58

Afueras de Tabriz

Se detuvieron aproximadamente a medio kilómetro de la pista de aterrizaje y aparcaron detrás de un cobertizo que servía de almacén.

—Quédate en el coche con Amara —indicó Dima a Kroll—. Mientras nosotros comprobamos la zona.

Dima y Vladimir cruzaron un campo de berenjenas hasta el perímetro de la valla.

—¿Qué estás imaginando? —Vladimir le pasó los prismáticos a Dima.

—No veo a Darwish ni a nadie.

Solo había un hangar, unas cuantas naves y un mástil con una manga de viento en lo alto, que colgaba flácidamente en el tranquilo aire de la noche. Estacionados, delante de una improvisada terminal, había un par de Fokker F-27 pertenecientes a una pequeña línea aérea regional y un helicóptero Kamov Ka-266 reluciente, sin ningún tipo de identificación en su carcasa.

—Mira eso. No lleva ninguna identificación.

—La gente buena siempre tiene números en sus helicópteros.

—Quienquiera que sea sabía que íbamos a llegar —declaró Vladimir—. Pero ¿quién se lo dijo? ¿Darwish?

—Nunca.

—Sin embargo estaba tratando de advertirnos.

—Bueno, entonces ¿quién?

Dima tenía una ligera sospecha, enterrada en el fondo de su mente, pero la mantuvo para sí. Aún estaba enterrándola cuando, de pronto, fueron deslumbrados por un enorme foco desde el interior del hangar.

—¡Mierda!

Echaron a correr a través del campo hacia el Land Cruiser. Ya casi habían llegado cuando se dieron cuenta de que el coche estaba rodeado.

—Tiren sus armas. ¡Al suelo!

Dima no podía pensar en nada mejor, así que primero dejaron caer las armas y luego se tiraron al suelo. La carretera olía ligeramente a gasolina y a excrementos de animales. Trató de atisbar a las dos figuras armadas que corrían hacia ellos pero llevaban puestas unas máscaras.

—Boca abajo.

Uno de ellos lanzó su bota contra la sien de Dima mientras rodaba tratando de mirar hacia el Land Cruiser. Les inmovilizaron las manos detrás de la espalda, atándoles las muñecas con bridas de plástico.

—Boca abajo.

—Creo que ha habido un malentendido —dijo Dima—. Si me permite explicarme...

Una nueva bota sobre sus costillas puso punto final al resto de la frase. Un jeep ruso GAZ se acercó a toda velocidad hacia ellos desde la pista de aterrizaje y se detuvo a su lado. Dos hombres más surgieron del vehículo y agarraron a Dima y a Vladimir, mientras el tipo de las botas se dirigía al Land Cruiser y empujaba a Kroll fuera del asiento del conductor para ponerse al volante.

—Hay alguien a quien debemos de caerle mal, muy mal —comentó Vladimir.

Condujeron en fila hasta la pequeña terminal. Dos nuevos hombres, que esperaban apoyados en el helicóptero, se acercaron ahora hacia ellos: camisetas y pantalones negros bajo las chaquetas también negras, ametralladoras PP-2000 suspendidas en sus manos y una mirada triunfal en sus rostros.

Vladimir se giró hacia Dima.

—¿No crees que deberíamos decirles que parecen extras sacados de una película de James Bond?

—Deprimente, ¿verdad? Tan poco originales.

—Estoy harto de que los rusos sean siempre los malos. Pero bueno, si ellos son los chicos malos, ¿eso no nos convierte en los buenos?

—Bien visto.

—Corta el rollo, estúpido gilipollas —dijo el más bajo de los dos. Sus mejillas estaban marcadas por un acné adolescente mal curado, y sus ojos enrojecidos por trasnochar demasiado. Era el menos abominable de los dos, lo que no era mucho decir, con una sonrisa de «todas las chicas quieren acostarse conmigo».

En tus mejores sueños, pensó Dima.

—¿Vamos a dar un paseo en helicóptero? No puedo esperar a ver vuestra guarida en el cráter del volcán —declaró Vladimir.

El más alto, que a Dima le recordaba a una comadreja que había visto en una película de dibujos animados, sacó su flamante pistola Grach y golpeó a Vladimir en la mejilla con la empuñadura.

—También hay balas dentro del cañón —dijo Vladimir—. ¿Quieres que te las enseñe?

—Silencio —ordenó Comadreja—, antes de que aplaste cada hueso de tu cuerpo.

Los dos hombres enmascarados sacaron a Kroll del Land Cruiser. ¿Dónde demonios estaba Amara? Los tres fueron conducidos hasta el edificio de la terminal, donde observaron cómo los hombres del jeep destripaban el Land Cruiser. Uno sacó la rueda de repuesto, rajó la tela del compartimento trasero y rebuscó por las esquinas. El otro miró bajo el capó, luego arrancó el embellecedor de la puerta e incluso desgarró el revestimiento del reposacabezas frontal.

