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Los juegos fúnebres
Dos días después volví a ver a Enone. Fue en el estadio de Troya donde se celebraban los juegos. Estaba disfrazada de campesina con una basta túnica de lana y un manto azul que cubría casi por completo su llamativa belleza, pero yo la distinguí enseguida entre el enorme bullicio de aquel día. Así que de inmediato supe que Paris iba a participar, y presentí el peligro como los perros presienten la muerte.
Para entonces me hallaba bastante repuesta. Había adelgazado mucho, pero Ctimene se encargó de mezclar en una paleta de tocador una serie de colores y de aplicármelos en el rostro. Logró enrojecer mis labios y mejillas y dar vida a mi mirada. Me puse mis mejores ropas y casi volví a parecer la misma.
Mi padre era un buen organizador y, a pesar del gentío exaltado, de los grupos de muchachos alborotadores y de la aglomeración, lograba que toda clase de eventos públicos se celebrara con ordenada disciplina. En las primeras filas de las gradas se hallaban los nueve jueces. A su izquierda, los músicos, los heraldos y el bardo esperaban los momentos en los que habían de amenizar la fiesta, ya fuera para acompañar el anuncio de los participantes o para cantar una elegía fúnebre en honor del difunto. Todos mis hermanos varones competían, cada uno de ellos en una o varias pruebas. Héctor y Deífobo solían tomar parte en todas, y cada año resultaban ganadores. Aunque entre los extranjeros que acudían había atletas capaces de enfrentarse a ellos, lo cierto es que jamás ningún hombre, troyano o forastero, osó vencer a los hijos de Príamo, y era sabido que muchos de esos atletas se conformaban con un segundo o un tercer premio que, por otra parte, era suficientemente deseable y no provocaba la ira del rey de Troya.
El cielo estaba despejado, ninguna nube oscurecía el transcurso de la fiesta, la gente se divertía, animaba a los participantes y disfrutaban como era habitual cada año. Una serenidad de aguas mansas es como un mar que anuncia tormenta, Apolo brillaba con demasiada intensidad, lo sabía dispuesto a disparar sus flechas. Yo, desde mi asiento en las gradas destinadas a la familia real, había empezado a sentirme inquieta. Mis tíos Antenor y Téano me saludaron con una sonrisa apacible; ella vestía sus ropas de sacerdotisa de Atenea y él el manto púrpura de los notables del reino, y se sentaban junto a mis padres, ataviados solemnemente con lujosas vestiduras de duelo. Les seguían mis hermanas Creúsa y Laódice, pues sus esposos, mis primos Eneas, hijo de Anquises, y Helicaón, hijo de Antenor, concursaban, y a continuación se sentaban mis hermanos más pequeños, Troilo y Polidoro, que por su edad no podían participar en prueba alguna. Yo estaba junto a mi hermana Ilíone y el rey Polimnestor, que habían viajado desde Tracia con motivo del evento. La confianza de los troyanos me daba miedo; se sentían grandes, felices, invulnerables. Busqué a Palamedes entre el gentío y al fin lo hallé apoyado en una columna, no muy lejos de un grupo de pastores, la mitad del cuerpo oculto por las sombras de los soportales.
Percibí la presencia de Paris por el murmullo de un grupo de mujeres que se apartaron a su paso admirándole como si se tratara del mismo Adonis. Iba vestido con sus ropas de pastor y un hombre casi anciano le sostenía el carcaj con las flechas; pensé que se trataba de Agelao, el pastor que le salvó de la muerte, su otro padre.
Los heraldos lo anunciaron al son de los címbalos. El otro participante esperaba en el centro de la plaza, pero la multitud aclamó a Paris, quizás por su belleza, o porque su rival era un escita salvaje cuyo olor a pescado podrido llegaba hasta las gradas. Le venció sin dificultad con maestría de arquero consumado. La muchedumbre le vitoreó, y él, lejos de recibir su victoria con humildad, se volvió a las gradas blandiendo su arco ante la familia real. A mi padre le divirtió la arrogancia del muchacho, y mi madre, admirada por su superioridad ante el escita, le arrojó una de las flores que adornaban su tocado.
