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El caballo de la Diosa

Narración de Herófila:

Un día, al amanecer, habían desaparecido las naves. Los aqueos se habían marchado, del campamento salían débiles humos de fogatas apagadas, en la zona de la desembocadura del Simois y la playa había un nuevo silencio, una paz recuperada que ya casi ningún troyano recordaba.

La última vez que hablé con Perimedes me dijo que los príncipes aqueos habían llegado a un estado total de desánimo, por no hablar de la tropa, que había intentado amotinarse en varias ocasiones. Las últimas asambleas habían sido tensas, violentas; no fue necesario el insidioso Tersites para sembrar el hastío y el disgusto, el cansancio y la rebeldía. Los oficiales, que a la vez tenían que soportar los lamentos de los soldados y las exigencias de sus jefes, fueron los más insurgentes, los que hablaron con voz más elevada, los que presentaron motivos más justos, causas más concluyentes, a pesar de que no se sentaban en corro como los notables ni ostentaban el báculo del poder. Hablaron de los oráculos.

Aquiles había muerto, y éstos habían dicho que sin él no ganarían la guerra. Habían raptado a un hijo de Príamo, a un sacerdote troyano, para conocer las profecías de la ciudad asediada. El sagrado Paladio se hallaba ahora en una de sus naves, habían traído a Filoctetes y las armas de Heracles; el hijo de Aquiles, Neoptólemo, se encontraba entre los príncipes presentes. Habían satisfecho la voluntad de los dioses. Sin embargo, Troya seguía imbatible. La ciudad no se rendía. A pesar de las rapiñas y piraterías, seguían llegando barcos desde el Ponto y caravanas por tierra que la flota y el ejército troyano se encargaban de proteger. A ellos les era más gravoso lograr alimentos que a los que estaban sitiados. Si querían subsistir, tenían que cultivar la tierra y criar ganado. Si habían de ser campesinos y pastores, deseaban hacerlo en su tierra, en sus granjas, junto a sus mujeres y sus hijos. Censuraron a los príncipes el cuantioso botín que habían logrado, se dolieron de los amigos, camaradas y familiares que habían perdido en combate, llegando incluso a nombrarlos uno por uno en una larga y dolorosa lista que provocó lágrimas y severas acusaciones. Algunos se quitaron la coraza y la camisa o se levantaron el faldellín para mostrar sus heridas, los lisiados se quejaban con amargura de sus mutilaciones. Enumeraron el dolor, el frío, las privaciones por las que habían pasado, mientras la ciudad que hacía diez años habían venido a destruir seguía entera, imponente, riéndose de sus sufrimientos. En vano llevaban todo ese tiempo sitiándola, en vano habían pretendido devastar su ejército para obligarlos a rendirse, y en vano habían intentado entrar en ella trepando por el lugar más frágil, el bastión Nordeste; aun allí la muralla era lisa y las piedras, perfectamente encajadas, no presentaban asidero alguno, ni sus cuerdas y escaleras, ni sus más ágiles hombres habían podido saltarla. Las puertas eran tan fuertes y pesadas que era inútil fabricar un arma para derribarlas, así lo aseguraron en su día los ingenieros y así había sido. Nunca podrían con Troya.

Al fin, el campamento entero estalló en una gran lamentación, en furioso resentimiento, cuando alguien mencionó a sus esposas, sus casas y sus hijos. Se afligían por no disfrutar de su presencia, pero lo que en verdad les dolía, les aterrorizaba, era la incertidumbre, el temor a no ser esperados, a que otro hubiese usurpado su lugar, a no ser bien recibidos, quizás a ser desterrados. Así hablaron los oficiales de Argos, Esparta, Micenas, Beocia, Creta, las islas y otros lugares de Grecia. Ante estos razonamientos, los príncipes palidecieron, pues expresaron en voz alta y con feroz contundencia sus propios temores, aquellos a los que se negaban a enfrentarse. «Mala cosa es el descontento de los oficiales», parece ser que dijo Odiseo. Los príncipes prometieron reflexionar sobre todo ello, planearon una reunión que se celebró enseguida en la tienda de Agamenón y juraron por los dioses que ofrecerían remedios a sus justas reclamaciones.

