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Al-Sulaymaniyah, frontera del Kurdistán iraquí con Irán
Hacía más de cuarenta grados dentro del Stryker y el olor no era mucho mejor. El turno acababa de alargarse hasta su trigésimo segunda hora, lo que no ayudaba a mejorar la higiene personal de sus ocupantes, ataviados con el equipo completo: cascos de Kevlar, gafas antibalas, guantes resistentes al calor, blindaje corporal, rodilleras, coderas, cargadores con doscientas cuarenta balas para los M4 en cartucheras atadas al chaleco. Era como estar en un ataúd de chapa blindada aunque con menos espacio. Hasta unas semanas antes estuvieron dejando los bártulos en la base. Pero las cosas habían cambiado.
El sargento de infantería de marina Henry Black Blackburn alargó el brazo y levantó primero una de las escotillas y luego la otra. Sin embargo, no consiguió que penetrara demasiada brisa dado que se mantenían a una velocidad constante de cuarenta kilómetros por hora. Los primeros días solían circular a toda pastilla, hasta que resultó evidente que tenían más oportunidades de evitar los problemas si los veían venir, en vez de encontrarse inmersos en ellos. Sacó la cabeza al exterior y oteó el paisaje blanqueado por el sol que les rodeaba. Habían pasado años desde que la guerra abierta devastara esa parte de Irak, pero el daño aún persistía. Ni un solo dólar de los millones empleados en la reconstrucción había llegado hasta Al-Sulaymaniyah o, si lo había hecho, los miles de intermediarios y subcontratistas se habían quedado con ellos. El abrumador número de estos hacía que tu cabeza diera vueltas. Todos se llevaban su buena tajada, produciendo papeleo para hombres que nunca serían contratados o edificios que nunca se construirían. Ciertamente resurgieron unas cuantas carreteras y se rehicieron algunas alcantarillas pero, después de unos pocos meses, todo volvió a hundirse en el mismo estado de decrepitud que antes. A la menor protesta, la primera víctima tras la población local era la infraestructura. Atravesaron los restos de un depósito de gas recién bombardeado, secciones enteras de hormigón colgando de los fragmentos de armaduras de acero empezando a oxidarse. Dos niños pequeños, vestidos solamente con camisetas, estaban lanzando pequeñas piedras a nada en particular desde la cima de un montón de escombros. Media docena de cabras les miraban, pastando tranquilamente en la carcasa del depósito.
Campo se hallaba en mitad de su historia. «... Y yo estaba en la estación preparado para el despliegue, cuando ella me dice: “Cariño, ¿llevas protección?”, así que le contesté: “Nena, he dejado mi M16 en casa, pero si quieres verlo iré a buscarlo”...».
Nadie respondió. Todos habían escuchado esa anécdota al menos un par de veces.
Montes recurrió a su cantinela favorita.
—Quiero decir, ¿quién quiere siquiera estar aquí? La televisión afirma que los soldados quieren estar aquí. ¿De dónde se lo han sacado? ¿Acaso hace que la gente se sienta mejor? Quizá sea cierto, si lo que buscas es conseguir una estrella de plata o ser ascendido. Pero lo único que queremos es salir de una jodida vez de aquí, ¿no es así, Black?
Black se encogió de hombros, y no porque no tuviera respuesta: simplemente no quería tener esa conversación en ese momento. Estaba pensando en el e-mail que mandaría a su casa esta noche. Queridos mamá y papá. Hoy hemos estado a cuarenta y cinco grados. Es el día más caluroso que hemos tenido. Se pasó otros diez minutos tratando de discurrir la siguiente línea. Tres positivos. Esa era su norma. Su madre era capaz de descubrir un resquicio de esperanza en un tornado. La escuela que han construido al lado de la base ha abierto. No mencionaría el hecho de que no había aparecido ningún niño, ni que el subdirector había sido ascendido a director porque al anterior le habían pegado un tiro delante de su familia. En ese instante no fue capaz de pensar en dos cosas positivas más. Abandonó la idea y pensó en escribir a Charlene. Solo para hacerte saber que aún estoy cuerdo... Aunque quizá lo interpretara de forma equivocada y creyera que tenía dudas. Ella siempre había sabido que se alistaría directamente, en cuanto acabara el instituto, pero, cuando llegó el momento, le dijo que tenía que elegir entre ella y el ejército, pero no ambos. No habría nadie esperando su regreso. Tal vez vuelvas —le había costado encontrar la palabra— diferente. Ella pensaba que su padre le convencería. Sabía lo que él pensaba sobre todo el asunto del ejército. Para ella resultaba incomprensible. Pero Blackburn aún la quería, y todavía confiaba en que volviera con él.
