21
Una dulce noche
Narración de Herófila:
Cuando le entregué a Agamenón el mensaje de mi señora Casandra me pidió que la llevara al campamento aqueo.
- Si no os hago matar antes a ti y a tu cantor como se hace con los espías -dijo.
Pero aquel hombre rudo y poderoso estaba enamorado. Cuando se refería a mi señora su voz se volvía tierna y sus ojos miraban con la docilidad de un cordero. Se acercaba a la antorcha que colgaba de un aro en la pared y leía la carta de Casandra, luego se sentaba en un diván junto al trípode y volvía a leerla. Ante la fragilidad que otorga el amor a los espíritus fuertes me volví osada:
- Mi señor Agamenón, no ignoro que tú y Odiseo tenéis espías en Troya. Estamos en guerra. Pero yo no sirvo al rey Príamo ni al príncipe Héctor sino a Casandra.
Volvió la cabeza hacia mí y me miró con tal intensidad que me estremecí. Seguí hablando:
- Ella quiere estar al corriente de todo cuanto te sucede. Me envió a Grecia por amor a ti, señor, y por esa razón estoy aquí, aun a riesgo de mi vida. Tan grande es la lealtad que siento por mi señora la princesa Casandra.
De repente se echó a reír. Pensé que el temperamento de los aqueos era imprevisible, sus reacciones sorprendentes, propias de hombres no cultivados.
- ¡Ah, mujeres! Sois pérfidas y taimadas, vuestra lengua es como la de las serpientes, vuestra astucia como la de los zorros. Sois más peligrosas que el más fuerte de los guerreros. Durante siglos habéis gobernado el mundo en nombre de la Diosa, la matadora de hombres, a la cual se sacrificaban los reyes cuando no podían guerrear, engendrar o satisfacer la lujuria de la reina. ¿Cómo puedo confiar en una de vosotras? No confío ni en mi propia esposa.
- Se decía, señor, que la sangre del rey muerto esparcida por los campos cada año proporcionaba fertilidad a los campos, a las bestias y al vientre de las mujeres. Eran costumbres antiguas, bárbaras costumbres, desde luego.
- Está bien, alcahueta. Conjura a tu diosa para traer aquí a Casandra, deseo verla más que a mis propios hijos. Debo de ser presa de algún hechizo de la Blanca Diosa a la que adoras. Cuando no aparece en el cielo y la noche está oscura, siento tanto pesar por la ausencia de tu princesa que parece que me ahogo en una ola negra; cuando la veo aparecer en forma de cuerno brillante, imagino a Casandra junto a mí en mi lecho, y cuando resplandece su redondez creo que la magia de su luz va a descender hasta mí para personificarse en la que amo, y entonces no puedo dejar de mirarla.
- Señor -sus palabras me conmovieron-, haré todo lo posible por traerla. Sé que la tienen vigilada, temen sus palabras. Nadie la cree, y sin embargo el rey Príamo ha ordenado a sus esclavos más cercanos que estén pendientes de sus profecías.
Me prometió que me proporcionaría todo cuanto necesitara y que me pagaría generosamente. En cierto modo, le había engañado, mi señora podía abandonar Troya sin dificultades. Si hasta entonces había controlado su deseo de ver a Agamenón, lo había hecho por razones de conciencia: Casandra era una noble troyana, jamás traicionaría a los suyos. Había negociado con el rey de Micenas como podría hacerlo cualquier comerciante: cuanto más arriesgada fuera mi tarea mejor me la pagaría. Me despedí de él con un respetuoso sarcasmo:
- Que la Diosa sea contigo.
Me maldijo. El poderoso rey de Micenas me necesitaba.
Narración de Casandra:
Pasó el otoño y el invierno. Largos días sin luchas ni apenas saqueos o pillajes. Yo seguía asomándome a la terraza más alta de la ciudadela para ver a Agamenón, y mirándonos en la distancia pasábamos largos ratos. Deseaba con todas mis fuerzas estar con él, y alguna vez, a altas horas de la madrugada, llegué a ponerme una gran capa negra dispuesta a salir de la ciudad por uno de los pequeños reductos poco vigilados. Yo había logrado hacerme con las llaves de todas las puertas de Troya, excepto de las cuatro grandes, que sólo era posible abrirlas o cerrarlas con la fuerza de diez hombres. Nunca me atrevía a salir. Una magia desconocida paralizaba mis pies cuando estaba a punto de abandonar mi dormitorio o andaba deslizándome por las sombras de alguno de los muchos pasillos del palacio. Regresaba a mi cámara para pensar, y de ese modo pasé muchas noches en vela.
