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Helena de Troya

Narración de Herófila:

Yo no estaba en Troya cuando llegaron París y Helena, y Casandra me ha contado que ella se tomó un filtro de jugo de adormidera y se encerró en su dormitorio pretextando un dolor de cabeza. No quiso ver la entrada triunfal de la pareja, seguramente por temor a sus visiones. Tiempo después, Ctimene y otros amigos me relataron la espectacular llegada del matrimonio. Entraron por la puerta Escea en un carro tirado por cuatro caballos blancos como la nieve. Blancos eran también los ropajes de Paris y la hermosa túnica de Helena, blancas la bandada de palomas que hicieron soltar y los pétalos de rosas que los esclavos lanzaban al paso lento y ceremonioso del cortejo. Todo blanco para simbolizar la pureza de una unión adúltera y perversa. Pero esa clase de espectáculos gustan mucho al pueblo. Además, eran bellos, hermosos como la luna, como los dioses, de una hermosura deslumbrante y magnética. Paris y Helena aquel día representaron un sueño para el pueblo de Troya mientras se burlaban de él. Habían copulado como animales casi en presencia de Menelao, bajo su mismo techo, aprovechando su ebriedad. Una madre había abandonado a su hija, y los esclavos de su séquito portaban numerosos cofres y baúles cargados con las riquezas que habían robado en Esparta y en otros lugares por los que pasaron antes de llegar a Troya, al parecer para despistar a Menelao, pensando que éste les seguiría -se dijo que en Sidón, Paris robó el tesoro del rey e incluso le dio muerte-, y, a pesar de todo, Troya entera les aclamó.

Cuando pienso en ello, odio la necedad del populacho, a quien atribuyo muchos de los males de este mundo. Pero aún peor si cabe fue la acogida de la familia real. Ellos también estaban hechizados. Esperaban a las puertas del palacio, desde cuya alta terraza habían presenciado la cínica entrada de los adúlteros. Cuando descendieron del carro, el viejo Príamo abrazó a Paris y después a Helena como si de una de sus hijas se tratara, ni siquiera les permitió la reverencia señalada por el protocolo. Pero hablo con rencor, y debo ser ecuánime a fin de no desvirtuar la verdad. Nada se podía hacer, si Afrodita había cegado a la pareja, y si Atenea, que odiaba a los troyanos porque Paris menospreció su belleza, había trastornado el juicio de Príamo. Hera y Atenea, las dos diosas perdedoras, se convirtieron, desde el momento mismo en el que Paris eligió a Afrodita como la más bella, en enemigas de Troya. Esas dos diosas nos dieron muchos problemas durante la guerra. Jamás olvidaron el agravio recibido.

Casandra hizo bien en no presenciar todo aquello.

Narración de Casandra:

No vi la entrada de Paris y Helena en Troya. Ni pude ni quise. Hacía poco que me habían liberado y aún la luz del sol me hacía daño, fue suficiente excusa para dormir y no ver. No permití que me lo contaran después, no quise oírlo. Pero no pude eludir la presentación de Helena ante el Consejo de la ciudad.

Debo agradecer a los meses que permanecí en la torre la serenidad y el valor que adquirí en mi soledad. Mis meditaciones de aquella época me hicieron fuerte para lo que estaba por venir.

Me cuidé muy bien de presentarme ante mis padres vestida con una elegante túnica, enjoyada como una princesa, con el rostro hábilmente pintado por Ctimene, el cabello trenzado adornado con sartas de perlas, redecilla y velo. Me vi a mí misma muy distinguida, pero también muy extraña; durante los meses en los que permanecí en la torre, e incluso semanas antes, solía llevar el cabello suelto y desordenado, y vestía casi siempre una túnica blanca, sin adorno alguno, que me cubría desde el cuello hasta los pies, tan larga que la parte trasera arrastraba atrapando las suciedades e inmundicias del suelo. Me convertí en otra Casandra, mejor aún de la que pretendían que fuera. Deseaba ganar de nuevo el respeto de mi familia, pero también quería sobrevivir, puesto que los encierros prolongados privan al hombre de la razón, y también quería -lo confieso sin pudor ni remordimientos- hacerles saber lo crueles que habían sido, lo estúpidos que eran y que serían.