Había estado contando los días que faltaban para el 1 de septiembre, fecha en que debían volver a casa; tachando los días en una cuadrícula que había dibujado en la parte trasera de su diario. Desde la semana anterior había dejado de hacerlo. Su hogar no parecía estar acercándose.
La radio de Black chirrió: el Teniente Cole.
—Rebelde 1-3 aquí control Rebelde. Escuchen. Hemos perdido contacto con el pelotón de Jackson en el cuadrante 8-0, diez kilómetros al oeste. Son la única unidad que puedo mandar. Última posición conocida Mercado de Carne de Spinza. La zona más fanática de la ciudad. Vayan a buscarlos, ¿entendido?
—1-3. Recibido.
Jackson estaba fuera de contacto. Eso solamente podía significar algo malo.
Black miró a su equipo. Todos habían escuchado la orden en sus auriculares. Nadie habló durante unos segundos, como si trataran de conservar hasta el último gramo de energía.
—¿Alguno no ha entendido lo que estamos haciendo aquí? —Montes retomó su cháchara sobre su época en el instituto. Blackburn deseó que se callara y se limitara a hacer su trabajo. Se sentía cansado y esto aún le estaba agotando más.
—Deja de ser un jodido hippie, Montes. —Chaffin rasgó el envoltorio de una tira de chicle y se la metió en la boca.
Montes soltó el arma que tenía agarrada.
—Todo lo que digo es que estamos aquí para supervisar las cosas, y no para empezar una jodida guerra con Irán.
—El PLR4 no es Irán.
—Tío, ya hemos hablado de esto cientos de veces.
Chaffin se tapó la cara con las manos.
Black continuó.
—Sin embargo estáis en Irán, porque es de ahí de donde vienen. E Irán está solo... —ladeó la cabeza hacia la izquierda— ahí mismo. ¿Lo entiendes ahora, Montes, jodido ecologista? Cuando queramos tu opinión, te lo haremos saber. ¿De acuerdo?
Blackburn confiaba en que aquello no derivara en algo meramente personal entre Chaffin y Montes. Discutir los relativos méritos de unas animadoras gemelas o analizar uno por uno los de la nueva princesa de Inglaterra eran una distracción mucho más agradable e inocua. En cambio, preguntarse por el auténtico propósito de ese infierno podía dar lugar a un problema disciplinario.
Habían servido en el mismo pelotón durante dieciocho meses. Eran casi familia. Pero los términos del acuerdo habían cambiado. Al principio pensaban que serían los últimos americanos desplegados en el área, y Chaffin no era el único al que se le estaba agotando la paciencia. Todo ese maldito lugar estaba volviendo a hundirse en el caos. Montes se convertía cada día más en el blanco de su frustración y, sin embargo, Blackburn no podía culparle. En su fuero interno sabía que Montes tenía razón. Se preguntó qué estaría haciendo un hombre como él allí, cuando tendría que haber estado entregando panfletos sobre el declive del capitalismo en algún frondoso campus. Pero Blackburn no tenía tiempo para ser el consejero de campo de nadie. El Stryker de Jackson se había quedado mudo y no tenían más remedio que ir a buscarlo. Eso es lo que hacían. Y no sentarse a cuarenta grados dentro de una lata de sardinas discutiendo como un puñado de liberales sobre la PBS.5
Alzó el tono de su voz.
—Mírame, Montes. Este es nuestro trabajo.
—Sí, nena, eso he oído.
Black levantó una mano.
—Y si queremos terminar el trabajo tenemos que vérnoslas con el PLR. Y para conseguirlo, más tarde o más temprano habrá que cruzar la frontera.
Chaffin abrió la boca para decir algo, pero Blackburn le silenció con una mirada.
