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Aquiles en Esciros

Narración de Casandra:

Entre la llegada de Helena y la aparición en el horizonte del Egeo de las naves de guerra de los aqueos transcurrió algo más de un año. Mis enviados a Grecia me enviaban frecuentes correos y yo continuaba teniendo visiones. Trataba de hallar una grieta en el plan que los dioses habían urdido para entablar una guerra contra Troya. Ya sé que todo era vano, que el Destino estaba escrito, pero mis planes, mis reflexiones, me permitían momentos de ensoñación, de esperanza, que necesitaba para respirar, de otro modo la visión del fuego y la sangre hubieron sido insoportables.

Mis razonamientos me habían llevado a la siguiente certeza. Zeus no había invitado a Eride a las bodas de Tetis y Peleo. Todo lo que sucedió a continuación -el juicio de Paris y el rapto de Helena-dependió de ese insignificante y deliberado olvido. Los dioses querían la guerra, y yo -una mujer, sibila maldita por Apolo- quería evitarla, desviar el Destino como un golpe de viento hace errar un tiro de flecha, hallar un error en los actos de los dioses o de los hombres que permitiera salvarnos. El fracaso suele amenazar a empresas de esa índole, pero, a pesar de eso, perseveraba. Podía realizar un acto más irracional aún, dejarme llevar por mis trances y presentarme en una de las muchas fiestas y banquetes que por entonces se celebraban en honor de Paris y Helena, y anunciarles a todos, a mi familia, a los felices troyanos, a los consejeros y sacerdotes del reino, a los indignos adúlteros, a todos ellos, que en poco tiempo podían morir y ver su ciudad destruida. Eso les hubiese dado motivo para encerrarme de nuevo, esta vez quizá para siempre.

En mi vida he luchado con esa destructiva mezcolanza de odio y amor, afectos terribles, devastadores para el corazón humano, pues abrasan cuando están juntos y sólo se separan por una línea invisible. No estoy segura de haber triunfado. Desde que Apolo me maldijo, también he combatido la locura; al menos esa batalla la he ganado.

Me enfrenté a mis trances de la única manera que era posible vencerlos: yo misma me los provocaba. Ordenaba a Ctimene que me atara al lecho y me hiciera comer tortas de resina de cáñamo o cualquier otra droga poderosa. Gracias a ello, las visiones se sucedían plácidamente, como en un sueño, por muy horribles que fueran. Cuando los efectos de las pócimas pasaban, sufría terribles temblores y convulsiones de los que sólo Ctimene y yo éramos testigos.

Vi a Tetis, la diosa hija de Nereo, a la que reconocí por su cabellera blanca en la que también crecían algas marinas, y por los ojos azules, tan diferentes del azul mortal, porque su transparencia recuerda las profundidades del mar y el halo blanco alrededor de la pupila el furor de espuma de una tempestad. Estaba sentada en una silla paritoria rodeada de esclavas y comadronas. Cuando nació la criatura, un varón, lo cogió del cuello como hacen las gatas con sus cachorros. Ordenó que lo lavaran, retiraran la sangre de su cuerpo y lo envolvieran en ropas de recién nacido, luego lo tomó en brazos y salió del palacio de Ftía por oscuros pasadizos y puertas secretas. Caminó envuelta en una capa, con el niño oculto en los amplios pliegues, hasta llegar a un lugar siniestro del que brotaban las nieblas y los olores corruptos del Hades, del cual emergían las negras aguas estancadas. Era la laguna Estigia. Se embarcó en compañía de un remero cuyos temblores de miedo hacían zozobrar la barca. Navegaron dificultosamente entre los fétidos y espesos vapores, por la fauna pantanosa de árboles encorvados y tristes, como viejos moribundos, de húmedos cañaverales y frágiles juncos, hasta que llegaron al lugar indicado, y allí, tomando al recién nacido por uno de sus tobillos, lo sumergió en las sombrías aguas.