Helena entró en la sala del Consejo más que como una reina, como una diosa. Podía decirse que era la misma Afrodita. Vestía una túnica de lino egipcio casi transparente, un ancho ceñidor de oro que estrechaba su cintura y realzaba sus pechos, y calzaba unas sandalias doradas de alta cuña que elevaban su estatura. La perfección de su rostro es difícil de describir: brillaba como una estrella. Andaba con lánguida elegancia y al hacerlo sus rizos dorados se enroscaban formando tirabuzones sobre su espalda y sus senos. Logró con su sola presencia lo que pocas veces se conseguía en aquella sala, un silencio absoluto. Mis hermanos la miraban fascinados, los consejeros lamentaban su impotencia como viejos sementales, mi padre sonreía orgulloso como si fuera él mismo el poseedor de tan hermosa criatura. Luego, situada en el centro de la sala frente a los tronos de mis padres, habló. La belleza tiene el don de hacerse perdonar, pero no fue ése el caso. Helena no era una mujer locuaz ni brillante, pero, como buena ramera, sabía escoger las palabras para conseguir sus propósitos, y lo logró. Esa misma mañana supe por Héctor que nuestro padre había recibido un correo de Agamenón solicitando la devolución de Helena, también supe que después de oírla hablar quemó el correo y escribió una carta a Micenas en tales términos de arrogancia que hubieran desafiado incluso a alguien mucho menos ambicioso que Agamenón.

No dudé jamás de la palabra de Héctor. La carta de Agamenón existió, aunque, a veces, para atormentarle, finjo no creerle. Me dice que él no quería esa guerra, y yo me echo a reír con amargura. Trata, aun mintiendo, de asegurarse de que le amo. Después de tantos horrores me mira con avidez como si el goce de mi amor fuera su única razón para la vida, después de tanta muerte. Me habla de la respuesta de mi padre y cómo su tono, más aún que su contenido, le humilló. Aun así, me asegura, trató de detener a Menelao, a Palamedes y al anciano Néstor de Pilos que insistían en no tolerar más agravios de Troya. Puede jurar, excusarse, mentir, y lo hace con frecuencia, pues le incito a ello porque es su manera de demostrarme su amor. Me complace ver cómo baja la mirada ante mis ojos llorosos, deseo que conozca la pesadumbre de la victoria, no es tan inclemente como para no dolerse ante toda la tierra yerma y ensangrentada que rodea las ruinas de lo que fue Troya; eso al menos es lo que quiero creer.

Sé muy bien cómo sucedió todo. Herófila y Aristoo estaban en Grecia, eran inteligentes, tenían los ojos y los oídos bien abiertos y dinero para pagar sobornos. Yo estaba en Troya y en libertad. Era como si me hubiera desdoblado y estuviera en dos lugares al mismo tiempo. Además, seguía teniendo visiones. La llegada de Helena al Consejo y su discurso fueron reales. Aquella mañana yo no era una sibila, sino una mera espectadora, como todos. No he olvidado sus palabras, ni sus hermosos labios mostrando la blanca dentadura, ni sus manos gesticulando como una suplicante, ni sus falsas lágrimas de ramera o su arrogancia de reina. Quizás fui la única que no se dejó engañar ni seducir; incluso mi tío Antenor, que estaba enloquecido desde que conoció la noticia, era un hombre, y mientras Helena hablaba le miraba los pechos. Sólo después de salir ella del Consejo, algunos lograron liberarse de su hechizo. Éstas fueron las palabras de aquella mujer:

- Gran Príamo, soberano de Troya, egregia Hécuba, honorables consejeros. Me dirijo a vosotros con la humildad del extranjero que agradece la generosa acogida de su anfitrión, deferencia con la que me habéis honrado y que no merezco. Yo, Helena, reina de Esparta, agradezco vuestra bondad y me complazco en alabar la magnificencia de Troya, a cuya belleza ni el mejor de los cantores hace justicia.