Una de ellas, oí unos pasos en el patio y discretamente me asomé a la ventana. Vi a una mujer acompañada por un esclavo. A pesar de que iba cubierta por una gran capa, la reconocí enseguida, era Briseida, la amante de mi hermano Troilo, la hija de Calcante. Pude haberla detenido con sólo llamar a la guardia, pero no lo hice. Briseida era pérfida y mudable como su padre, a pesar del dulce rostro de niña que sedujo a mi pobre hermano. En Troya se la había respetado a pesar de la traición de su padre, pero, una vez muerto Troilo, debió de pensar que se hallaría más segura en el campamento aqueo, donde su padre tenía gran poder sobre los príncipes. No era posible que conociera algún hecho que pudiera comprometer a Troya o favorecer a los aqueos. La trataba desde que era niña y sabía que, pese a su fingida devoción por Apolo y su falso amor por Troilo, todo cuanto en verdad amaba era el oro y los hombres. Estaba enterada de sus frecuentes visitas al templo de la Madre, y en una ocasión averigüé que las ganancias que obtenía con su cuerpo no las entregaba a la Diosa sino que había decidido reservarlas para su dote. No temía que entregara su dinero y sus joyas a los aqueos, las enterraría u ocultaría en cualquier lugar que yo me encargaría de averiguar, pues conocía sus costumbres desde que éramos niñas. Las reacciones y los actos de una persona carente de juicio son fáciles de prever.
Entonces tuve una visión. Vi a Aquiles tocando la lira y cantando versos en su barracón, mientras fuera sus mirmidones jugaban a los dados. Aquiles abandonaría el combate. Los oráculos habían dicho que los aqueos no ganarían la guerra sin Aquiles. «Vete -pensé-, hija de Eride, y siembra la discordia entre los griegos».
Aquella noche me sentí tan feliz que llamé a un soldado de la guardia real para que me acompañara en el lecho. Se llamaba Halio, un robusto tracio cuyo rostro y complexión física eran tan parecidos a los de Agamenón que, desde que lo vi, le invité a unirse a mí. Le obligué a que se dejara la barba, aunque no era costumbre entre nuestros hombres, y yo misma a veces le aclaraba el color con alguna tintura, se la peinaba o se la trenzaba. Solía hacerlo desnuda, sentada sobre sus rodillas mientras él me acariciaba los pechos o las piernas.
Fue una hermosa noche. Pero aún había de pasar mucho tiempo para que la guerra terminara. Acontecimientos de gran importancia todavía no se me habían revelado. Los sabría poco a poco, visión tras visión, cuando a Apolo se le antojara poseerme.
Antes de dormirme cansada y satisfecha, cuando amanecía y Eos rozaba el aire con sus rosados dedos, cuando todo el palacio era una algarabía de trinar de pájaros, reflexioné sobre mis dos últimas visiones. Habían sido gozosas, sin trances, accesos de locura, fiebre o dolor. No había presagiado desgracias y no había sentido la imperiosa necesidad de darlas a conocer como en otras ocasiones. Deseé averiguar la naturaleza de ese cambio, la curiosa y repentina benignidad del dios que me había maldecido. Salté del lecho, desperté al pobre Halio, que dormía plácidamente, y le obligué a queme acompañara al templo de Apolo Timbreo. Me miró como si estuviera loca, pero obedeció, era un buen amante, un hombre fiel.
Una vez en el templo, encendí los pebeteros que contenían las hierbas hipnóticas, mastiqué laurel durante largo rato y después sacrifiqué un cordero blanco que Halio había sacado de su redil. Levanté los brazos y cerré los puños mientras caía la sangre sobre el altar. Invoqué a Apolo, y él me respondió. Como yo, se hallaba entristecido y encolerizado por la muerte de Troilo. Su dolor era mi dolor, sentía misericordia por mí; la grandeza de los dioses es imprevisible. Aún me dijo más: yo habría de vengar a mi hermano. ¡Cuan grande fue mi dicha!, pues no deseaba otra cosa. No le veía, pero podía escuchar sus palabras con claridad:
- Cuando todo lo hayas perdido, aún te quedará la venganza. Ella te salvará. Sabrás lo dulce que es, conocerás su poder. Derramarás la sangre de quien derramó la sangre, matarás a quien mató, destruirás a quien destruyó. La venganza es la vida.
Después de oír estas palabras me quedé dormida bajo el altar. Horas más tarde me encontró Laocoonte. Estaba cubierta de sangre de la cabeza a los pies, había sangre en mis manos, en mis cabellos, mi túnica estaba empapada, todavía mi mano estaba aferrada al hacha del sacrificio.
- Parece que hayas matado a un hombre, en lugar de a un cordero -dijo mi buen amigo.