8
Para la más bella
Texto. Creo que debí de pasar así siete u ocho días, hasta que una mañana un buen sueño me despertó con una nueva confianza. Me incorporé, y delante de mí, sobre los pies de mi lecho, un ser con cabeza y tronco de mujer y el resto del cuerpo de ave me contemplaba. Su larga y revuelta cabellera casi la cubría por completo. Nunca había visto a una de aquellas extrañas criaturas. Luego, con una voz tan maravillosa como el sonido de una lira, dijo:
- He rogado al dios de los sueños que fuera benévolo contigo, princesa.
Por entonces las sirenas eran seres encantadores, opuestos a los perversos monstruos en los que se convertirían más tarde. También ellas tendrían un destino fatal. Yo no podía decir nada, había enmudecido de fascinación.
- Te traigo un mensaje de Enone.
- No sé quién es Enone -dije.
- Sí lo sabes. Es hija del dios-río Cebrén, en Frigia.
Recordé a la ninfa que retozaba con el pastor.
- Te espera en la orilla derecha del Escamandro, en el meandro que bordea el pie del monte, junto a la gruta que llaman Escira.
Conocía el lugar. Le prometí que iría. A continuación desplegó las alas, echó a volar y salió por la ventana.
Apenas llevaba unos minutos sentada en el tronco doblado de un pino cuando del fondo transparente del agua surgió la bella cabeza de la ninfa. Llegó hasta mí deslizándose por el río; los seres acuáticos no necesitan nadar, las aguas los sostienen y los obedecen, y pueden descansar sobre ellas como los humanos sobre nuestro lecho. Tenía las mejillas enrojecidas, los ojos brillantes, estaba tan bella y tan vigorosa que a su lado me sentí fea y frágil. Me asomé a la superficie del río para observarme, y mi imagen casi me asustó. No me había peinado, llevaba el pelo revuelto, y la túnica blanca que no me había cambiado durante el tiempo de mi encierro tenía manchas oscuras y un color ceniciento de suciedad. No parecía una princesa, cualquier campesina presumida tenía mejor apariencia que yo. Enone llegó hasta mí y se sentó a mi lado. Luego comenzó a trenzarme los cabellos. De pronto se dio cuenta de la herida de mi pierna, que yo me había vendado con descuido.
- Esa herida está infectada -dijo-. Te la curaré. Mi padre, el río Cebrén, me enseñó algunas cosas; espera aquí.
Se sumergió en las aguas y al rato apareció de nuevo con un haz de hierbas en la boca. Todas me eran desconocidas.
- Es natural -dijo-, proceden del fondo del río.
Mezcló determinada tierra arcillosa con limo del río, agua y las hierbas que antes había prensado masticándolas previamente. Luego me aplicó el emplasto sobre la herida.
- Pobre Casandra -dijo-, has empezado a sufrir antes que ninguno de nosotros. Te he mandado llamar porque hay algo que debes saber, es sobre tu hermano Paris.
- No es mi hermano -respondí.
- Sí lo es, pero si no quieres no me referiré a vuestro parentesco, le llamaremos el pastor -concedió-. Pues bien, voy a contarte una historia. Hace años, cuando el pastor era el más bello adolescente que jamás había visto, un día, mientras sus bueyes bebían en este mismo lugar, digamos que ocurrió un prodigio.
- ¿Un prodigio?
- Una visita divina. Vio llegar, envueltos en una nube de niebla, a Hermes el mensajero, y sobre sus espaldas tres diosas, la gran Hera, la sabia Atenea y la hermosa Afrodita. El pastor se asustó tanto que se escondió tras unos matorrales.
- Un cobarde -dije yo.
- Quizás -reconoció Enone-, aunque yo le amo como si fuera el más valiente de los hombres. La cuestión es que, cuando se le pasó el susto, Hermes le comunicó la razón de su visita, querían algo de él.
- ¿De un pastor?
- De uno de los hombres más bellos de la tierra -dijo Enone-. Tenía que resolver un asunto, un capricho de las tres diosas. Estaban enfrentadas entre ellas por algo que sucedió unos días antes durante las bodas de la nereida Tetis, hija del dios Nereo, y de Peleo, un griego, el rey de Ftía. Los dioses estaban muy interesados en ese matrimonio. Tetis es hermosa y la habían amado Zeus y Poseidón, pero un oráculo dijo que el hijo nacido de ella sería más fuerte y poderoso que su padre. Así que los dioses renunciaron a ella y la casaron con un simple mortal, los olímpicos también tienen miedo. Las bodas se celebraron con gran pompa en el monte Pelión. Todos los dioses fueron invitados, la familia de Zeus y también otros menores, musas, silenos, sátiros y modestas divinidades de la vegetación o los ríos. También se nos invitó a las ninfas. Jamás vi un espectáculo semejante, el monte iluminado con fuegos divinos, los invitados luciendo sus galas más fastuosas, las diosas compitiendo en belleza, los dioses en esplendor. El mismo Zeus se ocupó de organizarlo personalmente. La gran mesa estaba cubierta con un mantel bordado con oro y piedras preciosas, comimos en vajilla de plata, se sacrificaron los mejores animales, bebimos un vino delicioso. Las musas cantaron, nosotras bailamos al son de las liras, las cítaras y los timbales. Comimos, bebimos y gozamos hasta que, casi al final, cuando comenzábamos a estar todos un poco ebrios, apareció de repente ante nosotros una vieja alta y flaca igual que un espectro, era Eride, la discordia.