—¡Ya lo tengo! —exclamó Vladimir—. ¡Es una redada anti-droga!

—A menos que sean los dispositivos portátiles de ADM lo que están buscando —replicó Dima.

—¿Cuáles, los que me he tragado? —dijo Kroll.

—En serio, ¿de verdad creen que los tenemos?

La búsqueda no parecía estar dando sus frutos. Comadreja hizo una seña a su grupo para que volvieran al jeep y dio unos cuantos pasos decididos hacia Dima, terminando con su cara prácticamente rozando la suya.

—Suponga que dejan de hacerse los listillos y nos dicen qué han hecho con ellos.

—¿Los aperitivos? Nos los hemos tomado por el camino. ¿Acaso aún no está abierta la cafetería del aeropuerto?

Dima miró a Kroll: su expresión era ahora ilegible. ¿Dónde estaba Amara?

Escuchó una puerta que se abría tras ellos: dos nuevos hombres de negro. Detrás, con la cabeza gacha y ensangrentado, iba Darwish. Mitad a rastras mitad a empujones, le acercaron hasta una mesa, y le arrojaron en una silla.

El rostro de Darwish era prácticamente irreconocible. La carne alrededor de sus ojos estaba tan golpeada e hinchada que sus párpados eran solamente unas ranuras sangrientas. Le habían roto la nariz y los labios estaban partidos y supurantes. Un coágulo de sangre y saliva colgaba de su barbilla como un carámbano.

—Levanta la mano: separa los dedos.

Darwish, totalmente derrotado, obedeció.

Comadreja se volvió hacia Vladimir.

—¿Quieres ver lo precisa que es la Grach? Observa. —Disparó. La mano de Darwish salió propulsada hacia atrás, levantándole de la silla.

—No le veo la emoción —indicó Dima—. Un hombre de verdad le da a su oponente una oportunidad.

—Levántate, idiota —ordenó el tercer hombre. Era más grande que Comadreja y prácticamente calvo.

—¿Alguna broma más? —preguntó—. ¿O nos centramos en las bombas?

—Claro. Están camino de París y Nueva York, con un antiguo Spetsnaz no precisamente ruso, de nombre en clave Solomon o Suleimán, dependiendo de en qué lado decida estar. Vienen del difunto Amir Kaffarov, proveedor de armas rusas al mejor postor. ¿Por qué sé que está muerto? Porque murió en mis brazos. De un ataque al corazón, por muy extraño que parezca.

—¿No puede hacerlo mejor que eso? Obviamente las ha vendido. ¡Oh, olvidé mencionarlo! Están todos detenidos por tráfico ilegal de armas.

Dima, hirviendo de rabia, podía sentir las bridas clavándose en sus muñecas mientras trataba de soltárselas.

—Entonces tengo derecho a permanecer en silencio.

—Tienen derecho a joderse.

Se volvió hacia Darwish que estaba agarrando el sangriento muñón de lo que quedaba de su pulgar.

—Su colega Mayakovsky no está colaborando. Levante la otra mano.

Darwish estaba temblando, las lágrimas resbalando de la ranura de su ojo ensangrentado, cuando el disparo atronó.

Todos miraron alrededor. La parte izquierda de la cabeza de Comadreja se había disuelto en una pegajosa ducha de sangre y cerebro. Dima, tras un violento tirón para acabar de liberarse, se abalanzó sobre el PP-2000 del hombro de Comadreja y mató al bajito en dos cortas ráfagas. El calvo se escabulló por la parte trasera de la terminal entre una granizada de fuego de Vladimir que, también libre, se había hecho con el arma del bajito cuando este se desplomó. Vladimir salió tras él sin dejar de disparar, mientras Dima y Kroll buscaban una posición para abatir a los chicos del jeep, que estaban saliendo por sus cuatro puertas. Solo entonces pudo ver a Amara, con el arma aún apuntando, inmóvil en su posición de tiro. Dejó caer la pistola y corrió hacia su padre.

—Mientras estábamos en el Land Cruiser esperándoos, ella quiso salir a hacer pis —explicó Kroll—. Le di la Makarov por si acaso.

El Land Cruiser se convirtió en una bola en llamas, víctima de una inútil ráfaga de uno de los hombres caídos del GAZ. Pocos segundos más tarde, el coche explotó. Dima fue corriendo hasta Amara, que abrazaba amargamente a su padre herido.

—El helicóptero. Intenta llegar hasta allí. Kroll te cubrirá.

Dio un grito a Kroll y señaló hacia ellos mientras corría hacia el helicóptero, dando un rodeo para recoger el AK de uno de los hombres abatidos del jeep. ¿Cuánto tiempo hacía desde que había pilotado un helicóptero? Es como llevar una bandeja con agua, se había quejado a su instructor. No pienses en ello, solo hazlo. Este parecía totalmente nuevo. Como salido de un escaparate. Primer problema: las puertas estaban cerradas. No tenía tiempo para averiguar cómo abrirlas. Un disparo preciso se llevó por delante un buen trozo de puerta en el que estaba el tirador. Se metió dentro. Jesús, todo parecía tan poco familiar... Está bien, concéntrate...

