25

Niavarán, nordeste de Teherán

Habían divisado a las tropas de tierra del ejército americano desde su posición en las colinas, de modo que el equipo de Dima efectuó el descenso hacia Teherán desde el nordeste por la carretera de Lashakark, que llevaba directamente al Parque de la Policía. Las calles estaban sembradas de escombros y tejas. Algunas de ellas, totalmente bloqueadas por edificios destruidos. Cada APC Rakhsh que el ejército iraní poseía parecía estar en la calle, cada uno llevando las marcas apresuradamente pintadas del PLR.

—Por fin he descubierto lo que ha cambiado.

—¿Aparte de la devastación y la insurrección?

—No hay tráfico. Solía ser la capital del mundo con más atascos. Una vez un hombre murió al volante de su coche. Nadie se dio cuenta hasta pasadas dos horas.

La ciudad estaba ahora prácticamente vacía. Aquellos a los que el terremoto no había conseguido ahuyentar habían sido sacados de sus casas por los bombardeos. En las principales calles comerciales, los saqueadores habían tratado de aprovecharse del caos: las aceras estaban atestadas de televisiones, lavaplatos y otros electrodomésticos, extraídos de modo triunfal para luego ser abandonados, por falta de medios para llevárselos. Los Peykan eran un camuflaje tan bueno que atraían como un imán a desconocidos desesperados por encontrar transporte. Mantuvieron sus AK a la vista para desalentar a los asaltacoches mientras se abrían paso hacia la casa de Amara.

Kroll se comunicó desde el segundo coche.

El rastreador. ¡Está funcionando! Soy un genio.

Está bien, genio. Danos unas coordenadas.

—Estoy trabajando en ello en este instante.

Según se acercaban a la calle de Amara, el aire se iba llenando del sonido de los disparos antiaéreos, seguidos por el silbido y la explosión de un proyectil de gran calibre.

—Genial. El Tío Sam está atacando de nuevo. Terminemos con esto de una vez.

Kroll volvió a transmitir.

Está bien, estoy captando una señal desde el centro de Teherán.

—Un gran dato, y qué preciso. ¿Qué tal si nos das una calle o un edificio?

—Hay muchas interferencias: es todo lo que puedo hacer.

—Entonces todo está en manos de Amara y del encantador Gazul.

La casa estaba rodeada de jardines y un muro alto, pero las puertas de la calle se hallaban abiertas de par en par. Contraventanas y rejas de seguridad protegían las ventanas. Gregorin y Vladimir recorrieron el perímetro del muro, anunciando que la zona estaba tranquila. Dima volvió a llamar a Amara.

—¿Estás sola?

Sí, por favor, daos prisa.

Sal a la puerta y déjanos entrar.

—¿Cómo sabes que puedes confiar en ella? —susurró Vladimir mientras se acercaban a la puerta.

—No lo sé.

En qué preciso instante se dio cuenta de su error, Dima no sabría decirlo. Creía que podía confiar en Darwish, pero en tiempos de caos las alianzas podían cambiar de un momento a otro. Si bien les había mandado hasta allí, era posible que Amara hubiera perdido los nervios, despertado las sospechas de su marido o, incluso, haberle avisado. Para ser honesto, sabía que estaba asumiendo un alto riesgo rayando en la locura, pero también lo era tratar de encontrar una bomba en una ciudad arrasada por un terremoto y sitiada.

Se detuvieron a cinco metros de la puerta. Esta se abrió primero en una rendija y luego del todo. Dima hizo un gesto a los demás para que esperaran hasta poder ver a Amara claramente. La joven estaba temblando y llorosa, lo que era de esperar, pero por lo demás no se movió. La miró, tratando de adivinar qué estaba mal. Ella permanecía quieta, aferrada al marco de la puerta para apoyarse. Entonces, después de unos segundos, le llamó para que se acercara. La luz del interior del vestíbulo llegaba desde la derecha y fue el movimiento de la sombra bajo la que estaba ella lo que hizo que su mente comprendiera.

Sin levantarlo de su cadera, soltó una corta ráfaga de su AK. Confió en que su puntería fuera tan buena como solía ser, para que los disparos asustaran a quienquiera que estuviera detrás de la puerta haciéndole creer que ella había sido alcanzada. Las balas tendrían que pasar justo por encima de la cabeza de ella, lo suficientemente cerca para que la onda expansiva la derribara hasta dentro del vestíbulo.

Los demás se desplegaron en abanico a cada lado de la puerta, preparados para responder. Gazul Halen era de los que dispararían primero y pensarían después, si es que lo hacían. Darwish tenía razón. El Jefe de Inteligencia del PLR —ese sí que era un título totalmente inapropiado— se precipitó hacia el umbral blandiendo un Uzi como un mal actor en una película de serie B de televisión. Duchó a tiros la vacía avenida el tiempo suficiente para que Dima pudiera apuntar y, desde su posición, meter una bala directamente en su antebrazo, alcanzando también al arma.

El Uzi salió volando de la mano de Gazul. Mientras este se desplomaba en el suelo, Dima se lanzó sobre él, aplastando con una bota la mano herida y dando una patada al Uzi con la otra para alejarlo.

—¿Gazul Halen? Es muy amable por habernos invitado.

Posó con fuerza la boca de su AK en los genitales del hombre.

—Tenemos algo de prisa, así que no se moleste en traernos el té esta vez. El gobierno ruso quiere que le devuelvan sus dispositivos nucleares.

Miró hacia donde Amara estaba tendida. Ella no se movía. Hizo un gesto a Gregorin para que se acercara a comprobar.

Gazul se retorcía como un toro herido, rabia, consternación y agonía asomando a sus facciones como una borrasca. Dima mantuvo el pie sobre su mano.

—También queremos a Kaffarov. Va a llevarnos hasta ellos.

Gazul masculló furibundo. Finalmente consiguió articular una respuesta.

—Que le jodan.

Vladimir plantó una bota sobre su mano buena.

—No, no vas a joder a nadie. Vas a observar mientras nosotros jodemos a tu mujer viva o muerta. O bien puedes llevarnos hasta Kaffarov. ¿Te ves capaz de decidir la mejor opción?

Vladimir pisó con más fuerza la mano. Dima había visto aquello muchas veces a lo largo de los años: un hombre acorralado, sin otra salida más que rendirse, sin opciones ni nada con lo que negociar, con su cerebro, atascado en modo de orgullo, incapaz de hacer lo más sensato. Hombres que ocupaban altos cargos, que estaban acostumbrados a controlar a los demás por el miedo, eran los peores: todos unos cobardes. Echó un vistazo a Amara, que continuaba inmóvil.

Gradualmente la ira y los susurros cesaron. El labio inferior de Gazul empezó a temblar y las lágrimas de rabia se tornaron en lágrimas de autocompasión y miedo. Su expresión era patética cuando levantó la vista hacia Dima y asintió.

—De acuerdo.