5
Dima pasó el resto del día con Kroll. El desayuno se convirtió en comida, lo que provocó que Kroll perdiera su capacidad para conducir, así que Dima tuvo que llevarlo a su casa y acostarle en el pequeño dormitorio donde guardaba los trastos. Mientras su viejo amigo dormía, Dima se dedicó a zapear por los nuevos canales de televisión. Vatsanyev tenía razón. Los del PLR se estaban haciendo con un hueco en las noticias. Al Jazeera emitía imágenes de una gran concentración en Teherán, con el líder del PLR saludando a la multitud como si ya estuviese en el poder.
Se volvió y se dirigió al espejo.
—Por todos los demonios aparte ese juguete: estoy demasiado cansado para salir corriendo.
Paliov se levantó con rigidez, emergiendo de la sombra junto a la ventana; el XP9 semiautomático quedaba ridículo en su mano nudosa.
Se metió la pistola en el bolsillo, se acercó a la televisión y subió el volumen: más noticias de Irán, imágenes de la CNN de Al Bashir, en sus días en las fuerzas aéreas antes de volverse malvado, saludando en un desfile.
Dima puso los ojos en blanco.
—¿Es realmente necesario?
—Nunca se sabe quién está escuchando.
—Pensaba que ese era su trabajo.
La boca de labios finos de Paliov se ensanchó en lo que, a duras penas, podía ser descrito como una amarga sonrisa.
—En la actualidad... es más complicado. —Se encogió de hombros, luego miró por la habitación desde sus pesados párpados caídos—. Un entorno muy modesto para alguien de tu reputación.
—Me gusta hacer las cosas sencillas.
—Esto es un poco extremo.
—Me gustan los extremos. Ya lo sabe. Por eso me despidió, ¿recuerda?
—Oh, Dima, eso fue hace mucho tiempo. El agua corre bajo el puente, ¿eh?
—Creo que el puente fue arrastrado por la riada.
Dima se tiró en la cama y se quitó las botas.
—¿Qué es eso que su lustroso nuevo jefe político quiere que me convenza para hacer?
—Ya sabes que no estaría aquí si no fuera serio.
Dima se tumbó y miró al techo.
—Le propongo algo, usted empieza a contarme el cuento y veremos lo rápido que me entra sueño.
—Estamos en un buen lío.
—Lo estará usted: no yo.
Paliov hizo un gesto con la mano hacia la televisión, que todavía emitía imágenes de Irán.
—Ya me di cuenta. —Dima suspiró y deslizó sus manos bajo la cabeza—. La culpa es únicamente suya. Han estado abasteciendo a Irán desde que rompieron con Estados Unidos. Tanques T-72, MiG 29, sistemas de misiles tierra-aire SA-15, sistemas de misiles de defensa aérea TOR-M1, misiles antiaviones S-300, torpedos Shkval VA-111. Acuerdos de transferencia de armas por valor de trescientos millones de dólares entre 1998 y 2001, 1.700 millones entre 2002 y 2005. Era superior a ustedes.
—La exportación de armas ha mantenido la solvencia de este país; superamos a los americanos por dos a uno. Somos el mayor proveedor del mundo a los países en desarrollo. Es una gran fuente de ingresos de orgullo nacional.
—Ahora suena igual que Timofayev. Si continúa así, tal vez tenga que dispararle.
—Está bien. —Paliov se pasó una mano nudosa por la cara—. No se está poniendo fácil, ¿sabes? La Guerra Fría era más sencilla.
—Está cansado, Paliov. Acepte mi consejo y haga que lo despidan.
—Puede que eso suceda más pronto de lo que crees, si fallo en esto. ¿Qué sabes sobre Amir Kaffarov?
—De la etnia de Tayikistán, un mediocre teniente de las fuerzas aéreas que se apoderó de una flota de Antonovs durante la Gloriosa Liberación, cuando todo el mundo estaba mirando hacia otro lado. Los llenó de material robado y los envió hacia destinos desconocidos. Ahora es el más destacado y astuto traficante de armas ruso. Imagino que quiere verlo muerto.
