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Montañas Alborz, norte de Teherán

Había doscientos metros de distancia desde la puerta hasta el chalet. Dima condujo lo más despacio que pudo para maximizar el tiempo que tenían, hacerse una idea de los edificios y examinar los alrededores.

Kroll intervino desde atrás.

—Eh, ¿sabéis qué? Ambas señales nucleares se han detenido.

—¿Ha vuelto a estropearse el escáner?

—No. Aún recibo la señal del tercer dispositivo.

—¿Alguna idea?

—Podrían estar bajo tierra. En algún tipo de cámara.

Al acercarse a la casa vieron un Mercedes G-Wagen: negro con los cristales tintados. ¿De Kaffarov? Había otros dos vehículos, un flamante Range Rover Evoque y un destartalado Peugeot 1990.

Amara señaló.

—El Range Rover es el de Kristen.

—¿Así que tiene libertad para entrar y salir?

—Solo con escolta.

—Para ser el traficante de armas más famoso del mundo, no es que tenga precisamente demasiada seguridad —señaló Kroll—. O bien es lo bastante listo como para saber que eso atrae un tipo de atención nada deseable, o está lo bastante loco para creerse intocable. Tal vez ambas cosas.

—Los hechos nos serían de mucha más utilidad que la especulación —dijo Dima.

—Solo trataba de ayudar.

—Está bien —declaró Dima—. La primera regla de oro: mantener el contacto.

Cada uno de ellos llevaba auriculares de radio. El plan era mandar por delante a Amara con Zirak y Gregorin. Ellos tantearían el terreno, darían a Dima un informe de situación y localizarían a Kaffarov. Era la clase de operación que Dima saboreaba: un plan trazado sobre la marcha utilizando los medios disponibles, en este caso Amara y un pequeño grupo de hombres de total confianza, hombres capaces de pensar por sí mismos. Habían permanecido con él en esto, cuando cualquier persona en su sano juicio se hubiera rajado. Les observó caminar hacia la casa. La joven rubia de las fotos saludó un tanto rígida desde uno de los balcones.

Todo parecía demasiado, demasiado fácil, pensó.

El primer misil aterrizó exactamente donde estaba Kristen, como si alguien hubiera estado apuntando directamente hacia ella. Ni siquiera tuvo tiempo de reaccionar. Un momento antes estaba saludando y, al siguiente, había desaparecido. El balcón completamente desintegrado en medio de una nube de polvo de hormigón que engulló a Gregorin, Zirak y Amara justo debajo. Oyó a Amara gritar pero, casi enseguida, un segundo misil se estrelló en un lateral de la montaña, a unos cincuenta metros de ellos. Dima sintió cómo salía despedido hacia atrás, dando una voltereta en el aire, hasta que una valla de madera le cortó el paso, justo a tiempo para ver cómo los dos nidos de ametralladoras de las torres eran alcanzados por otro impacto.

Dima fue el primero en ponerse en pie, buscando a Kroll y a Vladimir. Ambos se estaban ayudando a levantarse mutuamente. Señaló a las torres abatidas.

—Id a los cañones antiaéreos y comprobad si aún funcionan. A quienquiera que esté allí arriba, hay que detenerle, ya.

Estaba trotando hacia el chalet, sin pensar en Gregorin, Zirak, Amara o Kristen: solo en Kaffarov y en los dispositivos. A eso es a lo que habían venido. No habían llegado hasta allí, pagando un precio muy alto, para no recoger el premio. Nadie iba a arrebatárselo ahora.

Fue ganando velocidad hasta acercarse a la pila de escombros, tras la cual encontró unos peldaños, medio rotos, que sobresalían de la fachada. Los subió, alcanzando un trozo de balcón que, inmediatamente, se desprendió en cuanto lo pisó, y a punto estuvo de mandarle al suelo. Pudo oír a alguien gritando bajo los escombros. Un fuego había brotado dentro del edificio, despidiendo un humo acre. Sin mascarilla, mierda. Todo el equipo estaba en el SUV. Todo cuanto llevaba era su AK y un cuchillo. Trepó a través de una ventana, agarró una cortina hecha jirones y desgarró una tira para ponérsela sobre la cara.

