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París
Dima seguía sin tener un plan. Y solo le quedaban cinco minutos. ¡Tú continúa adelante, continúa, y piensa! El Sena quedaba ahora a su izquierda. Podía hundirse en él si conseguía acceder —pero había barreras—, tendría que encontrar algún tipo de rampa. Llegó al Quai Saint-Exupéry, atravesando el Puente de Issy-les-Moulineaux. Había barcazas amarradas a lo largo del río. Vio por el retrovisor un coche de policía acercándose a él. No podían arriesgarse a disparar, había demasiado tráfico. Una bala se estrelló contra la luneta trasera. Estaba equivocado.
Culebreó entre coches y camiones, poniéndose a la altura de un camión que transportaba Toyotas. El Peugeot de la policía estaba al otro lado. Dima pisó a fondo el acelerador, se puso delante y luego apretó el freno bruscamente. El conductor del camión volanteó hacia la derecha, su tráiler derrapando transversalmente sobre la autovía y soltando su carga por la carretera, con uno de los Toyotas estrellándose contra el techo de los policías.
El Quai du Point du Jour derivó en el Quai Georges Gorse curvándose hacia el oeste siguiendo el brusco meandro del río hasta la Île Seguin, en la que, en su día, existió una fábrica Renault, la isla entera, con forma de luna creciente, ocupada por la planta. Cinco mil trabajadores produciendo sin descanso coches en serie. Ahora estaba desierta, los muros de la fábrica medio derruidos. Un puente de conexión un poco más adelante, sin cruces. Dima lanzó la furgoneta hacia la derecha, lo que le llevó al norte, y luego giró una y otra vez a la izquierda. Ahora tenía enfrente el puente hacia la isla, con unas puertas cerrando el paso. Al menos eso significaba que no había nadie en casa. Se sujetó con fuerza y cargó contra las puertas que, arrancadas de sus goznes, se derrumbaron estrepitosamente. Luego, pasando por encima de ellas, se dirigió a lo que supuso que era el centro de la isla y se detuvo en seco.
Aún quedaban cinco minutos. Cinco minutos de vida. Cinco minutos para intentar detenerlo. Abrió las puertas traseras, se subió al maletero y empujó con todas sus fuerzas la copiadora hasta el suelo. Cayó hacia un lado, destrozando la carcasa y mostrando el dispositivo. No hubo detonación. Propinó una patada a los fragmentos desprendidos de la máquina alejándolos, y cogió el maletín de herramientas del electricista: ahora concéntrate, Dima, ponte al tajo.
Toda sus emociones habían desaparecido: su mente funcionando como un ordenador, eligiendo alternativas, tomando decisiones, no permitiéndose siquiera pensar en Adam Levalle.
La brillante carcasa de aluminio no mostraba signos aparentes de acceso. Sin etiquetas, sin número de serie, sin pistas de ninguna clase. Dentro habría un tubo con dos piezas de uranio. Cuando entraran en contacto por medio de un detonador, provocarían la explosión, con algún tipo de disparador que hiciera el trabajo y un temporizador para indicar el momento.
En uno de los estrechos laterales encontró un panel rectangular. Sacó un buril del maletín de herramientas y lo forzó hasta abrirlo. Había desactivado explosivos de fabricación casera en Afganistán, pero eso fue hace mucho tiempo. Además, le habían adiestrado para hacerlo con la habilidad y la paciencia de un relojero, pero ahora no había tiempo para virguerías. El temporizador estaba bajo el panel, y un indicador mostraba: 04.10. Cuatro minutos y diez segundos. Solomon siempre tan obsesionado con el cronometraje; no era extraño que el resto del mundo le hubiera hecho llenarse de odio.
Tres minutos, cincuenta segundos. Tomó un martillo de clavos y trató de hacer palanca con el temporizador. No se movió. Estaba sólidamente encajado en un pequeño marco interior, que parecía de acero de alta resistencia. Tal vez fuera pequeño, pero incluso con ese tamaño era capaz de devastar la ciudad y a todos sus habitantes.
Pensó en Blackburn: ¿le habrían escuchado finalmente? Si esto estallaba tal vez le creyeran, pero nunca se sabía con los americanos. Una vez que tomaban una decisión sobre algo, o sobre alguien, no les gustaba cambiarla.
Está bien, olvídate del temporizador: busca el detonador. Volvió a mirar en la furgoneta buscando más herramientas, pero ninguna parecía serle útil. Un momento: la propia furgoneta. Se precipitó al asiento del conductor e intentó arrancar el motor. Nada. El coche estaba en una leve cuesta abajo. Empujó con todas sus fuerzas el artefacto y lo desplazó unos pocos metros. A continuación dejó que la furgoneta se deslizara, con la suficiente inercia para llegar hasta él. Empuja y dirige, y confiemos en que funcione. Las ruedas traseras se encontraron con la carcasa, abollándola y haciendo reventar una de las juntas. Suficiente. Trabajó en ella con el martillo durante casi treinta segundos. Escuchó ruido de sirenas, todo un escuadrón, llegando por la Rue Troyon. ¿Cómo habían tardado tanto?
01.50. Un minuto y cincuenta segundos en la pantalla. Ponte con el detonador ya, pero estaba férreamente soldado a los tubos. Realmente alguien no quería que se manipulara ese mecanismo.
Por el rabillo del ojo vio una fila de parpadeantes luces azules. Uno u otro: ya no quedaba demasiado. Al menos tendría compañía al final. Introdujo el martillo entre el detonador y los tubos. No se movió nada. ¡Vamos, Dima! 00.48. Una nueva idea. Los coches de policía estaban en el puente. Bajó la vista, y se preguntó si, tal vez, la visión se agudizaba cuando sabes, a ciencia cierta, que vas a morir. Lanzó el martillo lejos, agarró el detonador con una mano desnuda, y el resto del dispositivo con la otra, apretó el detonador y lo retorció. 00.09, 00.08. ¡Más fuerte! El detonador entero —estaba pegado como la tapa del depósito de aceite de un motor— giró una fracción, luego un poco más. 04, 03, 02...
Fin del juego. Dima creyó ver el 00.00. Una fracción de segundo mientras el mecanismo mostraba la señal letal. Luego un destello blanco brillante. Y la sensación de volar, pero sin aterrizaje.