—Más bien rescatado.
Dima se rio.
—He estado en el lado contrario de la mercancía de Kaffarov en tres escenarios distintos. La mitad de los niños soldados de Liberia y el Congo utilizan sus AK, está metiendo armas en zonas tribales a más velocidad de la que la coalición puede eliminarlas con sus drones. Ese tipo es un mercader de la muerte de primera línea.
Dima miró a Paliov, un hombre del pasado tratando de mantenerse a flote fuera del abismo en que se movía. Alzó las manos y dejó que cayeran sobre sus rodillas.
—Está en Irán. Tenemos que traerle de vuelta. Ya.
—¿Está conchabado con Al Bashir?
—Lo estaba: discutieron por culpa de un trato. Al Bashir le está reteniendo, exigiendo un rescate.
—Olvídese de él. Deje que Bashir se ocupe. Estará haciendo un favor al mundo.
—El Kremlin no lo ve así. Si los americanos lo descubren será muy malo para nosotros, lo que sumado a la pérdida de prestigio internacional...
Paliov no sonaba muy convencido de sus propias palabras. A pesar de su rango y su estatus, resultaba patético.
—Váyase, ¿quiere? Estoy cansado. Ha sido un día muy largo.
Paliov alzó la vista.
—No me malinterpretes, admiro tus principios. Dios sabe cómo envidio tu libertad para aceptar y elegir los trabajos que te salen al paso.
—Usted me conoce tan bien como yo mismo, probablemente mejor, lo suficiente para saber que nunca consideraría algo así. Tiene a cientos de voluntarios en sus archivos que saltarían de alegría ante la oportunidad de morir por la Madre Patria.
Paliov se levantó muy despacio.
—No me queda otra opción. Como bien has dicho, lo sé todo sobre ti.
Dima sintió que la indignación emergía en su interior.
—Si pretende sacar a relucir lo de Solomon, ahórreselo. Ya colgó su deserción de mi cuello hace casi veinte años. La he pagado con creces, créame.
—No era sobre Solomon —replicó, sacudiendo la cabeza—, aunque puede que también esté mezclado en el asunto.
—¿Qué significa eso?
—En Irán. Creemos que alguien ha podido verle.
—Márchese. Salga de mi vida y no vuelva. —Dima se inclinó hacia delante y agarró al hombre por las solapas.
—Escúchame, Dima. Tengo algo para ti que podría significar mucho más que Solomon.
Sacó un fino sobre del bolsillo interior de su chaqueta.
—Algo que puede ayudarte a... reconsiderarlo.
Esos viejos eufemismos soviéticos a los que tanto les costaba renunciar. Dejó que el sobre cayera sobre la cama.
Dima mantuvo sus ojos en el techo.
—¿Fotos comprometedoras? Realmente viven en el pasado. Hace mucho tiempo que no hago nada excitante. Y en todo caso, no soy lo suficientemente importante para que a alguien le importe.
—Ábrelo.
Dima suspiró, se recostó sobre un codo, encendió la lámpara de la mesilla, rasgó el sobre y vertió el contenido sobre la cama. Un par de fotografías cayeron. La primera era un primer plano sacado de lejos de un joven, de veintitantos años, alto, de complexión fuerte, cabello oscuro, buen traje, de pie entre una multitud de transeúntes sobre un puente. En un primer momento Dima no reconoció quién era. Examinó el fondo, e identificó el Pont Neuf: París. Dima sintió que su pulso se aceleraba. Miró la otra foto: el mismo hombre, en un parque, compartiendo alguna broma con una bonita rubia, y empujando un cochecito con dos niños.
Dima se incorporó. Sostuvo las fotos bajo la luz. Miró fijamente al joven durante unos minutos, pero fue la cara del chico —la viva imagen de su madre— la que despejó cualquier duda. Ahora los latidos de su corazón golpeaban contra sus costillas. Alzó la vista. Paliov había logrado retorcer su boca en algo parecido a una sonrisa satisfecha.
—Haz lo que te pedimos y su nombre y dirección serán tuyos.
De pronto Dima ya no se sentía cansado.