«Debéis saber que he recibido al príncipe Paris como a mi esposo en sagrada unión, y me complace expresar públicamente el gran amor que siento por él. Por esta causa, y sólo por ella, he abandonado a mi anterior esposo, mi reino y a mi hija, cuya ausencia es la más dolorosa de las heridas. Si por ello merezco ser castigada, aceptaré con humildad mi condena. Sin embargo, no me arrepiento de mis actos, y no una sino mil veces me hubiera unido a Paris, aunque ello significara mi muerte o mi perdición, pues le amo más que a mi propia vida. Estoy aquí, honorables consejeros de Troya, libremente, sin mandato o coacción alguna, sin haber recibido ni violencia ni súplica, sino por voluntad propia, y de ese modo deseo permanecer en Troya, si me lo permitís.

»Me honro en decir que pongo a disposición del rey de Troya los tesoros que he traído conmigo desde Esparta, de los que no me he apropiado indignamente, puesto que forman parte de mi dote y son, por tanto, de mi exclusiva propiedad. Señores de Troya, sabed que los aqueos se reirían de vosotros si vieran a una mujer troyana en las sesiones del Consejo, aunque se tratara de la misma reina. Desde que llegaron a Grecia los antepasados de Atreo y su bárbaro pueblo, a las mujeres se nos priva de nuestros cargos y privilegios, nuestros maridos tienen derecho a arrebatarnos el patrimonio y el reino, aun cuando sea el hombre el que abandone su casa para vivir en la de su esposa, lo cual sucede ya en raras ocasiones. Por herencia dinástica, soy yo, Helena, hija de Tindáreo, heredera legítima del reino. Menelao, un segundón de la salvaje casa de Atreo, hizo suyo mi reino, convirtió mi casa en su corte, mi patrimonio en su fortuna. Yo soy reina, hija de reyes. Os ruego que os hagáis cargo de la injusticia de la que he sido víctima, y os suplico que me acojáis como refugiada, como súbdita y como hija. Por todos los dioses, por la Diosa Madre de todo cuanto vive, permitidme permanecer en Troya junto a mi esposo, a quien honraré y daré hijos fuertes. No me devolváis a Esparta, pues temo la cruel venganza de los Átridas, y yo ya no soy griega sino troyana. Una más de todos vosotros, Helena, de Troya.

Helena logró todo lo que quería. Logró que mi padre olvidara a Hesíone, logró que el pueblo y el Consejo la amaran, logró que los troyanos se sintieran orgullosos de arrebatar a los aqueos a una reina, a la mujer más hermosa del mundo. Hasta logró que muriesen por ella, los dioses la maldigan.

Narración de Herófila:

Aristoo y yo llegamos a la corte de Micenas unos días antes de que Agamenón recibiera el correo de Príamo. Ya había conocido la célebre furia de los Átridas, cuando Menelao, a su regreso de Creta, comprobó la ausencia de su mujer y el saqueo de su palacio. La de Agamenón era una cólera más lenta y profunda, mucho más peligrosa. Jamás he sabido de un hombre al que la ira le permitiese pensar con tanta lucidez; ese sentimiento nos ofusca, nos empuja a acciones irracionales o desmesuradas de las que solemos arrepentimos. Creo ahora que ésa es la mayor virtud de Agamenón, la frialdad. Cuando leyó el correo se puso pálido. Cogió a un pobre gato que pasaba por la sala -las cortes aqueas eran mansiones grandes y destartaladas, casas rurales comparadas con el magnífico y refinado palacio de Príamo, por cuyas habitaciones no era extraño sorprender a una gallina, a un gato o a cualquier otro animal- y de un golpe brusco le retorció el pescuezo, y luego lo arrojó al fuego que ardía en el centro de la estancia mientras le decía a su hermano Menelao:

- Habrá guerra.

Según me contó el esclavo al que soborné, hicieron llamar a un escriba y a un heraldo. Decidieron enviar correos y mensajes a todos los príncipes de Grecia que habían jurado en Esparta sobre los trozos sangrientos del caballo, los pretendientes rechazados de Helena. Les recordaron su compromiso. Reunieron a señores, príncipes, reyes y vasallos, hombres rudos de las montañas de Argos y Tesalia, tan pobres que no podían tener un carro de guerra pero capaces de manejar un cuchillo, de hundir una espada en un vientre, de saquear, de robar y de matar. Hombres que no sabían leer ni escribir, que no se lavaban, que olían mal y se acostaban borrachos cada noche. Maestros en al arte del saqueo y la destrucción, feroces guerreros y buenos navegantes, rudos, ignorantes y, como tales, fáciles de manipular. Dijeron que la acción del príncipe troyano era una afrenta para toda Grecia. Se merecían un castigo ejemplar o sus esposas no estarían jamás a salvo. Lo creyeron.