Se apearon del Stryker y se desplegaron en abanico. El Mercado de Carne de Spinza era un edificio con un viejo claustro y una galería en la parte superior. Una semana antes bullía de actividad. Hoy estaba desierto: una mala señal. Campo tocó el hombro de Blackburn.
—Mira esto.
Era un mural de Al Bashir, el líder del PLR, recién pintado. Se le parece bastante, pensó Blackburn: alguien se había tomado su tiempo.
—Al parecer por aquí lo están santificando. Ahora es su hombre. —Montes estaba cerca de ellos. El artista había pintado al antiguo General de las Fuerzas Aéreas iraníes con una fiera mirada de certidumbre—. El tío parece como si fuera en serio.
—Memeces. Solo es una pintura. Debe de ser tan viejo como tu abuelo. Simplemente no han sacado su silla de ruedas.
—¿Alguna vez te has preguntado por qué esta parte del mundo está siempre jodida?
—Bueno, yo solo trabajo aquí, Montes. Son otros los que deciden cómo sacar la mierda.
Montes insistía.
—¿Cuánto falta antes de que entremos en Irán?
Blackburn les hizo un gesto para que siguieran avanzando.
—Eso está muy por encima de mi competencia. Vayamos a buscar a esa patrulla.
El anciano estaba acuclillado en el quicio de una puerta. Montes se agachó, hablándole, su arma apartada por detrás del hombro, para no estorbarle. El hombre sacó diez dedos, luego cerró los puños, otros diez dedos, y después diez más, e hizo un gesto como si estuviera usando una ametralladora. Para ser justos, había que reconocer que intentaba serles útil.
—Está diciendo que eran treinta, todos armados. Aparecieron hace media hora. —Se volvió hacia el anciano—. Gracias, señor.
—Gracias, a partir de ahora me ocupo yo.
Black se inclinó y continuó en árabe.
—¿Eran del PLR?
El anciano se encogió de hombros.
—¿Chicos de por aquí?
Sacudió la cabeza, aunque bien podría haber sido un leve temblor, y señaló hacia la entrada más occidental del mercado.
—Está bien, sigamos por donde ha indicado el hombre.
La entrada daba a una estrecha callejuela con edificios de tres plantas. Blackburn escuchó cómo se cerraban algunas contraventanas a su paso y a un bebé llorando. Una camioneta Toyota yacía de costado atravesada en la calle, el parachoques delantero arrancado como si hubiera sido golpeado por un vehículo más pesado a toda velocidad.
Black hizo una señal a los otros para que se pegaran a los muros.
—Cruce de calle ancha, estamos expuestos.
Todos escucharon el estruendo a la vez. Un vehículo oruga. Blackburn se aplastó contra la esquina de un muro y echó un vistazo alrededor. Vio el morro del vehículo asomar por una entrada, una manzana más arriba de la calle transversal, y girar a la izquierda, alejándose a velocidad de patrullaje.
Black encendió la radio.
—APC, sin identificar, se dirige hacia el norte, tomándose su tiempo como si el lugar fuera suyo.
—Es una chatarra seria.
—Haz señales para que se detenga y pregúntale de qué lado está.
—Cierra el pico, Montes. Coge a la derecha por esa calle, justo por donde ha salido.
Cruzaron la calle de dos en dos.
—¡Continuad moviéndoos!
—Con tanto silencio parece como si todo el lugar estuviera cerrado a cal y canto.
—O que acabara de pasar el flautista de Hamelín.
—No me gusta esta mierda.
—Está bien, zafarrancho de combate. Id con calma, chicos.
La calle lateral por la que había salido el APC era estrecha, un desfiladero de altos edificios con los pisos altos en voladizo que la mantenían en sombra. En el otro extremo se abría a una pequeña plaza. Un grupo de mujeres estaban acurrucadas detrás de unos cestos de mimbre bajo un soportal cerca de la entrada de la plaza. Les hacían gestos para que avanzaran, señalando hacia delante.
—De acuerdo, no hagamos todavía lo que las señoras dicen. Tratad de vigilar los tejados.
Se quedaron inmóviles, observando los tejados y cada ventana cerrada. Blackburn fue el primero en ver la silueta, justo cuando el muro de ladrillo a su lado saltó en pedazos.
—¡Francotirador! ¡Cubríos, cubríos!