Seis de ellos murieron, los hermanos de Aquiles, y a los seis los vi. Al día siguiente Tetis le mostraba a su marido al recién nacido deforme y tumefacto. La primera vez, Peleo, el gran héroe compañero de Heracles, el que luchó contra las temibles amazonas, el que se enroló con Jasón en el Argos para adueñarse del vellocino de oro, se afligió de tal modo que no pudo comer ni dormir en varios días. El segundo niño muerto le hizo creer que su esposa y él estaban malditos por los dioses. Ante el tercero, su estupor no tuvo fin, ni su desesperación consuelo. Tuvieron que llegar el cuarto, el quinto y el sexto finalmente para que Peleo sospechase que Tetis utilizaba artes de brujería. Después de parir al séptimo, la vigiló. La siguió hasta su sombrío destino y sólo su valor enorme de héroe y la defensa de su casta y de su estirpe lo animaron a adentrarse en tan desoladores lugares. La detuvo en el momento de sumergir al recién nacido. Lo tenía sujeto por el tendón que separa el pie de la pierna; sólo esa pequeña zona de su cuerpo quedó a salvo de lo que podía ser la muerte o, como su madre deseaba, la eternidad. El niño logró sobrevivir tras varios días agónicos. No estaba muerto, pero tampoco era inmortal. Tetis lo examinó escrupulosamente, hundió en su cuerpecito -piernas, brazos, vientre-, los alfileres que sujetaban sus vestidos, pero él apenas gimió como un gatito asustado. La madre gritó de alegría, elevó a la criatura en sus brazos, luego lo puso en la tierra para encomendarlo a la Diosa Madre de todas las cosas y al fin lo ofreció a Zeus y los demás olímpicos para que lo tutelaran. Había dado a luz a un ser extraordinario, protegido de la calamidad por la calamidad misma. Le amó entonces y toda su vida con ternura, e inmediatamente abandonó al mortal con el que la habían obligado a desposarse para ir a vivir al mar con su padre, el viejo Nereo.

Ella jamás le abandonó, y él, cuando ya era un hombre fuerte, uno de los más feroces guerreros de Grecia, aún dormía en la misma posición que si fuera un recién nacido. Una noche, un beso salado y un tacto húmedo le despertaron casi al amanecer. Se sobresaltó, cogió la daga que guardaba bajo la almohada y la puso en el cuello de la mujer que lo visitaba. La daga en sus manos se convirtió en una esponja marina.

- Mi pequeño -dijo Tetis-, me gusta mirarte mientras duermes.

Aquiles la abrazó, y su rubia cabellera se humedeció ante el helado contacto con la nereida.

- Tengo que darte una noticia, hijo mío, vendrán a buscarte -dijo Tetis.

- ¿Quiénes?

- Los Átridas.

- ¿Qué quieren de mí?

- Tu vida y tu destino.

- ¿Con qué poder, madre? Nadie puede intervenir en la vida de Aquiles más que Aquiles mismo y los dioses.

- Ellos son quienes lo han dispuesto.

- Explícate. No comprendo lo que Agamenón, con quien nada me une, pueda desear de mí.

- Están organizando una guerra contra Príamo de Troya.

- Bien -dijo Aquiles-. Troya es rica, conseguiré un buen botín.

- Escúchame bien, hijo mío -continuó Tetis con severidad-, esa guerra no es uno más de vuestros saqueos. No se tratará de una rápida incursión que llene las arcas de Ftía durante un tiempo, no será robo, ni pillaje, ni lance célebre y provechoso. Serán largos años de dolor, de muerte, de sangre, de frío, de enfermedad, de lodo y de privaciones. Será la guerra más colosal y más cruel que hayan conocido los hombres. Después de ello, el mundo no será igual. Morirán muchos, cientos, miles de hombres, mujeres y niños, y tú también morirás, Aquiles, hijo mío, si haces tuya esa empresa y te embarcas con los Átridas.

- No temo a la muerte, madre.

- No la temes porque eres valiente, pero la rechazas porque eres mortal. Soy tu madre, te he parido, te he hecho fuerte como un dios, y ahora te ordeno que no vayas a Troya. Harás lo que voy a decirte. Partirás enseguida hacia Esciros y te ocultarás en la corte de mi amigo el rey Licomedes, entre sus mujeres, como si fueras una más. Es el único modo de que no puedan hallarte. Rastrearán toda Grecia en tu busca. Al parecer, el adivino Calcante ha vaticinado que sin ti no vencerán. Han reclutado a Diomedes de Argos, Néstor de Pilos, Palamedes de Nauplia, tu primo Ayax el Grande de Salamina, a Ayax Oileo, a Odiseo de Ítaca, al médico Macaón, a Menesteo de Atenas, a Meríones e Idomeneo de Creta, a todos los príncipes y hombres notables de Grecia.

- ¿Y me pides, madre, que permanezca oculto como un cobarde, disfrazado de mujer?

- Te lo ordeno. Tienes que hacerlo si quieres vivir muchos años.

