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Espacio aéreo al norte de Teherán

Black y Montes estaban mirando por una de las ventanillas de estribor cuando un par de F-16 pasaron rugiendo junto al Osprey.

—Espero que dejen algo para nosotros —gritó Chaffin por encima del rugido de los rotores.

Black continuó mirándolos hasta que se convirtieron en pequeñas motas plateadas al final de sus ascendentes estelas de vapor.

—Están eliminando las baterías antiaéreas que haya en el perímetro y cualquier otro armamento que puedan detectar. Además de cualquier otra cobertura aérea que pueda haber allí arriba.

—¿Tenemos alguna idea más de quién o qué estará esperándonos? —preguntó Campo, como si ahora supiera el modo de atacar el punto débil de Black.

Black no lo sabía. Su equipo siempre acudía a él buscando respuestas. Si hubiera tenido una la habría dado. Si no la hubiera tenido, les habría dado varias posibilidades. Siempre algo. Ellos le tenían por el más listo: el tipo que conseguiría regresar a casa, ir a la universidad y ascender en el mundo, quizá ser profesor como su madre. Pero Blackburn no sabía a dónde se dirigía. Su manera de razonar había sufrido una conmoción. Nada en su mundo era como solía ser. Campo, su antiguo amigo, estaba sentado mirando al cielo. Había estado a punto de matarle poco antes. Tuvo que reprimirse. ¿Quién o qué les estaba esperando? Tal vez solo Dios. Tal vez nada. Pensó en su padre, encerrado por el Vietcong en una jaula en medio del agua, pasando de ser un valiente soldado a un aterrorizado adolescente: ¿qué había esperado encontrarse al final?

Las imágenes del circuito cerrado de televisión de la cámara del banco volvieron a su mente. Bashir había sido fácil de identificar. Pero cuanto más pensaba en el segundo hombre, más clamaba una voz en su cabeza exigiendo su atención. Un tipo que corta la cabeza de un marine con su espada en la frontera iraquí y, treinta y seis horas después, está paseando los dispositivos nucleares con Al Bashir en el centro de Teherán. Andrews y Dershowitz no parecían muy convencidos. Ahora Blackburn empezaba a tener sus propias dudas. Sintió como si se estuviera sumergiendo de cabeza en un túnel de desconfianza hacia sí mismo: lo que no era la mejor manera de prepararse para cumplir una misión.

Las montañas se erguían como un enorme y árido muro, las únicas manchas verdes procedían de la vegetación de los valles de más abajo. Blackburn trató de imaginar esas duras rocas bañadas por el sol cubiertas de nieve, cerró los ojos por un momento y se trasladó a un día en que él y su familia se lanzaron pendiente abajo por la montaña Blacktail de Montana, rompiendo las normas, saliéndose de la pista y bajando por el camino más recto. El truco estaba en saber cuándo romperlas.

—ZA a cuatro kilómetros. Preparen las cuerdas.