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Kurdistán iraquí/frontera iraní

Para cuando Blackburn consiguió acercarse al marine muerto ya no quedaba nada en él. El casco, el M4, el blindaje corporal, la munición: todo había desaparecido. El uniforme, desaparecido; la chapa de identificación, desaparecida. Incluso sus botas, el reloj de pulsera, el anillo de boda y sus calzoncillos. Esa masa enfervorecida lo había dejado limpio. Sin cabeza, desnudo en el asolado paisaje, rodeado de escombros, parecía una estatua caída. La única prueba de que había sido un hombre vivo era la polvorienta mancha de sangre que le rodeaba.

A unos pocos pasos, tiradas como la envoltura de un caramelo, distinguió un par de fotos arrugadas. Se agachó y las recogió. Una era de una chica sentada en el capó de un Firebird azul, la otra de un perro labrador saltando en el aire para atrapar un palo.

No había nada que Blackburn pudiera hacer por él. Alisó las fotos y se las metió en el bolsillo. Luego musitó una oración, y se prometió a sí mismo dar un nombre al hombre muerto y, de alguna forma, vengar su horrible e indigno final. Sabía que esa imagen permanecería para siempre en su retina y que, en el futuro, no volvería a hablar de ella, porque nada bueno o positivo podía sacar por contarlo. Ahora, por primera vez en su vida, el silencio de su padre finalmente tenía sentido.

Se había hecho de noche. La temperatura estaba descendiendo. Se sentía débil y terriblemente sediento. La sordera se había convertido en un zumbido constante en sus oídos, como una radio mal sintonizada. Se volvió y empezó a dirigirse hacia el este, de vuelta a la frontera por donde habían venido, no sabía cuántas horas antes. Llevaba caminando alrededor de una hora, tropezando con los escombros que invadían la carretera, cuando, por encima del zumbido, escuchó el bienvenido latido de un Osprey. Aceleró el paso e inmediatamente dio un traspié cayendo sobre los cascotes. Volvió a levantarse y continuó más despacio. El Osprey desapareció por el horizonte, pero le había dado alguna esperanza, algo en lo que centrarse. Al desvanecerse su sonido, fue consciente de otros ruidos en la oscuridad: gritos, un vehículo conducido violentamente, el chirrido de una caja de cambios, luego más disparos y un destello. Si había lucha, razonó, tenía que haber chicos buenos además de malos.

En la zona por la que estaba caminando, los daños del terremoto parecían menos intensos. La calle aún seguía sembrada de escombros, pero la mayor parte de los edificios estaban intactos. Escuchó una voz y se dirigió hacia ella. Provenía de un vehículo, un destrozado Humvee. Pudo ver a una figura asomada en él como si le estuviera haciendo señas para acercarse, pero el ángulo estaba mal. El soldado, con medio cuerpo colgando de la cabina, estaba muerto, sus brazos desplegados. Blackburn se centró en el origen del sonido. Pasaron varios segundos antes de que comprendiera que era una voz americana, y que venía de algún punto en el suelo: una radio.

—... Entendido, estamos situados en las proximidades del cuadrante dos dos cuatro ocho seis.

—Rebelde 1-3, le escucho, rotando para CAS-EVAC...6

Cogió la radio. La carcasa exterior se deshizo. Trató de sintonizar un canal, no lo consiguió, así que la tiró a un lado, justo en el momento en que el Osprey reapareció rugiendo sobre su cabeza, sus rotores gemelos ladeándose en posición de aterrizaje. Blackburn sacó una energía que no sabía que tenía cuando medio tropezando, medio tambaleándose, consiguió correr en la dirección por donde había desaparecido la aeronave. No la perdió de vista, una oscura silueta contra el cielo nocturno, hasta que sus luces se encendieron, iluminando la zona bajo el aparato. Trató de controlar la efusión de alivio que sintió. Todavía no había llegado allí, pero las luces habían provocado una descarga de armas ligeras seguida de un estallido y de una bola de fuego hacia el oeste de donde el Osprey estaba aterrizando. Ahora estaba fuera de su vista, detrás de los edificios.

De repente se le ocurrió que nadie a bordo sabía que él estaba ahí fuera dirigiéndose hacia ellos. Con el fuego enemigo a su alrededor, estarían en el suelo el tiempo justo para recoger su carga de heridos. Tenía que llegar allí antes de que volviera a despegar. Ya no estaba lejos: podía sentir el viento agitado por los rotores, el ruido furioso de las hélices golpeando el aire. Ahora estaba corriendo, con mejor visión y una carga extra de adrenalina, saltando sobre cascotes y cuerpos a su paso, sin detenerse a mirar la carnicería que dejaba atrás. Si se debía al terremoto o a la batalla, era imposible de adivinar.

El Osprey tocó tierra en lo que había sido una plaza, su rampa trasera se bajó, dos centinelas vigilando mientras los sanitarios subían las bajas a bordo. Escuchó las revoluciones del motor aumentar, el aire levantando un tornado de polvo. Los centinelas se retiraron por la rampa cuando la suspensión del tren de aterrizaje se estiró y la aeronave comenzó a elevarse. Estaba gritando con todas sus fuerzas, pero era inútil con el ruido de los rotores. Algo golpeó en su hombro y sintió un pinchazo como el de una enorme avispa. La rampa estaba a la altura de su cintura cuando la alcanzó: estirando los brazos, trató de encontrar un punto al que agarrarse, sintiendo que se deslizaba hacia atrás hasta que cuatro manos aparecieron desde el cielo y le subieron a bordo tirando de sus charreteras. Solo entonces se permitió mirar atrás, a la cada vez más lejana devastación que se hundía en las sombras de la noche.

6. Apoyo Aéreo para Evacuación de Bajas. (N. de la T.)