Estaba en un enorme salón, con bonitos cuadros en las paredes. Un Matisse. Un Gauguin: dos voluptuosas nativas, desnudas de cintura para arriba, mirando hacia él. ¿Serían de verdad? Tal vez ese era el aspecto que tenía el cielo de los no musulmanes: probablemente no eran vírgenes, pero tampoco tenía muchos remilgos. Vio un juego de ajedrez gigante de mármol sobre una mesa de café de cristal del tamaño de un lago, una partida a medias. No había jugadores a la vista: las blancas a dos movimientos del jaque mate. Desde el umbral de una puerta, un hombre enorme, cuyas prietas mejillas hacían de sus ojos dos ranuras, le estaba apuntando con un Uzi. ¿Yin o Yang? Dima nunca lo sabría. Su cuchillo se hundió en la carótida del hombre, regando de sangre a las tahitianas de Gauguin. Confió en que se tratara de una copia.

Dima se abalanzó sobre él, recuperó el cuchillo, se apropió del Uzi y le arrancó su radio. Otra explosión resonó en el interior del edificio: ¿la caldera o el tanque de gasoil? El suelo se tambaleó y media pared se vino abajo, arrastrando consigo un enorme espejo que cayó cual guillotina sobre el agonizante coreano. Vio cómo el juego de ajedrez se deslizaba hasta el suelo: partida terminada. Había cuatro habitaciones en esa planta. Dos completamente desaparecidas. El propio Kaffarov podría estar debajo de los escombros. Una tercera era la biblioteca. No quiso detenerse a pensar en las preciadas primeras ediciones que podría haber ahí dentro. Un escritorio y un ordenador portátil, de pequeño tamaño, blanco. ¿De Kristen? Ya lo comprobaría más tarde. Encontró unas escaleras interiores. Intactas. Subió los escalones de tres en tres. Podía escuchar los disparos de los cañones antiaéreos del exterior. Una ráfaga corta y rápida. Alguien trataba de conservar su munición: Vladimir. Se maravilló por cómo podía identificar a alguien por su manera de disparar.

Los dormitorios: uno intacto, con flores frescas en un jarrón. Rosas. Un traje de baño en la alfombra, mojado. Tch, tch. Y también una toalla. La gente joven hoy en día nunca recoge sus cosas, creyó oír la voz de su madre. Te hubiera gustado esta habitación, madre. Cojines de seda, un tocador de triple espejo con la cortina a juego en el frente: todas las cosas que nunca tuviste. Un hombre enmascarado reflejándose en cada uno de los espejos. Él mismo. El baño dentro de la habitación todo de mármol: impresionante.

Se escuchó un estruendo afuera, en lo alto. ¿Un helicóptero? Había una plataforma en el tejado. El ruido no correspondía. ¿Un avión? Las dos cosas: un Osprey. Mantén a los marines lejos, Vladimir: aún no he terminado.

Siete dormitorios más: todos vacíos. Habían visto el G-Wagen: Kaffarov tenía que estar por alguna parte. No había ninguna señal de una oficina, ni de ningún otro portátil. ¿Dónde estaría todo? Kaffarov nunca paraba quieto, siempre comerciando, siempre solicitado. Comida, agua y armas, tres necesidades básicas de la humanidad, aunque, en su caso, no definitivamente en ese orden.

Los motores estaban cerca, reduciendo la velocidad. El Osprey haciendo su truco mágico, pasando de volar a planear, un proceso de catorce segundos: los mismos catorce segundos que se necesitaban para acribillarlo a tiros. Bam. Justo a tiempo, una nueva ráfaga de los cañones AA, seguida de una explosión, la revolución de los motores elevándose hasta transformarse en un chirrido, luchando por hacer el trabajo del segundo motor dañado.

Y, de repente, Dima se vio en el suelo, derribado por una enorme masa humana. ¿Cómo podía alguien tan grande moverse tan rápido y tan sigilosamente? Su cabeza aplastada contra el polvo de ladrillo. El calor cayó sobre él, el calor y un sudor con olor a ajo. El gemelo que quedaba estaba encima de él. Sujetándole la frente desde detrás con una mano, los dedos presionando las cuencas de sus ojos. Trató de abrir un párpado y divisó una ventana. Fuera estaba el Osprey, su mole cayendo a tierra, el motor que quedaba perdiendo la batalla. Y, en un aterrador primer plano, atisbó el destello de la hoja de un cuchillo acercándose a su cuello.