37

Pentesilea

Narración de Casandra:

Le dije que no luchara con Aquiles, y se rió. Cuando reía estaba aún más bella, sus grandes labios dejaban ver una dentadura blanca como las crines de sus caballos, sus ojos verdes se rasgaban aún más, y al final quedaban casi cerrados mientras dos hoyuelos aparecían en sus mejillas y en su barbilla. Le dije que moriría y volvió a reírse.

- Moriré cuando Artemis disponga, Casandra. Si mañana es mi día, ocúpate de que se me hagan unos buenos funerales, quiero una pira funeraria tan alta como la ciudadela de Troya, y que se guarden mis cenizas en una urna de oro para ofrecérselas a mi diosa en su templo de Azzi.

Y siguió riendo. No pude hacer nada, salvo permanecer en un lugar solitario de la muralla, donde el trance podía sorprenderme sin ser vista, y observar la llanura entera delante de la puerta Escea.

Lucharon durante muchas horas, después de que una fila de mujeres a caballo vestidas con corazas de plata se enfrentara a otra de hombres vestidos de negro y de bronce, dispuestos en largas hileras de soldados de a pie, tan juntos que tocaban escudo con escudo, precedidos por los carros de sus príncipes. Salieron al galope. En un instante la llanura se convirtió en una nube de polvo, fragor de gritos, golpes y relinchos. La primera fila de hábiles arqueras logró descomponer algunas de las líneas de los aqueos. Los caballos heridos caían al suelo arrastrando consigo al caudillo, a su escudero y al auriga. Pronto también ellas abandonaron sus monturas y lucharon a pie, aunque las arqueras, rodilla en tierra, no dejaban de disparar certeras saetas que causaron muchas bajas enemigas.

La lucha a pie fue cruenta. Las lanzas aqueas se entrecruzaban y el polvo de la llanura se llenaba de sangre. Pentesilea combatió con el médico Macaón y le atravesó el cuello con su espada; la sangre manó con un manantial tan abundante que el hombre tardó poco en morir. Luego atacó a Podarces, príncipe de Tesalia, y le atravesó el vientre de parte a parte. Entonces fue cuando vi a Aquiles cruzar las filas y dirigirse hacia Pentesilea. Tan fiero era su aspecto que ella, instintivamente, dio un paso hacia atrás. Estaban frente a frente.

- ¿Tanto miedo me tienes, reina de las amazonas? -dijo Aquiles.

Pentesilea, ofendida, se quitó el yelmo con brusquedad.

- Éste es el miedo que te tengo, hijo de una muía.

La belleza de Pentesilea hería más que las armas. Aquiles enmudeció.

- Por Afrodita, qué hermosa eres.

También él se deshizo del casco. Su primera mirada fue como un abrazo; cuando rodaron juntos por el suelo y se levantaron cubiertos de sangre y polvo, la codicia del cuerpo enemigo no era de destrucción sino de gozo. Pentesilea deseaba acariciar los muslos de Aquiles cuando le rajó la pierna con su espada, y éste ansiaba palpar sus pechos cuando golpeó la dura coraza de plata. Sólo la lucha de Héctor y Áyax fue más larga. Nunca vi tan torpe a Aquiles ni a Pentesilea dar golpes menos atinados. Algunos guerreros dejaron de luchar para observarlos, mientras otros despojaban el campo de cadáveres. Cuando sus espadas se cruzaban y sus caras quedaban tan juntas que casi podían tocarse, sus ojos se enternecían y sus bocas abiertas agredían con las palabras, pero acariciaban con el tono largo y suave de los amantes. Daban vueltas en torno a sí, ya fuera por el placer de mirarse y tocarse, ya por desear que el otro huyera y se salvara y no dar muerte a aquel ser tan hermoso y valiente, tan digno de ser amado, eso pensaban los dos, eso sintieron en cuanto vieron sus rostros descubiertos. Tan extraño resultaba el combate que el jorobado Tersites gritó:

- ¡Eh! ¡Aquiles! Te has equivocado, tu lugar es el lecho y no el campo de batalla, la cama te traerá la gloria. Deja a la mujer con vida para que te caliente esta noche, o, mejor, deja que te clave su espada para no desgarrar su bella piel.

Pentesilea dio un grito, alzó la espada y corrió hacia su adversario, pero justo antes de bajar la espada para hundirla en el cuerpo del hombre, el bronce de Aquiles traspasó su estómago en la zona situada entre la coraza y el cinturón. Entonces ella pudo ver el azul de los ojos de Aquiles, y hundirse en su terror, y él ver la muerte en los de ella. Él la sujetó suavemente mientras ella resbalaba con lentitud, sin querer deshacerse del abrazo del hombre que la había matado. Al fin cayó de rodillas a sus pies, tenía la mirada tierna y la expresión apacible, y Aquiles se conmovió tanto que las lágrimas cayeron de sus ojos. Luego la tomó con suavidad por la cintura, la tendió en el suelo y, arrodillado junto a ella, la besó en los labios y ella correspondió, mezclándose en ese beso las lágrimas, la sangre, el polvo de la batalla y las primeras sombras del Hades en el que Pentesilea había entrado ya. Permaneció abrazado a ella, unido a aquel cuerpo por un sueño de amor, de muerte y de gloria, hasta que volvió a oír la voz de Tersites, que ahora saltaba alrededor de ellos con su pierna cojitranca.

- ¡Eh, aqueos, aqueos! Contemplad los gustos eróticos del hijo del gran Peleo, mirad cómo no le bastan los muchachos y las ninfas, ni por separado, ni juntos y revueltos, es como un glotón en un banquete, se come desde el carnero asado hasta las sobras para los perros. Puede que incluso le gusten las cabras y las muías, pues los gustos exquisitos son propios de los dioses y sus descendientes, y si el padre Zeus copuló con Europa en forma de toro, ¿por qué no habría nuestro Aquiles de degustar los placeres de la necrofilia? Quizá ya se ha cansado de labios cálidos y cuerpos ardientes y ahora prefiere la frialdad de la carne muerta, acaso la pasividad excita su lujuria, ¿será que nosotros, aqueos, no sabemos apreciar la exquisitez de la piel helada, ni la belleza de la rigidez de los miembros y de los rostros cerúleos? ¡Oh, cuan ignorantes somos! Pero miremos cómo ama a la muerta, qué bella es, por Afrodita, mucho más que la más hermosa de las mujeres vivas.

Entonces Aquiles se levantó furioso, se fue hacia Tersites como un toro y le dio un puñetazo en la sien con tal tino y tanta fuerza que le rompió el cráneo. El jorobado murió al instante, se desplomó, su cabeza un amasijo de huesos, sangre y sesos.

- Ya no hablarás más -dijo Aquiles.

Luego tomó a Pentesilea en brazos y la llevó hasta cerca de las murallas, donde sus mujeres habían preparado un carro para trasladar el cadáver. Yo, que había llegado hasta allí, vi cómo ponía su cuerpo con amoroso cuidado. Se inclinó sobre ella y quiso besarla de nuevo, pero le detuve. Puse mi mano sobre su pecho; él me miró con asombro.

- ¿Quién eres tú, mujer?

- Soy Casandra, hija de Príamo.

No sé qué dios me concedió el furor suficiente para desafiarle.

- Morirás pronto -le dije.

Bajó los ojos, agachó la cabeza y se fue de allí. Todo cubierto de sangre y polvo, con el paso lento y la figura derrotada, parecía una sombra entre tanta muerte.