Black giró en redondo a tiempo para ver cómo el hombro de Chaffin era alcanzado.
—¡Un hombre ha caído! Cobertura de humo. ¡Ya!
Campo lanzó una granada de fósforo blanco para bloquear al francotirador, mientras Blackburn y Montes cogían a Chaffin y lo arrastraban hasta un portal; pero él no quería marcharse, apartándolos cada vez con menos fuerza.
—Dejad que me incorpore. Todavía puedo disparar. Dejad que vaya a por ese cabrón.
—Tranquilo, soldado.
Matkovic estaba gritando por la radio.
—¡Jodido humo. He visto tres más!
La herida sangraba pero no era profunda. Blackburn dejó que Chaffin se pusiera en pie. Este se tambaleó y luego sonrió.
—Estoy jodido pero aún en pie. Deja que vaya a por ellos.
Un poco más adelante, a través del humo, Matkovic vació un cargador sobre el tejado donde el francotirador de Chaffin había disparado. Se detuvo y esperó.
Cuando el humo se aclaró, Blackburn vio al francotirador doblarse sobre sí mismo y caer como uno de los malos en una película del Oeste. El cuerpo se estampó en la calle, a unos tres metros de Matkovic, que se había refugiado en un portal. Pero Matkovic no reaccionó. Estaba estático, mirando más allá de la plaza. Por su postura, con el arma bajada, Blackburn pensó que debía de haber visto algo que le iba a costar olvidar. Sin desviar la mirada se dirigió a Black.
—Creo que hemos encontrado lo que buscábamos.
Dos marines muertos estaban despatarrados en la entrada de la plaza. Uno, sin el casco, con media cara desaparecida, parecía como si hubiera estado pegado a un lanzagranadas. El otro, con un enorme agujero en el pecho, tenía una mirada meditabunda en sus ojos, fijos en el cielo abrasador. Blackburn se agachó, le quitó las chapas a uno y luego al otro, y se las metió en el bolsillo superior.
—¡Mierda de día!
—¡Black, mira allí!
Matkovic fue el primero en entrar en la plaza. Cuerpos y restos humanos desperdigados en todas las direcciones. El Stryker estaba volcado sobre un costado, la rampa bajada y los neumáticos ardiendo, sus ocho ruedas retorcidas en diferentes ángulos. Muy cerca se hallaba el chasis de lo que debió de haber sido un pequeño camión o autobús, con la carrocería destrozada por el explosivo de fabricación casera que debía de esconder en su interior. Un quejido bajo y rítmico llegaba desde el interior del Stryker.
Matkovic ya estaba con la radio, ordenando la evacuación de las bajas, tratando de mantener su rabia bajo control, mientras la voz al otro lado de la comunicación le pedía más detalles y, finalmente, explotaba. «Solo acabe con la jodida mierda ya mismo, ¿de acuerdo?».
Se volvió hacia Blackburn.
—Voy a mirar dentro del Stryker.
—Espera.
La palabra salió de su boca antes de que Blackburn supiera por qué la había pronunciado. Había varios vehículos más dañados en la plaza, dos minibuses, con los cristales desaparecidos, salpicados de metralla. Black hizo un gesto para que retrocedieran, y se desplazó a la derecha hasta que distinguió otro vehículo, una furgoneta Nissan al otro lado del Stryker. Al igual que los otros, estaba hecha un desastre, sus ventanillas y faros desaparecidos, sus paneles agujereados, pero algo estaba mal.
Eran los neumáticos. Todavía hinchados, cuando deberían estar deshechos. Matkovic miró a Black y luego a la furgoneta. Algunos civiles empezaban a asomarse a las ventanas, mirando hacia la plaza. Matkovic agitó los brazos en el aire como si estuviera nadando a braza, gritando en árabe: ¡Métanse dentro!