Perimedes no me dijo más. Ahora sé que me traicionó. En esa última ocasión cometí el error de entregarle una recompensa más generosa de lo acostumbrado: un brazalete de oro macizo y lapislázuli que un príncipe egipcio había regalado a mi señora, quizá con ello se dio por satisfecho o quizá en el último momento se sintió incapaz de vender a los suyos. Tal vez no tuvo tiempo de contarme la verdad, pero me inclino a pensar que no quiso, a fin de cuentas era un aqueo. Y no sólo él, ningún espía del rey Príamo pudo alertarnos.

Hace poco, hablando con Casandra, dimos con la verdad, porque Odiseo mencionó algo en la sobremesa de una cena, lo suficiente para que mi inteligente señora atara cabos y dedujera.

Agamenón y Odiseo no ignoraban que existían espías troyanos en el campamento. El gran rey siempre los protegió, porque sabía que algunos de ellos eran pagados por Casandra. Ambos tenían una idea aproximada -quizás erraran en algunos casos y acertaran en otros- de quiénes eran; la cuestión es que tomaron precauciones. A los sospechosos se los encerró en la bodega de un barco con algún pretexto que desconozco, después los ejecutaron. De este modo lograron que los troyanos permaneciéramos ignorantes de nuestra desgracia.

Narración de Casandra:

Se hallaba en medio de la llanura frente a la muralla. Estaba hecho de tablas de madera de diferentes tamaños, perfectamente cortadas, unidas por tornillos y bisagras y encajadas con piezas de bronce. Unas formaban el pecho del animal, otras más grandes el vientre, otras la cabeza, la cara y un hocico largo y elegante parecido al de los sementales de mi abuelo, otras piezas esculpidas en forma de largos conos representaban las crines. Al igual que la cola. Las patas eran redondas y largas y acababan en pezuñas macizas que descansaban sobre una gran plataforma. Al amanecer estaba allí. Toda Troya, avisada y asombrada, se asomó a lo alto de la muralla para verlo. De repente mis ojos tomaron la extraordinaria facultad de ver a través de las tablas de madera, vi hombres armados, muchos hombres armados conteniendo la respiración, escuchando, preparados para el momento de salir. Vi a Odiseo, a Diomedes, a Menelao, a Neoptólemo, el hijo de Aquiles, a Filoctetes, a Ayax Oileo -cuya presencia me horrorizaba- y a Agamenón, entre otros. A duras penas pude contener mi turbación. El asombro me ayudó a controlarme en esos primeros momentos.

Se abrió la puerta Escea, y parte del ejército, mi padre y mis hermanos salieron a examinarlo. Yo fui con ellos. A mi lado caminaba, demudado, pálido, mi maestro Laocoonte. Nos acercamos y leímos escrito en un costado en grandes letras talladas:

En agradecida anticipación del regreso a salvo a sus hogares, los griegos dedican esta ofrenda a la diosa.

La mayoría de los que estaban junto a mí, incluido mi padre, empezaron a dar loas y agradecimientos a los dioses. Enseguida se formó una multitud crédula y gozosa cuyo espontáneo y estúpido júbilo iba en aumento. Mi padre también parecía complacido.

Laocoonte se acercó a mí. Dijo:

- Al fin Apolo me ha bendecido con el don de la adivinación. ¿Te acuerdas de la conversación que tuvimos en el banquete de despedida de Antenor, antes de que empezara esta pesadilla?

Le dije que, en efecto, la recordaba muy bien y que muchas veces había pensado en ella.

- Yo deseaba poseer la merced de Apolo. Ahora soy un verdadero profeta, por fin veo lo que los demás no ven y sé lo que los otros no saben. Maldito sea mi deseo.

Observó el caballo, continuó hablando.

- Esta noche se me ha aparecido en sueños, me ha dicho que ese vientre está lleno de guerreros dispuestos a matarnos a todos y a convertir la ciudad en cenizas. No se han ido, la flota entera espera detrás de Ténedos, donde desde Troya no podemos verla. Ha sido idea de Odiseo. Es una trampa.

- Ten cuidado -le dije.

Pero él ya se hallaba fuera de sí.

- ¿Cuidado? ¿Cuidado dices, princesa? -elevó los brazos al cielo-. Aquí me tienes, hijo de Zeus, ya estoy donde querías. He aquí al fin tu venganza, el placer favorito de los tuyos. ¡Necios hombres de Troya! No confiéis en los griegos, ni siquiera cuando os traen regalos.