Después Menelao llamó al viejo Néstor de Pilos. Juntos marcharon desde Micenas con el fin de reclutar a más caudillos griegos.

Agamenón se hizo acompañar de Palamedes de Nauplia, hijo de Nauplio, que a su vez era hijo del dios Poseidón, para ir en busca de Odiseo de Ítaca. Este Odiseo, rey de tres islas ricas en agricultura y ganadería, fue uno de los pretendientes de Helena, pero finalmente se casó con Penélope, una sobrina de Tindáreo. Antes de su partida, los reyes tuvieron una larga conversación en palacio, de la que fui personalmente testigo, pues Dictis, Antinoo y yo nos hallábamos cerca de ellos por si deseaban que les amenizáramos con música o cantos. Estaban sentados alrededor del enorme fuego que ardía entre dos columnas. Dijo Néstor:

- Odiseo se negará a participar en la guerra utilizando una excusa o un ardid. Acaba de tener un hijo y ama mucho a su esposa. No deseará separarse de ellos y, por lo que yo sé, no confía en esta empresa.

- ¿Para qué queremos a un rey de tres míseras islas rocosas? -dijo Menelao.

- Odiseo está obligado por el juramento, fue uno de los pretendientes de Helena -dijo Agamenón-. Y sí le necesitamos, hermano. Puede que no sea rico, pero es un buen guerrero, es listo y elocuente, nos conviene.

El anciano Néstor volvió a hablar.

- Ya sabéis que la idea de jurar sobre los trozos del caballo fue suya. Si ahora tenemos una causa para unirnos es gracias a él. Recordad cómo el rey Tindáreo de Esparta, temeroso de enfrentar entre sí a los pretendientes de su hija, se negó a aceptar los regalos, no sabía por cuál decidirse sin que los demás se enojasen. Entonces a Odiseo se le ocurrió la idea del juramento, pero le pidió algo a cambio y Tindáreo aceptó.

Néstor se echó a reír, luego continuó hablando:

- Enseguida supo que no podría conseguir a Helena, puesto que no era tan rico como otros pretendientes, pero para entonces ya se había enamorado de Penélope, sobrina de Tindáreo. Se dice que la primera vez que la vio no pudo controlar lo que había bajo su faldellín y estuvo varios días intentando hallar ropajes de un tejido más fuerte que su virilidad, pero fue imposible.

La sala se llenó de carcajadas.

- Os preguntaréis, amigos míos, cómo logró casarse con ella. Pues, como acostumbra a hacer, con un ardid y la complicidad de Tindáreo. Penélope tenía varios pretendientes, así que se propuso una prueba para conseguirla. Odiseo sugirió a Tindáreo que fuese una carrera pedestre.

De nuevo se echaron a reír, aunque esta vez no comprendí por qué. Dictis me informó de que Odiseo era paticorto y zambo.

- Convino con Tindáreo que la señal de salida sería una palmada y a continuación un «¡ahora!» dicho en voz alta por el juez. De esto último no se tiene costumbre y, como bien supuso Odiseo, los demás pretendientes, en cuanto oyeron la palmada, salieron corriendo sin esperar la palabra de salida. Así que fueron todos descalificados excepto él, y ganó la carrera y a Penélope sin mover una sola de sus cortas piernas.

Recuerdo que me dolía el vientre de tanto reír. Deseé enseguida conocer a tan singular personaje. Debía procurar que alguien reclamara nuestros servicios en Ítaca.

Odiseo era hijo de Laertes y Anticlea, y nació en Ítaca, concretamente en el monte Mérito, donde la lluvia había sorprendido a su madre. Al igual que otros héroes griegos, como Peleo y su hijo Aquiles, fue confiada su educación a Quirón, el más sabio de todos los centauros, cuyo carácter dulce y amable y su profundo conocimiento de las plantas medicinales le hizo famoso hasta el punto de que el propio Apolo le designó preceptor de su hijo Asclepio, el dios de la medicina. Mi princesa Casandra solía -aún lo hace- hablar de él con gran admiración, y siempre lamentó que sus padres no le permitieran viajar a Grecia para ser educada por él, pero yo considero que no lo necesitaba, porque había tenido excelentes maestros y porque las personas en verdad sabias lo son más por los dones de la Madre que por las enseñanzas de preceptores humanos.