Entonces salió a la plaza mi hermano Deífobo, como un cachorro de león herido en su amor propio. En cuanto los músicos dejaron de tocar se hizo el más absoluto de los silencios. Aquel muchacho acostumbrado a pastorear y a perseguir a las ninfas resultó ser un asombroso arquero. Sus flechas habían acertado en pleno centro de la diana, con una precisión casi imposible, yo sabía que ninguno de mis hermanos poseía tal habilidad. Pensé que aquel pobre y bello pastor, cuya vanidad había sido por primera vez halagada, no se resignaría a dejarse vencer.
Deífobo era un buen arquero, y su primera flecha dio en el centro justo de la diana. La segunda y la tercera se desviaron apenas una pulgada hacia la derecha, pero de todos modos los disparos fueron extraordinarios, y la multitud le aclamó como ganador. Entonces le llegó el turno a Paris y sucedió lo que jamás debió haber sucedido. Sus tres flechas acertaron de lleno, sin fallos ni desviaciones, fueron tres disparos hechos con rapidez y sin vacilación que demostraron claramente su superioridad. Paris no se dejó vencer, quizás ignoraba que su arrogancia podía costarle la vida. Se hallaba en pie, en el centro del estadio, y disfrutaba de la admiración del público que le aclamaba con los brazos en alto, la sonrisa resplandeciente, su sombra tan larga que cruzaba el recinto y llegaba hasta el público; el sol poniente cegaba mis ojos, mis padres ya no sonreían. Los jueces hablaron entre ellos. Trataban de encontrar un modo de impugnar la competición, se elevaba el clamor entre el gentío, las gradas se agitaban. Entonces Deífobo se dirigió a las dianas y arrancó con furia las tres flechas que Paris había lanzado. El estadio entero enmudeció. Deífobo desenvainó su espada y ordenó que se le entregara otra al pastor. Pero Paris no tomó la espada que se le ofrecía, la rechazó aterrorizado y huyó. Era buen corredor y en un instante desapareció del estadio por una de sus puertas. Debieron de correr los dos en una desesperada y loca persecución por los pasadizos del estadio hasta el único lugar donde Paris podía refugiarse, la pequeña sala donde estaba el altar consagrado a Zeus.
Cuando llegamos, Paris se hallaba arrodillado ante el altar sobre las flores marchitas de las ofrendas, cuyo olor me produjo náuseas. Deífobo no podía atacarle en un lugar sagrado, pero los esclavos podían sacarlo de allí si se les ordenaba. Enseguida el pequeño habitáculo se llenó de gente. El pobre Agelao, loco de dolor, se arrodilló ante Deífobo, suplicando por la vida de Paris. Estaban también mi hermano Héctor, mis padres y, para mi sorpresa, el griego Palamedes. Jamás olvidaré aquella terrible escena que cambió nuestras vidas. Un hombre iba a morir. Yo tenía la seguridad de que sería nuestra perdición, la de todos cuantos estábamos allí y la de muchos más, y podía haber cogido uno de los puñales que colgaban de los cinturones de los guardias y apuñalarlo en el corazón, sabría hacerlo con destreza, sin fallar, pues estaba acostumbrada a hundir el arma en la carne de los animales. No ocurriría nada; Casandra había tenido otro acceso de locura; me drogarían con belladona y adormidera durante unos días, a fin de cuentas el muchacho sólo era un pobre pastor. Pero no pude.
Entonces Agelao habló. Para salvar a Paris se vio obligado a confesar el secreto que había callado durante más de veinte años.
- Por todos los dioses, poderoso Príamo, salva a este hombre que no es otro que tu propio hijo. Castígame a mí, puesto que incumplí las órdenes que se me dieron y engañé a tus emisarios. Por ello merezco la muerte, y te entrego mi vida con gusto, pues no vale nada. Pero no destruyas a quien es carne de tu carne y sangre de tu sangre. Hace veinticinco años, recuerda, dos frigios me lo entregaron envuelto en lino real. No pude dejarlo en el monte, los dioses me perdonen.
Mi madre palideció.
- ¿Quién es este hombre? ¿Qué está diciendo, Príamo?
- Si estás mintiendo, juro que te haré arrojar desde las murallas -dijo mi padre.
