Epílogo

31 de mayo, 11:05 horas

La Festividad del Memorial concitó la presencia de un sol de justicia en el valle del Delaware. El cielo estaba despejado, de un azul intenso; los coches aparcados en las calles colindantes al Cementerio de la Santa Cruz estaban relucientes y a punto para el verano. Los severos rayos dorados del sol rebotaban en los parabrisas.

Los más jóvenes iban vestidos con alegres camisas de manga corta y pantalones militares; los mayores llevaban traje. Las mujeres lucían vestidos de tirantes y alpargatas JCPenney, de una variada gama de colores.

Jessica se arrodilló a poner flores en la tumba de su hermano Michael y después plantó una banderita junto a la lápida. Miró al otro lado de la extensión del cementerio y vio a otras familias que plantaban también sus banderitas. Algunos hombres de más edad hacían el saludo. Las sillas de ruedas relucían, sus ocupantes sumidos en recuerdos personales. Como siempre ocurría en aquella fecha, las familias de los militares caídos coincidían en aquella expansión verde y compartían una mirada de dolor y compasión.

Unos minutos después, Jessica se uniría a su padre, que estaba en la tumba de su madre, y volverían en silencio hasta el coche. Era así como hacían las cosas en su familia. Cada cual expresaba su dolor por separado.

Se volvió y miró a la calzada.

Vincent estaba apoyado en el Cherokee —a él no le iban mucho los cementerios, y ella lo comprendía—. No lo habían aclarado todo, tal vez no lo hicieran nunca, pero en las últimas semanas él le había parecido un hombre completamente distinto.

Jessica rezó una oración en silencio y se dispuso a abandonar el recinto a través de las lápidas.

—¿Qué tal está? —preguntó Vincent. Los dos miraron a Peter, con la espalda aún bien erguida a sus sesenta y dos años de edad.

—Como una roca —respondió Jessica.

Vincent alargó la mano y tomó suavemente la de Jessica.

—Y nosotros, ¿cómo vamos?

Jessica miró a su marido. Vio a un hombre apenado, a un hombre que luchaba por liberarse del yugo del fracaso —fracaso en la observancia de su promesa matrimonial, fracaso a la hora de proteger a su mujer y a su hija—. Un hombre loco había entrado en la casa de Vincent Balzano y amenazado a su familia, y él no estaba allí. Aquello era la peor pesadilla que podía tener un agente de policía.

—No sé —contestó ella—. Pero me alegro de que estés aquí.

Vincent sonrió, todavía agarrado a la mano de Jessica. Ella no la retiró.

Los dos habían acordado asistir a un consultorio matrimonial; la primera sesión iba a tener lugar dentro de unos días. Jessica no estaba preparada por ahora para volver a compartir con Vincent su cama, su vida, pero era un primer paso. Si estaban decididos a capear aquella tormenta, tal vez lo conseguirían.

Sophie había traído algunas flores de casa y las estaba repartiendo metódicamente por las distintas tumbas. Como el Domingo de Resurrección no había podido ponerse el vestido amarillo limón que le habían comprado en Lord & Taylor para estrenarlo en tal fecha, ahora parecía decidida a ponérselo todos los domingos y días festivos, hasta que le quedara pequeño. Ojalá que quedara mucho tiempo para entonces.

Mientras Peter empezaba a encaminarse hacia el coche, una ardilla asomó por detrás de una lápida. Sophie soltó una risita y se fue detrás de ella: su faldita amarilla y sus rizos castaños resplandecían bajo el sol primaveral.

Parecía feliz de nuevo.

Tal vez aquello bastara.

Hacía cinco días que Kevin Byrne había abandonado la UVI del Hospital de la Universidad de Pensilvania. La bala que le había disparado Andrew Chase aquella noche se había alojado en su lóbulo occipital y no le había afectado al cerebro sólo por un par de centímetros. La operación de cirugía craneal había durado más de doce horas; desde entonces, había estado en coma.

Los médicos decían que sus constantes vitales eran fuertes, pero decían también en privado que cada semana que pasara reduciría significativamente sus probabilidades de recuperar la conciencia.

Jessica había ido a visitar a Donna y a Colleen Byrne unas semanas después del suceso. Estaban desarrollando una relación que, a juicio de Jessica, tenía visos de durar mucho tiempo, ya fuera de dolor compartido ya de alegría. Era aún demasiado pronto para saberlo a ciencia cierta. Jessica había aprendido ya bastantes palabras del lenguaje de señas.

Hoy, mientras Jessica acudía a su visita diaria al hospital, era consciente de que tenía muchas cosas que hacer. Aunque se sentía muy mal cuando se iba, sabía que la vida seguía su curso, tenía que seguir su curso. Se quedaría sólo unos quince minutos.

Estaba sentada en el sillón de la habitación de Byrne, llena de flores, hojeando una revista. Por la atención que le prestaba podría haber sido de pesca o de moda.

De vez en cuando, miraba a Byrne. Estaba mucho más delgado; su piel había adquirido una profunda palidez gris. El pelo estaba empezando a crecerle.

Alrededor del cuello llevaba el crucifijo de plata que le había dado Althea Pettigrew. Por su parte, Jessica llevaba el colgante con un ángel que le había entregado Frank Wells. Parecía como si los dos tuvieran su talismán contra los Andrew Chase de este mundo.

Había tantas cosas que quería contarle… Que Colleen iba a pronunciar el discurso el día de la graduación en el colegio de sordos, que Andrew Chase había muerto… Quería decirle también que, hacía una semana, el FBI había mandado un fax a la brigada con la información de que Miguel Duarte, el hombre que había confesado ser el asesino de Robert y Helen Blanchard, tenía una cuenta en un banco de Nueva Jersey con un nombre falso. Habían descubierto la existencia de una transferencia de dinero por parte de Morris Blanchard. Morris Blanchard había pagado a Duarte diez mil dólares para que éste matara a sus padres.

Kevin Byrne había estado en lo cierto todo el tiempo.

Jessica volvió a su revista, a un artículo que trataba sobre cómo y dónde desovan los salmones. Definitivamente, tenía entre las manos una revista de pesca.

—Eh —dijo Byrne.

Jessica casi se cayó al suelo al oír su voz. Era grave, rasposa y terriblemente débil, pero ahí estaba.

Ella salió disparada. Se apoyó en el borde de la cama.

—Estoy aquí —exclamó Jessica—. Estoy… aquí.

Kevin Byrne abrió, y luego cerró los ojos. Durante unos instantes espantosos, Jessica creyó que nunca los volvería a abrir. Pero, unos segundos después, se percató de que sus temores habían sido vanos.

—Tengo una pregunta para ti —dijo.

—Muy bien —contestó Jessica, con el corazón a cien—. Adelante.

—¿No te ha dicho nadie por qué me llaman Riff Raff? —preguntó.

—No —dijo ella suavemente. No estaba dispuesta a llorar. ¡Ni hablar!

Una sonrisa muy leve se esbozó entre sus labios resecos.

—Es una larga historia, compañera —dijo.

Jessica le cogió la mano.

La apretó con suavidad.

Compañero.

Las chicas del rosario
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