Cuando Odiseo llegó a la edad viril, Laertes le entregó el reino, las islas de Ítaca, Samos, Duliquio y Zacinto. Aunque era modesto, no carecía de ganado y buenas tierras de cultivo. Era famoso por su hospitalidad, por su palacio, que a pesar de su humildad destacaba por su buen gusto y refinamiento, y por su respeto por los dioses, en especial por Zeus y la sabia Atenea, a quien veneraba y le protegía.

Tenía una cicatriz en el muslo a causa del ataque de un jabalí, del cual salió ileso, hecho que consiguen muy pocos hombres privilegiados que logran vencer a la muerte. Creo que fue el conocimiento de este episodio, que yo misma le relaté, lo que hizo que Casandra le temiera más que a ningún otro aqueo.

- ¿No te das cuenta -me dijo- del poder que posee un hombre que logra vencer a una muerte segura? Debería estar muerto y sin embargo sigue vivo. ¿Cómo no he de temerle?

Pero yo debo añadir que ese miedo era recíproco. Odiseo se comporta ante mi señora sin olvidar su situación de cautiva, pero la mira a los ojos como si quisiera leer sus pensamientos, luego agacha la cabeza reflexivamente. Teme las palabras de Casandra. «La duda -como dice mi señora-, la duda que corroe a los seres inteligentes», hace que sus cortas piernas tiemblen cuando cree que ella va a hablar.

Después de casarse con Penélope, Icario, el padre de ésta, suplicó a Odiseo que se quedara en Esparta, siguiendo la antigua ley matrilocal. Ante la insistencia de éste, Odiseo dijo a Penélope: «O vienes a Ítaca por tu libre albedrío, o bien, si prefieres a tu padre, quédate aquí sin mí». La respuesta de Penélope fue cubrirse el rostro con el velo. Entonces Icario comprendió que Odiseo tenía derecho a ello y la dejó ir; en el mismo lugar del suceso erigió una imagen al pudor que aún se conserva en el mismo lugar del suceso. ¡Qué paradójica es la vida! La decorosa Penélope, que por toda respuesta se cubrió el rostro, con el tiempo se transformó en la ramera con más vigor uterino de su tiempo, una digna hija de Afrodita, esa diosa que sólo es un nombre de la Madre en su faceta de ninfa, la Madre, como la luna que es, tiene tres fases o ciclos: doncella, ninfa y anciana. Por otra parte se dice que Afrodita es una olímpica nacida de Zeus y una tal Dione, una más de los dioses de los salvajes aqueos. Cuando un pueblo invade a otro no lo hace sólo con hombres y armas, sino con sus mujeres y su ganado y sus costumbres y sus leyes y también sus dioses.

Finalmente, antes de retirarse, convinieron en que Agamenón, Menelao y Palamedes -este último fue elegido por su sagacidad y locuacidad-, irían a Ítaca a convencer a Odiseo. Nosotros, los cantores, al igual que los esclavos, tal como mandaba el protocolo, debíamos retirarnos después de los príncipes. Cuando ellos abandonaban la sala observé algo curioso, sin que hubiese ninguna corriente vi cómo se movían los pliegues de un tapiz. De madrugada, cuando todos en el palacio dormían, me levanté y con todo sigilo examiné cuidadosamente aquel tapiz, que representaba una escena guerrera trazada de modo tosco e inexperto. Descubrí una pequeña puerta muy bien disimulada, apenas perceptible, la abrí, conducía a un estrecho pasadizo; al fondo, otra puerta, también secreta, se abría a un corredor que ya conocía: estaba decorado con figuras de damas elegantemente vestidas, sin duda realizado por un pintor cretense, vi también varias puertas de madera de cedro, y no necesité más: eran los aposentos de la reina Clitemnestra. Había escuchado toda la conversación, conocía los planes de su marido y probablemente muchas más cosas. Era una mujer peligrosa.