Ya era mayor, aunque no un anciano. Pese a su corpulencia, se movió con insólita rapidez. Le arrebató una lanza a uno de los soldados y la arrojó al vientre del caballo. Sonó a hueco, a entrechocar de armas. Yo lo oí, pero al parecer nadie más. Así son los hombres, oyen lo que quieren, ven lo que se les antoja, confían cuando les conviene confiar. Mi padre le ordenó que se callara.

Enseguida vimos llegar del campamento aqueo a un par de soldados que conducían a un griego encadenado. Se llamaba Sinón. Después supe que se trataba de un primo hermano de Odiseo, pero eso no fue lo que dijo. Ese Sinón era tan hábil y astuto como su primo, tenía el don del fingimiento, pues todos le creyeron. Estaba debidamente aleccionado por Odiseo, y todos los troyanos deseaban creer su historia.

- Es un desertor, señor -dijo uno de los soldados.

Sinón se arrodilló ante mi padre y habló.

- Gran Príamo, rey de Troya. Compadécete de este desgraciado que ha estado a punto de morir degollado como un cordero por culpa de Odiseo, quien me odia, pues conozco muchos de sus secretos. Hace tiempo que los griegos están cansados de la guerra y hubieran vuelto a casa de no haberlo impedido el mal tiempo -contó-. Apolo les aconsejó que aplacasen a los vientos con sangre, como cuando quedaron detenidos en Áulide. Entonces ordenaron a Calcante que eligiera a una víctima. Calcante no quiso responder inmediatamente, y se retiró durante diez días, al cabo de los cuales, sin duda sobornado por Odiseo, me señaló. Me encadenaron, pero comenzó a soplar un viento favorable, mis compañeros se apresuraron a embarcarse y yo aproveché la confusión para escaparme.

Mi padre ordenó que le quitaran las cadenas, y entonces le preguntó por el caballo.

- Los griegos dependíamos del favor de Atenea -relató Sinón-, pero la diosa nos lo retiró desde que Odiseo y Diomedes robaron el Paladio de su templo. Tan pronto como lo llevaron al campamento, las llamas envolvieron tres veces la imagen y sus miembros comenzaron a sudar en prueba de la ira de la diosa. En vista de ello, Calcante aconsejó a Agamenón que se embarcaran para su patria y reunieran una nueva expedición bajo mejores auspicios, dejando el caballo como ofrenda aplacatoria para la diosa.

- ¿Por qué es tan grande? -preguntó mi padre.

- Para impedir que lo introdujerais en la ciudad -dijo-. Si lo hacéis, la diosa os favorecerá, mientras que si lo despreciáis os arruinará.

- Eso son mentiras -protestó Laocoonte-. No le creáis.

Entonces mi padre ordenó al sacerdote que fuera a escoger un toro y lo sacrificara en el altar de Poseidón para propiciar al dios impetrando de él una tempestad que destruyera la flota aquea. Fue escogido mi maestro, puesto que el sacerdote de Poseidón había sido lapidado por el pueblo cuando aparecieron en la costa troyana las naves griegas.

Y así se dirigió mi pobre maestro hacia su muerte.

Narración de Herófila:

Un hermoso toro blanco como la nieve, adornado con una guirnalda de flores entre los cuernos, fue llevado hasta el altar de Poseidón por los dos hijos gemelos de Laocoonte, dos hijos adolescentes de no más de quince años. Iban acompañados de uno de los pastores que cuidaba de las bestias destinadas a los sacrificios.