Black se desplazó más hacia la derecha, escrutando como podía la zona alrededor de la furgoneta, buscando cables detonadores. Quienquiera que hubiera colocado eso, estaría esperando hasta que se reunieran alrededor del Stryker el mayor número de americanos para atender a los muertos y heridos. Una mujer, de la que solo podían verse sus rasgados ojos castaños bajo un polvoriento burka gris, estaba observándole desde detrás de un puesto de frutas: una mujer joven, de su edad o tal vez menor. Advirtió cómo su mirada se movía lentamente, deliberadamente, lejos de él, hacia la ventana de un primer piso de la esquina sur de la plaza y, de nuevo, otra vez hacia él. Luego se deslizó entre las sombras de su portal y desapareció. Volvió a examinar el pavimento. Estaba cubierto de trozos de ladrillo, metal y carne. Entre ese amasijo vio un cable serpenteando hasta el edificio que la mujer le había indicado con la mirada.
Toda la unidad se detuvo, aguardando. Sabían lo que estaba haciendo. Esa era la parte buena de haber estado juntos en aquel agujero de mierda durante tanto tiempo, que prácticamente podían adivinar lo que pensaba cada uno. Echaría eso de menos cuando todo terminara, cuando estuviera de vuelta en casa. ¿Dónde volvería a tener esa cercanía, esa relación? ¿Tal vez con una mujer? ¿Una familia? ¿O para entonces ya estaría demasiado jodido? Tal vez se había vuelto demasiado bueno en esto, destruyendo su oportunidad de tener una vida. Cada cosa a su tiempo, se dijo. Ahora concéntrate.
Se tomó su tiempo, retirándose a la plaza, memorizando el edificio antes de intentar un acercamiento por la parte de atrás. Lejos de la vista, se deslizó sigilosamente por un pasadizo que llegaba a la parte posterior de las casas. Había explorado tantas propiedades parecidas que podía adivinar la distribución, a pesar de que nunca había estado en esta plaza. Las entradas laterales de los callejones eran siempre iguales. Las escaleras habitualmente estaban situadas de lado; las habitaciones de fachada en la primera planta, normalmente las más grandes, se extendían de un lado a otro del edificio. En la casa se oía música proveniente de la planta baja. Entró apartando una cortina: una cocina, dos vasos de té limpios en el fregadero y una radio, emitiendo esa aguda música. Alargó el brazo y, muy lentamente, subió el volumen. Pensó en quitarse las botas, pero lo descartó. Había dos cuerpos en la escalera, una mujer y una niña. Ambas con un tiro en la cabeza, prueba de que estaba sobre la pista buena. No se detuvo, pero su visión, durante una fracción de segundo, le revolvió el estómago. Subió las escaleras de puntillas, escuchando el latido de la sangre en sus venas, la adrenalina bloqueando cualquier impulso excepto el necesario para hacer su trabajo.
En lo alto de la escalera se detuvo, a punto de entrar en la habitación. Vio una batería de coche, cables, pinzas, un borne enganchado, otro libre. Pero nada más. Solo tuvo tiempo de ver que estaba vacía antes de que un golpe en la nuca le derribara, su cabeza a pocos centímetros de la batería. Mientras caía consiguió retorcerse hacia un lado y atrapar su cuchillo KBAR, su M4 era demasiado difícil de manejar en ese espacio tan reducido. La figura estaba en sombra, apenas una tela borrosa. Según se lanzaba hacia la batería, Blackburn hundió el cuchillo profundamente en el muslo alcanzando la arteria femoral. El grito fue muy agudo. Demasiado para un hombre. ¿Un niño quizá?
Mientras intentaba ponerse de rodillas, su asaltante se desplomó en el suelo a su lado. No era ni un hombre ni un chico, sino una niña, un lago de sangre surgiendo bajo su shalwar kameez, retorciéndose como un pez aguja en el anzuelo, aparentemente ignorante de la sangre que brotaba de ella. Entre jadeos dejó escapar un torrente de palabras árabes. Blackburn solo pudo entender: cerdo asqueroso e infierno. El mensaje estaba claro. Continuaba debatiéndose, escurriéndose en su propia sangre. Si pensaba salvarla solo disponía de veinte segundos.
—Déjame que te ayude o morirás.
¿Cuántas veces había dicho aquello y cuántas habían rechazado su ayuda? Estaban allí para ayudar. Pero no siempre lo parecía. Cuando se inclinó hacia delante, ella le espetó:
—¿PLR? El PLR os destruirá a todos. Estáis acabados. Acabados.
Trató de repetir la palabra pero no pudo y Blackburn contempló impotente cómo la vida la abandonaba.