- ¿No había sido invitada? -inquirí atónita-. ¿Acaso no es una diosa? Es extraño.
- Convengo contigo en que es, en efecto, un asombroso olvido del divino Zeus. Eride no gusta a nadie, pues trae consigo esa clase de desavenencias y enfrentamientos que conducen a las calamidades, pero en esta ocasión fue víctima de un agravio, y como tal lo tomó.
- Una fiesta interrumpida es un mal presagio -dije yo-. ¿Qué sucedió?
- Estaba furiosa, pero los seres más pérfidos son capaces de disimular y contener su ira. Sonrió y sacó de los pliegues de sus negras vestiduras una manzana de oro. Nos la mostró, y todos pudimos leer una inscripción en ella: «Para la más bella», decía. Dijo que era un regalo para los novios y arrojó la manzana delante de ellos, pero no se paró ahí sino que rodó por toda la mesa hasta detenerse junto a donde estaban sentadas Hera, Atenea y Afrodita. Una vez allí el malvado objeto empezó a girar de nuevo, esta vez con más lentitud, como si vacilara, ahora se detenía ante la esposa de Zeus, ahora ante la diosa de la sabiduría, ahora ante la voluptuosa Afrodita, y así estuvo sin parar hasta que las diosas comenzaron a sentirse incómodas y a discutir entre ellas, las tres querían la manzana, las tres se sentían con derecho a poseerla y alegaban respectivas razones para probar que eran las destinatarias, mientras Eride sonreía divertida. A continuación desapareció, pero ya no se oía música ni risas, sino las voces airadas de las tres diosas y el silencio de todos los demás. Dioniso dijo que continuara la fiesta, pero nadie le hizo caso. Hera se dirigió a Zeus y le pidió que mediara en el conflicto, éste se negó. Luego se lo pidió a Apolo, a Hermes, a Poseidón, a Ares, a Dioniso y hasta al cojo Hefesto, pero ninguno de ellos quiso cargar con semejante responsabilidad, por miedo a enemistarse con las que no fuesen elegidas. Entonces a Zeus se le ocurrió una salida al embarazoso aprieto: que fuera un mortal el que hiciera de árbitro. Y ellas aceptaron con la condición de que el mortal fuera digno de ese encargo, había de ser un hermoso príncipe. Entonces Ares, el guerrero, nombró al pastor. Ellos conocían su verdadera identidad, era príncipe de Troya, era bello y por lo tanto conocedor de la belleza. Todos convinieron en que era el juez apropiado. Hermes quedó encargado de conducir a las diosas ante Paris, quien no se negó a hacer lo que se le pedía.
- Un necio -dije yo-. Jamás debió aceptar.
- No podía hacer otra cosa -respondió Enone mientras me trenzaba los cabellos-. Las diosas lo sedujeron, lo embaucaron, no pudo negarse. Entraron en esa gruta que ves ahí para mostrarse una a una ante él, desnudas, ésa fue su condición.
- Y lascivo como un sátiro.
Enone se echó a reír.
- Por fortuna, así es, pero mucho más hermoso que un sátiro. Además, ¿de qué otro modo podía juzgar con ecuanimidad?
La ninfa me miró y pellizcó mis mejillas para que se enrojecieran.
- Continúa -rogué.
Estaba muy interesada. Toda aquella historia me parecía de mal agüero, pero mi deseo de saber era más fuerte que el miedo. La curiosidad, que tantas veces nos pone en situaciones difíciles, a mí me salvó de convertirme en uno de esos seres continuamente asustados. Ése es uno de los muchos males que trae consigo la guerra: el miedo perpetuo.
- Primero entró Hera, después Atenea y a continuación Afrodita. Ninguna de ellas puso objeción alguna a desnudarse y a exhibirse frente a él, lo que no sorprende en Afrodita, quien acostumbra a hacer esas cosas con agrado, pero sí en la severa Hera y en la casta Atenea. Con lo cual supongo que Eride y su manzana habían provocado entre ellas un sentimiento de rivalidad mucho más intenso que el del pudor o el de la dignidad. Como ya te he dicho, las tres intentaron sobornarlo, cada una a su manera. Hera le prometió que si la elegía a ella le haría señor de toda Asia y el hombre más rico del mundo. Atenea le ofreció la victoria en la batalla y el don de la perfecta sabiduría. Finalmente, Afrodita se comprometió a entregarle el amor de la más bella de las mujeres. Paris entregó la manzana a Afrodita. Ahora ella está en deuda con él, y los dioses siempre cumplen sus promesas aunque tarden en hacerlo. No les importa el tiempo, los inmortales actuamos con lentitud, nuestra vida no es corta como la vuestra, pues tenemos por delante toda la eternidad. Afrodita cumplirá su palabra. Como buena alcahueta, logró crear en la mente del pastor la imagen de una mujer de belleza perfecta y le hizo creer que no hallaría nada más placentero que ese amor. Desde ese momento parece ser que, para mi desdicha, ama a un fantasma.