El altar de piedra blanca estaba situado sobre una explanada encima de unos riscos, sobre el mar de los Dardanelos, en la zona nordeste de Troya. El altar había sido limpiado y ungido cuando llegaron los dos jóvenes con su víctima, pero Laocoonte no se hallaba aún presente, según me contó el aterrorizado pastor. Entonces sucedió un terrible prodigio. Primero una gran ola sacudió el mar. En ocasiones las corrientes del tumultuoso mar del norte provocaban oleajes repentinos, sin embargo esta ola solitaria era tan grande que subió hasta la planicie, cubrió por entero el blanco altar y empapó las ropas y los cabellos de los allí presentes. Después el mar se abrió, de sus profundidades surgieron dos enormes serpientes marinas, dos monstruos acuáticos cuya visión les provocó un terror fulminante. Se arrastraron reptando por la arena con una rapidez impropia de su gran tamaño. Los muchachos apenas habían empezado a correr por los riscos, a mover sus paralizados miembros, cuando una de las serpientes logró enroscarse al tobillo de uno de ellos y derribarlo. El otro fue atrapado cuando intentaba en vano ayudar a su hermano a desasirse de la bestia golpeándola con una piedra. En un instante la otra serpiente se hallaba enroscada a sus piernas y subía ciñendo su cuerpo con una fuerza colosal que comprimía los músculos, partía los huesos y cortaba la respiración. Entretanto el pastor había logrado ocultarse tras un pedrusco, el miedo le incapacitaba para moverse. Me contó que el toro echó a correr, y debió de hacerlo durante mucho tiempo pues le costó varios días hallarlo en las cercanías del monte Ida. Enseguida supo que las bestias habían sido enviadas por los dioses, no podía ser de otro modo, y que el maldito no era él. Mientras oraba con fervor a la Gran Madre, de la que era devoto, apareció Laocoonte. Iba vestido con la sagrada túnica blanca y llevaba apoyada en el antebrazo la doble hacha sacrificial. Cuando vio a sus hijos en poder de las serpientes, tratando con desesperación de desasirse de aquel lazo mortal que se estrechaba a cada instante, tomó el hacha y blandiéndola se dirigió hacia las bestias, pero sólo logró que los animales se arrojaran sobre él; pronto sintió sus piernas, su cintura, su cuello prisioneros de mortíferos nudos. El pastor oyó cómo Laocoonte invocaba débilmente a Apolo, cómo le rogaba piedad, remisión de la grave falta en la que incurrió. Pero no se oía la respuesta de Apolo. El mar seguía en calma, el sol brillaba. Por encima del sonido de las olas se oían los gemidos de los tres moribundos, débiles susurros, apenas un soplo de aire que los monstruos, enroscados a sus cuellos, les permitían exhalar. El último esfuerzo del sacerdote fue tomar la mano de uno de sus hijos; el otro también halló energía para asir la del padre antes de respirar por última vez. Fue entonces cuando llegó un grupo de troyanos y observaron con horror aquella terrible muerte. Al poco las dos serpientes abandonaron a sus presas, reptando primero alrededor de los miembros que tenían oprimidos, luego por sus cuerpos, después por la explanada y los riscos hasta que por fin regresaron al mar de donde habían salido. El pobre pastor me contó que corrió hasta Laocoonte, que tenía los ojos vueltos hacia el sol. Los dos muchachos, rotos los cuellos, los bellos cuerpos deformados, reposaban sobre el cadáver del padre.

Un anciano dijo que Laocoonte había sido castigado por haber herido el vientre del caballo. Era Atenea quien había castigado al sacerdote. Los demás estuvieron de acuerdo y consideraron aquella desgracia como una revelación.

El detalle de las excesivas dimensiones del caballo demuestra la sutil perspicacia de la mente de Odiseo. Se trataba de simular que los griegos deseaban impedir que el engaño entrara en la ciudad, cuando en realidad, para que su plan llegara a buen fin, había de suceder todo lo contrario. Pero yo no pensaba en nada de eso -aún había de pasar mucho tiempo para que me hiciera esa clase de reflexiones y otras muchas parecidas-. Al igual que el resto de los troyanos, observaba cómo una multitud de obreros abrían una brecha en la muralla junto a la puerta Escea, pues el caballo era demasiado ancho incluso para entrar por ella, la más grande de las cinco puertas de Troya. Aun así se atrancó cuatro veces. Después tomaron la precaución de volver a cerrar la brecha. Colocaron cuatro gruesos rodillos bajo la plataforma y, con grandes esfuerzos, se dispusieron a introducirlo en la ciudad. Habían creído a Sinón. Atenea había abandonado a los griegos y ahora estaba de nuestra parte, era nuestro deber honrar a la diosa. Los aqueos estaban lejos y Troya era libre.

De repente tuve un mal presagio. Recordé que no veía a mi señora desde las primeras horas de la mañana. La busqué entre la gente subida a la muralla, entre los que rodeaban al caballo o flanqueaban la puerta. De pronto se oyó un murmullo, luego un silencio que parecía reverencial o temeroso, observé que la gente se agrupaba junto a los costados de la plaza, como si dejaran pasar a alguien. Pensé que se trataba de Hécuba, quizás de Helena, pero en el fondo de mi ser sabía que no era ninguna de ellas y me eché a temblar. Casandra apareció en el centro de la plaza como no la había visto jamás, estaba pálida como la muerte, despeinada y desaliñada, su paso era firme y decidido, había en su rostro y en sus ademanes una expresión terrible. Algunas mujeres gritaron y ocultaron sus rostros. Se detuvo frente al caballo. Su voz, distorsionada por la emoción, quizá por el miedo o la desesperación, salió ronca como un grito o un eco:

