el que habló libre de toda influencia. Jamás he callado u omitido una opinión sincera, pues desprecio las injusticias y soy incapaz de doblez o cobardía, pero en aquella ocasión debí callar, debí comprender las tensiones y rivalidades de mi numerosa familia y saber cuánto enojaría a mi padre que una de sus hijas, su favorita, la elegida de Apolo, le contrariase, según él, sin ningún recato. Me levanté y dije furiosa:

- Padre, quieran los dioses que ese oro que deseas no nos cueste demasiado caro. He conocido a Néstor de Pilos y a Agamenón de Micenas y ninguno de ellos me parece un bárbaro, por el contrario, son hombres inteligentes y decididos, que no dudo sabrán gobernar sus reinos con justicia. Es de sabios reconocer nuestra arrogancia. Troya es hoy rica y poderosa, ¿pero lo será siempre? ¿Estamos acaso por encima de los dioses y del Destino?

Hubo un silencio tenso. Todos estaban asombrados, innegablemente molestos, sólo mi tío Antenor manifestó su conformidad, le brillaban los ojos de entusiasmo, quizás de alivio por sentirse por primera vez apoyado.

- Escuchadla -dijo-, escuchad a Casandra.

- Cállate, Antenor -bramó mi padre-, ya sé que tú eres amigo de los griegos. Pero tú, Casandra, hija mía, ¿estás llamando a tu padre arrogante? ¿Acaso Troya no ha ganado con el esfuerzo de sus gobernantes todo cuanto posee?

- Con el esfuerzo de sus reyes y con la ayuda de los dioses -respondí.

- ¿Es que pretendes ofender a tu padre? -me reprendió Deífobo.

- Los dioses no lo permitan -dije-. Pero escúchame, padre, la humildad es de sabios, la arbitrariedad de necios.

El silencio de la sala se elevó en un murmullo de reprobación.

- Todos los hombres tienen derecho a dar de comer a sus hijos, a arar sus campos, a cambiar sus mercancías y a vivir en paz. Acusas a los griegos de ladrones, pero su pueblo crece y son muchas las bocas que tienen que alimentar.

Mi padre se levantó de su asiento.

- Ya basta. Acabas de llamar necio a tu padre. No quiero escuchar ni una palabra más de los labios de una hija desagradecida.

Dicho esto, salió de la sala, y mi madre y mis hermanos le siguieron. También se obligó a mi tío Antenor a salir, y me dejaron sola. La sala me parecía enorme, un espacio vacío sin vida. Me derrumbé sobre una silla. Cuando levanté los ojos vi delante de mí uno de los tapices tejidos por mis hermanas. Representaba a Poseidón y a Apolo construyendo nuestras murallas. Sentía dolor por haber ofendido a mi padre, culpa por proteger los intereses de mi amante. Yo misma estaba sorprendida de la vehemencia con la que había defendido la causa de los aqueos. Dudaba. Pensaba en círculo buscando el modo de remediar mis palabras, de las que, sin embargo, no me arrepentía. Nunca había sentido tal confusión de sentimientos y pensamientos, me hallaba tan desorientada como un ciego.

Estábamos solos en la gran sala, Apolo y yo. Entonces le rogué, le supliqué que me concediera el don de la sabiduría perfecta, el conocimiento de lo que está por venir. Le pedí que mis palabras dieran luz al entendimiento de los míos y les permitieran guiar sus pasos sin tropiezos. Quería servir de ayuda a mi padre Príamo y también a Agamenón. Comprendí que el mundo era un lugar hostil, que sólo los fuertes sobreviven. En aquellos momentos de soledad maduré, crecí. Mis más profundos deseos se manifestaron. Deseaba servir, deseaba saber. Elevé los ojos al cielo, y con los brazos extendidos rogué a Apolo, le invoqué. Poco después, él me respondió.