La palanca colectiva a la izquierda del asiento, como un freno de mano, era la que hacía que el aparato subiera y bajara. Mantenerla abajo. La palanca de paso cíclico, al frente, sin bloquear. La bomba de alimentación del fuel apretada. La electricidad conectada. Indicador de transmisión, comprobado, indicador de embrague, comprobado. Llave de paso del combustible hacia fuera, ¿o era hacia dentro para ponerlo en marcha? Inténtalo con ella hacia dentro. El mando del acelerador al final de la palanca colectiva medio abierto. Bomba de alimentación abierta. Pulsar el encendido. Dima empujó la palanca hacia delante. Mierda: nada. Repitió toda la rutina. Bomba de alimentación cerrada esta vez. Podía ver a Amara luchando al otro lado de la plataforma con su padre. Girar del todo el mando del acelerador. Encender de nuevo el motor. Otra explosión retumbó en el exterior. Una gran bola de fuego en la parte trasera de la terminal. ¿Qué demonios era eso? Desde luego no era Vladimir. ¿Dónde estás, Vladimir? Escuchó el gemido de las aspas del rotor y luego nada. Kroll tenía dos AK, y disparaba al mismo tiempo con ambos, uno en cada cadera. El bueno de Kroll.

Trató de ponerlo en marcha de nuevo. Confió en que el motor no se hubiera ahogado. No es un coche, gilipollas. Giró el acelerador, y pulsó el encendido una vez más. Hazlo, maldito trozo de mierda rusa. El motor silbó cobrando vida y los rotores empezaron a moverse con desesperante lentitud. ¿Qué es lo que eres, una jodida manecilla de un reloj? Giró el acelerador del todo y las revoluciones aumentaron a dos mil. Los rotores agitaron el aire, sacudiendo la puerta abierta. Se estiró hacia atrás y deslizó la puerta corredera posterior para dejarla abierta y que los demás pudieran subir fácilmente. Kroll estaba abriéndose paso hacia él, de espaldas al helicóptero, aún disparando, cubriendo a Amara y Darwish mientras se situaban bajo los rotores. Ni rastro de Vladimir.

Podía sentir las palas agitando el aire, preparadas para volar. Dima tiró de la palanca colectiva, soltando el pedal derecho para contrarrestar el torque generado al aumentar la inclinación de las palas. Igual que montar en una bicicleta, aunque no exactamente. Aun así, se dio a sí mismo una palmadita imaginaria en la espalda por haberlo recordado. Siguió tirando de la palanca colectiva hasta que empezó a notar el helicóptero más ligero en sus patines y comenzó a girar. Un poco más de pedal para mantenerlo recto.

Darwish, con las pocas fuerzas que conservaba desaparecidas, se desplomó contra la puerta abierta. Kroll ayudó a Amara a subirlo. Vamos, Vladimir. Fuera, surgiendo de un lateral del hangar, una figura se acercaba cojeando. Dima empujó a Kroll.

—Ve a ayudarlo.

Vladimir arrastraba el pie izquierdo herido. Kroll saltó al suelo y, con alguna dificultad, le ayudó a meterse en el helicóptero. Tan pronto como estuvieron volando, Dima movió el mando hacia delante demasiado fuerte, por lo que el morro se inclinó como si se hubiera tropezado con sus propios patines. Volvió a echarlo hacia atrás —otra vez demasiado— y dieron un bandazo. Vuela con la presión, sin movimientos, recordó los gritos de su instructor. Consiguió nivelarlo, pero entonces viraron hacia la izquierda. Al abrirse totalmente la puerta rota pudo ver a uno de los hombres enmascarados agarrado al patín.

—Tengo un mensaje para tu jefe, cuando consigas despegar sus restos del suelo. Las manos son algo muy delicado, y los pulgares indispensables.

Agarrando el mando entre sus rodillas (definitivamente nada recomendado en el manual), Dima levantó el PP-2000 y disparó una bala en la mano izquierda del hombre. Esta desapareció. Pero él aún seguía allí. Dima le disparó en la derecha, esta vez el hombre se esfumó.

Al alcanzar los quince nudos, sintió un estremecimiento advirtiéndole que habían pasado el impulso efectivo de despegue y alcanzado la velocidad de crucero. Era el momento de aflojar la palanca colectiva y disminuir la presión sobre el pedal para meter la palanca cíclica hacia delante. Dima sintió un pellizco de alivio cuando el helicóptero obedeció y se impulsó ascendiendo hacia el cielo.

—Ahora: ¿en qué dirección está Rusia?