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Schwab marcó el número y esperó. No tuvo que aguardar mucho tiempo. Ya había contactado con ella para avisarla. Blackburn imaginó a su madre acunando el teléfono con ambas manos, tal y como la había visto hacer muchas veces, como si pudiera traer aún más cerca a la persona.
—Hola, mi niño.
Su voz era clara y fuerte, como si hubiera estado practicando lo que decir durante días, algo que probablemente había hecho.
—Sé que solo tengo dos minutos, pero quiero que sepas que tu padre y yo te queremos mucho y creemos en ti, sea lo que sea. ¿De acuerdo?
—¿Mamá?
—¿Sí, cariño?
Su voz se quebró al oír hablar a su hijo por primera vez desde que se enteró de que había sido apresado.
—¿Está papá ahí?
—Claro, cariño, está aquí mismo. Te lo paso.
Pudo escuchar cómo le pasaba el teléfono. Un intercambio de susurros sobre qué decir. Después de un momento, escuchó a su padre aclararse la garganta.
—Bueno, hijo, al menos no corres el riesgo de que te maten ahí fuera.
—Papá —dijo—. Lo he descubierto. —Había urgencia en la voz de Blackburn.
—¿El qué, hijo?
Su padre sonaba como si hubiera envejecido una década, desconcertado por el tono de su hijo. Blackburn insistió. No quedaba demasiado tiempo.
—Papá, ya sé cómo fue. Ya sé cómo fue para ti en Vietnam. Creo que eso es lo que me ha mantenido durante los últimos... Ahora lo entiendo.
Hubo una pausa al otro lado, y un intercambio de susurros que no pudo descifrar.
—Lo siento, hijo: me temo que no sé a qué te refieres.
—Lo que tuviste que pasar... Por eso me alisté..., para saber cómo fue para ti.
El silencio al otro lado de la línea lo decía todo.
Blackburn trató de pensar en qué más decir. No se le ocurrió nada. El peso que se hundía en su alma se hizo aún más grande. Pasó el teléfono de vuelta a Schwab, que parecía perplejo.
—Está bien. ¿Ha terminado?
Blackburn asintió. Había imaginado durante mucho tiempo el momento de ternura que ansiaba con su padre: los dos hombres mirándose cara a cara por primera vez. Pero todo lo que su padre debía de estar pensando ahora mismo era: ¿Es mi hijo un asesino?
Schwab colgó el auricular. Entonces posó su enorme maletín cuadrado sobre la mesa y sacó un segundo y grueso expediente gris.
¿Cómo podría haberse acumulado tanto papeleo en tan poco tiempo?
—Empecemos de una vez.
—¿Con qué?
Schwab miró a su nuevo cliente. Allá vamos, pensó.
—Ya he dicho todo lo que he podido recordar. Soy culpable. Puedo darme por muerto.
Blackburn bajó la cabeza hasta que esta reposó sobre la mesa.