Esa historia me desasosegó profundamente. Enone me miraba ahora con tristeza, la sombra de sus pestañas cubría sus bellos ojos oscuros.
- Pero -dije-, si eso es tal como lo cuentas, si Afrodita fue la elegida, las otras dos diosas deben de estar ofendidas con él.
Yo sentí por Enone una simpatía inmediata, como era natural, pues las ninfas son seres dulces y cariñosos. Entre las dos surgió aquella tarde una amistad que duraría hasta la muerte. Nuestras mutuas aflicciones nos unieron, y nos entendimos como lo hacen dos seres en la adversidad. Sin embargo, las causas de nuestra angustia eran de diferente índole. Ella estaba enamorada de Paris con una pasión fanática.
- ¿Viste a la mujer? -me preguntó con ansiedad-. Durante tu visión hablaste de una mujer, ¿la viste?
- No -dije-. Sólo vi muerte y destrucción. Pero qué más te da, lo que el Destino ha dispuesto o los dioses han provocado es inevitable, y nada puede hacerse por cambiarlo.
- El Destino y los dioses pueden haber decretado cosas que aún desconocemos. Todos excepto tú, aunque ningún mortal te crea jamás.
- ¿Cómo sabes eso?
- Apolo te honró y a continuación te maldijo.
- Sí -afirmé con pesadumbre-, así fue para mi mal.
- Mi padre Cebrén me otorgó el don de la sanción y de la profecía, pero sólo es un modesto espíritu de los ríos. ¿Me dirás el nombre de esa mujer?
- Si así lo quieres -otorgué-. Pero hay una cosa que deseo pedirte. ¿Es cierto que el pastor va a participar en los juegos?
- Eso creo.
- Intenta convencerlo para que no lo haga. No puede ir a la ciudad; debemos intentar que se desconozca su verdadera identidad. Un pastor de bueyes no puede hacer daño a Troya, un príncipe sí.
- Comprendo -dijo-. Pero no puedo prometerte lo que no está en mi mano, ya no tengo tanta influencia sobre él. El amor es paradójico, mientras el mío aumenta, el suyo disminuye.
Aún la recuerdo con pena llorando silenciosamente junto a la orilla del río. Había recordado una de las enseñanzas de Laocoonte. «Quizás sea posible que el hombre pueda influir sobre el Hado -dijo mi maestro- en determinadas circunstancias, un acto de valor, por ejemplo, o de astucia puede variar el curso de la vida, igual que el viento desvía la trayectoria de una flecha». La congoja que veía en los ojos de Enone -la tristeza de una ninfa, como la de un niño, es algo que desgarra el corazón- revelaba el conocimiento de una inevitable derrota. Difícilmente dos mujeres podían detener la gigantesca tragedia que ya se estaba gestando como crece la cría en el huevo de la serpiente. Yo vivía en el mundo de los hombres y no me era posible escapar de mi condición humana, pero ella podía hundirse en las aguas del río y renacer después como un espíritu, tan libre como los árboles y las fuentes. Me preguntó si había conocido el amor. Aunque ya era mi amiga, y había sido sincera y amable conmigo, tuve que mentirle para guardar mi secreto:
- Ofrecí mi virginidad a la Madre, como la mayoría de las muchachas troyanas -dije-. Y no deseo más a los hombres a los que me entrego en el templo que al pastel de higos que me preparan mis esclavas. He gozado con algunos de ellos, incluso lo suficiente para desear que no regresaran a sus países. Pero enseguida el recuerdo del placer se desvanecía, y mientras caminaba por los pasillos del templo cuya salida siempre olvido, es tan difícil salir de un laberinto, ya se habían borrado de mi mente el rostro, el cuerpo, las manos de aquellos hombres. Mi único afán era llegar ante la Diosa y ofrecerle las piezas de plata que había ganado para ella.
- Los asuntos del amor son competencia de Afrodita. Quien ama pierde la voluntad y el juicio. Yo amo a un hombre que será mi ruina, te deseo que tengas mejor suerte.
Después de decir estas palabras, revisó mi herida, la dio por curada y desapareció en las aguas del río. Yo permanecí todavía un rato allí sentada, pensando en las palabras de Laocoonte. Me aferré a ellas, creí en ellas y lo hice con toda mi voluntad, qué otra cosa podía hacer sino pensar en salvarme, en salvarnos a todos.