- Hombres de Troya, ¡necios! No dejéis pasar a ese caballo, es una trampa de nuestros enemigos. ¿Dónde está vuestro sentido? ¿Dónde vuestra razón? ¿Dónde se hallan los hombres sabios? Ancianos de Troya que conocéis el corazón humano, ¿no os dais cuenta de que este artefacto ha sido construido por una mente perversa para nuestra desgracia? Es una trampa, un engaño de los griegos. Si permitís que entre en la ciudad será nuestra ruina. ¡Oh, estúpidos! ¿Cómo podéis estar tan ciegos? Hay dentro del vientre oscuro del monstruo cientos de soldados armados que harán caer nuestras torres y murallas. ¡Padre, la noche eterna para Troya está ahí, no la dejes pasar!

- Hacedla callar -dijo Príamo-. Lleváosla de aquí.

Deífobo se dirigió hacia ella y la sacudió violentamente por los hombros.

- Contén tu lengua, Casandra, no estropees con tus malos agüeros este día de dicha o te haré encerrar y esta vez será para siempre. Hermana, por los dioses, refrénate.

Pero mi señora no era capaz de contenerse.

- No se han marchado. No se han marchado. Están aquí. Escondidos detrás de la isla.

Deífobo ordenó a dos soldados que se la llevaran. Los hombres la asieron con firmeza por los hombros y la levantaron en el aire, luego echaron a andar camino del palacio. Ella se volvió varias veces gritando:

- No permitáis que entre, no lo dejéis entrar. ¡Quemadlo! ¡Arrojadlo al mar!

Yo quise seguirla, pero me lo impidieron.

Las mujeres recogieron flores de las orillas de los ríos y adornaron con ellas la cabeza del caballo, extendieron una alfombra de rosas alrededor de sus cascos. Entretanto se iban preparando los banquetes y los animales para el sacrificio. Los esclavos portaban ánforas de vino y cerveza y se desplegaba la gran mesa para el pueblo en la explanada frente al palacio real, tal como se hacía en las grandes ocasiones, se acarreaban sillas de tijera, taburetes, manteles, toallas y vajillas. Las seguidoras de Dioniso cantaban detrás del caballo mientras éste subía pesadamente por las costeras calles de la ciudad, los muchachos lo precedían bailando y haciendo piruetas, los aedos colocaban sus trípodes bajo los soportales del palacio y empezaban a modular sus voces y a tañer sus liras, en sus casas las mujeres jóvenes, adultas, hasta las más viejas, preparaban sus mejores vestidos, aceitaban sus cabellos, se perfumaban y se enjoyaban. Muchos troyanos habían subido a la muralla para ver desde allí la ascensión del caballo, otros lo seguían por las calles o lo miraban desde las ventanas de sus casas. Cualquier otra actividad habitual se había detenido, los comercios estaban cerrados, los artesanos dejaron sus útiles y herramientas, los panaderos sus panes, los escribas sus papiros, los granjeros sus campos, los pastores sus animales, la ropa quedó a medio lavar, los pucheros fueron retirados del fuego, los telares, ruecas y husos abandonados. En cambio, los templos hervían del humo blanco y del olor penetrante del incienso, las tabernas acogían a multitud de bebedores eufóricos, se servían rondas de vino gratuitas y se salía a beber a las calles y a las plazas por donde pasaba el caballo en su largo y pesado recorrido hasta la ciudadela. Las prostitutas sagradas salieron del templo y ofrecieron sus servicios en las esquinas o bajo el umbral de las puertas. Troya ardía de alegría intensa, urgente.

Al fin llegó el caballo a la ciudadela y lo depositaron en la más ancha de las terrazas, cerca del palacio. Salió la familia real, los reyes y sus hijos, Heleno, Creúsa con Eneas, Laódice con su esposo Helicaón, Antenor y Téano, y Helena con Deífobo, su nuevo esposo. Los sacerdotes quemaron incienso delante del caballo y elevando los brazos al cielo dieron gracias a los dioses. Llegaron las primeras bandejas con la carne de los sacrificios, y todos los troyanos, desde los reyes hasta el más miserable de los menesterosos, se dispusieron a celebrar el banquete.

Como no podía dejar de pensar en mi señora, me introduje en el palacio en su busca.