Entonces habló Palamedes, el único que en ese momento era capaz de pensar.
- Señor, lo que dice este hombre es muy grave y difícilmente puedes confiar en alguien que, según sus propias palabras, te engañó una vez. Haz que registren sus pertenencias, sus ropas y zurrones, su casa y sus propiedades. Ordena que interroguen a sus amigos y parientes. Es probable que sea el único modo de hallar la verdad.
Antes de que mi padre tuviera tiempo de responder, mi madre había ordenado a los esclavos que fueran a buscar todas las pertenencias de aquellos hombres y que una patrulla se encargara de hacer lo que decía Palamedes. Supe, por su modo de mirar a Paris, que ya lo amaba. Paris viviría; los dioses habían dispuesto que se salvara por segunda vez, por una sola razón: había de cumplir su destino. Fue tal el pánico que sentí que las piernas me temblaron, me apoyé en una pared cercana a la puerta con el fin de sostenerme y respirar aire puro, me asfixiaba. Nadie se fijó en mí, había demasiado dolor, miedo e ira en aquella pequeña casa de Zeus. Sentía el cuerpo empapado en sudor, temblaba. Supe que no sería la primera vez en mi vida que experimentaría aquella insoportable sensación de impotencia. Entonces noté un aliento sobre mi nuca, como si un animal me acechara, era Palamedes. Cuando me volví y le miré a la cara, pareció asombrado, y comprendí que mi expresión debía de ser la de una sonámbula.
- Sé lo que van a traer los esclavos -dije-, y tú también lo sabes. Tú te has encargado de conseguir las pruebas de la identidad de ese hombre. Pero no puedo comprender cuál es tu interés.
- Debes saber, princesa, que todo cuanto sucede en Troya me interesa.
Decía parte de la verdad. Las mentes retorcidas y poderosas como la de Palamedes no necesitan motivos para hurgar en los asuntos ajenos, tejen complicadas telas de araña y esperan pacientemente a sus presas. Todo aquel juego lo hizo por placer.
Pasó un largo rato, durante el cual mis padres discutieron, mi madre lloró desconsoladamente y mi padre le recordó su sueño y la profecía de los sacerdotes, mientras todos los allí presentes escuchaban asombrados las noticias de un pasado del que acaso habían oído hablar en oscuros rumores de las gentes del pueblo. Por fin llegaron los esclavos. No vi nada, oí un sonido de metal y luego un tintineo como de campanillas, rodó largo rato por el suelo aquel objeto perverso, pues parecía como agitado por las manos inocentes de un recién nacido. Oí sollozar a mi madre.
- ¿Cómo encontraste el sonajero? -pregunté a Palamedes.
- Convencí a una mujer para que lo desenterrara. Ahora los reyes de Troya me están agradecidos.
- Idiota -dije furiosa-. No sabes lo que has hecho. Si él vive todos moriremos.
Se echó a reír.
- No digas esas cosas, princesa, o pensarán que estás loca.
Era un hombre inteligente y taimado al que no deseaba tener por enemigo. Cómo sería un pueblo que engendraba semejantes hombres. Lo pensé un instante, pero la idea se desvaneció en mi mente en medio de una confusión de pensamientos atroces que me atormentaban. Luego me tomó por el codo y me condujo fuera, hacia el corredor. De entre los pliegues de su manto sacó un trozo de pergamino y me lo entregó, reconocí el sello de Agamenón, respiré aliviada y rápidamente lo escondí entre mis ropas.
Salí del estadio. Ahora tenía un nuevo hermano; había otro príncipe en Troya. Había visto a mi madre abrazarlo, acariciar su pelo, saciar una ansiosa ternura de años enteros de añoranza. Durante los días siguientes se celebraron toda clase de festejos y sacrificios a los dioses en acción de gracias. Se repartió la carne, vino y cerveza para el pueblo, tan alegre y gozoso como sus reyes.
Pasearon a Paris en una litera, coronado de laurel como el mismo Apolo. Los troyanos cantaron, bailaron, se embriagaron y copularon en los umbrales de las puertas. Jamás vi a mis padres tan felices. Fueron varios días de fiestas y aturdimiento. Celebrábamos la resurrección de un muerto.