- Si hago lo que tú dices, moriré viejo y feliz, rodeado de riquezas y de hijos, pero no conoceré la gloria, y cuando mis nietos hayan muerto, ya se habrá olvidado mi nombre y nadie recordará dónde está mi tumba; si algún viejo me nombra en sus historias, dirán: «¿Quién fue ese Aquiles? ¿Uno más de esos reyes de Ftía que pasaron la vida cuidando rebaños y engendrando hijos?». Y también: «¿Qué nos importa?».

- El olvido es el destino de todo hombre -dijo Tetis.

- No el de todos. Hay algunos cuyas hazañas serán siempre nombradas, cantadas por los aedos, ejemplos para otros hombres, y lo serán siempre a través de todo tiempo y lugar.

- Eres un hombre que quiere ser un dios -repuso Tetis-. Ellos tuvieron la fortuna de vivir el tiempo suficiente. Tú no tienes ese tiempo; si no me obedeces, tu vida será corta.

- Soy un guerrero, madre. Y me pides algo que me avergüenza.

- Temes a la muerte aunque lo niegues, temes a la muerte, lo leo en tu corazón. No deseas morir. Por eso irás a Esciros y te ocultarás. Yo te lo mando.

Aquiles vestido de mujer, con túnica larga, cinturón, pulseras, anillos, collares, la larga cabellera rubia bellamente trenzada y aceitada, adornada con diadema y velo, el rostro cubierto de polvos de arroz, la boca pintada con arcilla roja, los párpados con lapislázuli y una línea de polvo de carbón bajo el párpado. Aquiles moviendo sus gruesos miembros bajo finas y vaporosas telas con las que a veces se enredaba o tropezaba, mientras las mujeres de la corte estallaban en carcajadas y él se movía como un chiquillo asustado. Aquiles el héroe, el valiente guerrero, el hijo del gran Peleo. Aquiles el payaso asustado.

Antes de abandonar su habitación y volver al mar donde habitaba, su madre le había hecho dos recomendaciones.

- Si finalmente te ves obligado a ir -dijo-, cuídate del príncipe Héctor, el heredero de Príamo, sólo la fuerza de su brazo y su valor son comparables a los tuyos. Tu destino y el suyo están unidos, y la muerte del uno sucederá a la del otro. Y guárdate de que nadie conozca el secreto de la parte de tu cuerpo que es tan frágil como la de cualquier hombre, ése sería tu final.

Mientras, Odiseo y Néstor buscándolo por toda Grecia. Hasta que en una taberna les llegó el rumor de que estaba en Esciros. Fueron allí. Licomedes les dejó registrar el palacio, y no le hubiesen hallado de no ser porque nada escapa a la mirada de un zorro. Una mujer demasiado alta, demasiado tapada con su velo, tejiendo torpemente, los hilos enredándose entre sus dedos. Odiseo compró en el mercado de Esciros bellas joyas, ceñidores y vestidos bordados para ofrecerlos a las damas de la corte. También adquirió una espada, una pieza deslumbrante y poderosa, puño de oro y nácar, hoja de duro y brillante bronce, borde afilado con maestría, un arma magnífica que compró a un mercader fenicio por un precio exorbitante, pero que consideró justo. En la mesa del vestíbulo de la corte de Esciros depositaron amontonados los presentes para las damas, y dijo Odiseo que cada una de ellas tomara lo que más le gustase. Se precipitaron las mujeres sobre aquellos tesoros, y entre ellas Aquiles, sin sospechar el engaño. Mas cuando vio la espada, sus ojos se dirigieron a ella y no pudo dejar de observarla. Odiseo entretanto aguardaba. Pudiera ser que Aquiles percibiera entonces la trampa o que se dejara engañar, o que estuviera cansado y avergonzado de su fingimiento, o que deseara en el fondo ser descubierto, tal vez no le importaba nada y simplemente se dejó llevar por sus instintos, tal vez deseara ir a Troya.

Tomó la espada, la acarició como había acariciado a las mujeres de la corte de Esciros, la desenvainó y probó la dureza de su hoja golpeando una silla que partió en dos mitades. Entonces Odiseo, sonriente y complacido, dijo:

- He aquí al hijo de Tetis y Peleo.

El mismo Aquiles fue quien se quitó el velo del rostro y arrancó de un manotazo sus ropas de mujer, bajo las cuales apareció, espléndido, su cuerpo de luchador.

Me desperté llorando. Fue una terrible agonía ver a aquel hombre empuñando una espada. Y, sin embargo, ahora conocía su secreto. Invoqué a Apolo y le di las gracias.