79
–¿Es que nunca duermes?
Vladimir miró durante unos largos segundos por la mirilla antes de dejarle entrar.
—No hace ni cuarenta y cinco minutos que posé la cabeza en la almohada.
Dima dio un abrazo de hermano a su camarada.
—¿Qué es una almohada?
Echó un vistazo a la habitación. Un pequeño arsenal de armas ligeras les aguardaba: tres pistolas ametralladoras Glock de 9 mm, un paquete de granadas aturdidoras, tres linternas de alto voltaje, gafas de visión nocturna, y el equipo de rápel favorito de Vladimir.
Dima levantó las cuerdas.
—¿Acaso necesitaste esto para salir de Irán?
—Amara me convenció para que me quedara al funeral. Las necesité para escapar de su habitación.
—Así que ya se va acostumbrando a su pérdida.
—Se quedó muy cabreada por no poder venir conmigo a París.
—No le contarías nada, ¿verdad?
—Soy siberiano, no estúpido.
—¿Estás lo bastante sobrio para lo que nos espera?
—Si no hay más remedio.
Dima se volvió hacia Rossin.
—Si te necesitamos...
Rossin sacudió la cabeza.
—Estaré fuera de la ciudad durante los próximos días.
—Creí que habías dicho que estabas retirado.
Rossin se encogió de hombros.
—Es lo que tú decías: ninguno de nosotros se retira.
Viajaron en un mugriento Citroën Xantia que Rossin les había conseguido. Un coche con tres hombres dentro a las tres de la madrugada era como un imán en potencia para atraer la curiosidad de la policía, incluso sin llevar el maletero cargado de armas. Pero Kroll hizo cuanto pudo para respetar los límites de velocidad, hasta que se dio cuenta de que, a esa hora, no había nadie en la carretera que les prestara atención.
Cuando estaban acercándose a la manzana de edificios altos de Clichy tuvieron que detenerse a causa de unos bomberos que trataban de apagar un coche incendiado. Una brigada de la policía estaba llenando un furgón con jóvenes que protestaban. La madrugada de un viernes no era, precisamente, la mejor hora para visitar el barrio.
—Una pena que no podamos atacar el apartamento y el hotel de Solomon a la vez.
—Lo que más urge es encontrar la bomba. Comprueba el escáner.
Estaba parpadeando con claridad. Dima debía sentirse exultante, pero algo le inquietaba, algo que no lograba definir.
—Esperemos que no vuelva a escapársenos.
La entrada del edificio estaba abierta de par en par, cualquier puerta que hubiera tenido, hacía tiempo que había desaparecido. Y lo mismo sucedía con el ascensor.
—Nueve plantas. Mierda —maldijo Vladimir.
—Te sentará bien. Vamos.
Tres pisos más arriba se toparon con una pareja de drogadictos completamente colgados. Las jeringuillas crujían bajo sus pies. Muchos de los apartamentos no tenían puerta y mostraban rastros de haber sido incendiados. Otros, que sí la tenían, parecía que no les fuera a durar mucho, a juzgar por las discusiones que se oían en el interior. En la planta ocho se encontraron con un grupo de jóvenes armados con las caras cubiertas, cada uno llevando una pistola.
—Dense la vuelta si no quieren morir.
—Estamos ocupados: quitaos de en medio —advirtió Dima y, sin ni siquiera levantar su Glock, arrancó de un disparo el arma de las manos del cabecilla.
El chico se hizo un ovillo y los otros se escabulleron por un vestíbulo vacío.
Planta nueve. Apartamento seis. Lo comprobaron con el escáner una vez más. Una brillante luz verde titilando. Dima se colocó las gafas de visión nocturna. Los otros dos le imitaron. Examinaron la puerta cuidadosamente. Entonces Dima y Vladimir se colocaron a cada lado, listos para penetrar en cuanto Kroll hiciera saltar por los aires la cerradura.
Dima disparó unas cuantas balas mientras entraba; hacia arriba, para no dar a la bomba. El apartamento era muy básico: un dormitorio, salón, cocina y baño. Todas las paredes estaban cubiertas de pintadas con forma de muelle. Apestaba a orina. No había nadie dentro.
—Joder. Hemos entrado en el que no es —se quejó Kroll.
—No, no es así —declaró Vladimir, que estaba en el cuarto de baño, señalando a una pequeña y parpadeante luz verde. Provenía, ciertamente, del detector de la bomba. Pero no estaba adherido a ninguna maleta con dispositivos nucleares.