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Miércoles, 10:45 horas

Las escenas del crimen siempre parecían diferentes a la luz del día. El callejón parecía un lugar tranquilo y apacible. Un par de policías uniformados estaban apostados en su entrada.

Byrne enseñó la placa a los agentes y se deslizó por debajo de la cinta. Al verlo los dos detectives, le hicieron el saludo de Homicidios: palma mirando al suelo, bajada primero ligeramente y luego hacia fuera. Todo estupendo.

Xavier Washington y Reggie Payne llevaban tantos años de compañeros, pensó Byrne, que estaban empezando a vestir igual y a decir las mismas cosas, como un viejo matrimonio.

—Ya podemos ir a casa —dijo Payne con una sonrisa.

—¿Qué tenéis? —preguntó Byrne.

—Sólo una pequeña disminución del acervo genético. Payne sacó el plástico. —Esto es Marius Green que en paz descanse.

El cadáver estaba en el mismo lugar exactamente en que lo había visto Byrne por la noche.

—La bala lo ha atravesado. —Payne apuntó al pecho de Marius.

—¿Treinta y ocho? —preguntó Byrne.

—Podría ser. Aunque parece más un treinta y nueve. No hemos encontrado aún ni la vaina ni la bala.

—¿Es de la Mafia Negra Juvenil? —preguntó Byrne.

—Ah, sí —respondió Payne—. Marius era un actor muy malo.

Byrne vio a los agentes con uniforme buscando la bala. Consultó su reloj.—Tengo algunos minutos.

—Bueno, ahora ya podemos irnos a casa realmente —dijo Payne—. El sujeto está identificado.

Byrne caminó unos metros hacia el contenedor. El montón de bolsas de basura obstruían la visión. Cogió un palo y se puso a hurgar. Cuando estuvo seguro de que no lo observaban, sacó la bolsa de su bolsillo, la abrió, la volvió del revés y dejó caer al suelo la bala ensangrentada. Siguió buscando, pero ya sin demasiada atención.

Un minuto o dos después, volvía a donde estaban Payne y Washington.

—Tengo mi propio psicópata que coger —dijo Byrne.

—Nos vemos en la Casa —repuso Payne.

—Ya la tenemos —gritó uno de los agentes uniformados que estaba junto al contenedor.

Payne y Washington se miraron, chocaron las palmas y se fueron a donde estaba el agente uniformado. Habían encontrado la bala.

Datos prácticos: la bala estaba impregnada con sangre de Marius Green. La bala había rebotado en el ladrillo. Fin de la historia.

No había motivos para indagar más. La bala se guardaría ahora en una bolsa etiquetada y la llevarían a balística, donde procederían a su identificación. Luego la compararían con otras balas recuperadas en otras escenas del crimen. Byrne estaba casi seguro de que el Smith & Wesson que le había quitado a Diablo había sido utilizado para otras fechorías en el pasado.

Byrne respiró hondo, miró al cielo y se metió en su coche. Sólo le quedaba un detalle más que atender. Encontrar a Diablo y convencerle de la conveniencia de largarse de Filadelfia para siempre.

Sonó el busca.

La llamada era de monseñor Terry Pacek.

Qué bárbaro, ni un segundo de respiro.

El Sporting Club, el gimnasio más grande del centro de la ciudad, estaba situado en la octava planta del histórico Bellevue, edificio bellamente adornado que hacía esquina entre las calles Ancha y Nogal.

Byrne encontró a Terry Pacek en una de las palestras. La docena aproximada de bicicletas estáticas estaban dispuestas formando un cuadrado y mirándose unas a otras. Casi todas estaban ocupadas. Detrás de Byrne y Pacek, los restallidos de las Nike sobre la pista de baloncesto ahogaban el ronroneo de las cintas rodantes y el chasquido de las bicicletas, así como los gruñidos, gemidos y rezongues de los ya en forma, los casi en forma y los nunca voy a estar en forma.

—Monseñor —dijo Byrne, saludando.

Pacek no interrumpió su ritmo, como si no reconociera a Byrne. Estaba sudando, pero sin respirar con demasiada fuerza. Una rápida ojeada al contador de la bici revelaba que llevaba pedaleando cuarenta minutos y seguía manteniendo una cadencia de noventa revoluciones por minuto. Increíble. Byrne sabía que, aunque Pacek tenía ya sus cuarenta y tantos años, se mantenía en muy buena forma —si bien era cierto que tenía diez años menos que él—. Aquí dentro, sin sotana ni cuello, vestido con unos pantalones de chándal y una elegante camiseta Perry Ellis, parecía más un delantero de fútbol que envejece lentamente que un sacerdote. En realidad, eso era precisamente: Terry Pacek aún ostentaba el récord de recepciones en una sola temporada en la Universidad de Boston. No en vano lo llamaban el John Mackey jesuíta.

Byrne echó un vistazo por todo el gimnasio y divisó a un famoso presentador de televisión jadeando a bordo de una flamante Stair Master y a un par de concejales tramando algo sobre unas cintas rodantes paralelas. Descubrió que, involuntariamente, estaba encogiendo la tripa. Empezaría un régimen cardiovascular mañana mismo. En serio. Bueno, pasado mañana, sin falta.

Antes tenía que encontrar a Diablo.

—Gracias por haber acudido —dijo Pacek.

—No tiene importancia —dijo Byrne.

—Sé que es usted un hombre ocupado —añadió Pacek—. No le retendré mucho tiempo.

Byrne sabía que no le retendré mucho tiempo significaba póngase cómodo, que vamos para rato. Así que se limitó a asentir y a espiral. Después de un rato, preguntó:

—¿Qué puedo hacer por usted?

La pregunta era tan retórica como rutinaria. Pacek pulsó el botón de ENFRIAMIENTO de la bici y la paró. Se bajó del sillín y se echó una toalla al cuello. Y aunque Terry Pacek era mucho más corpulento que Byrne, era al menos diez centímetros más bajo que él. Bien es cierto que esto no le servía a Byrne de mucho consuelo.

—Yo soy un hombre al que le gusta saltarse los trámites burocráticos siempre que ello es posible —le comunicó Pacek.

—¿Qué le hace pensar que se pueden saltar en este caso? —le preguntó Byrne.

Pacek miró a Byrne unos segundos escasos pero incómodos. Luego sonrió.

—Sígame.

Pacek se abrió paso hacia la zona de ascensores, y allí tomaron uno hasta la tercera planta, donde se hallaba la pista de footing. Byrne creía que lo de sígame iba a consistir simplemente en caminar detrás de él. Salieron a la pista alfombrada que rodeaba toda la sala de mantenimiento.

—¿Cómo va la investigación? —preguntó Pacek mientras comenzaban la primera vuelta a un ritmo razonable.

—Supongo que no me ha llamado para pedirme un informe sobre el progreso del caso.

—Lleva razón —replicó Pacek—. Creo saber que anoche encontraron a otra chica.

Eso no era ningún secreto, pensó Byrne. Había salido incluso por la CNN, lo que significaba que hasta en Borneo se habían enterado. Qué buena publicidad para la oficina turística de Filadelfia…

—Sí —confirmó Byrne.

—Y creo saber también que su interés por Brian Parkhurst sigue siendo alto.

Se quedaba corto.

—Nos gustaría hablar con él, sí.

—Es del interés de todos, especialmente de las destrozadas familias de las chicas, que este loco sea atrapado. Y que se haga justicia. Yo conozco al doctor Parkhurst, detective. Me resulta difícil creer que haya tenido algo que ver con estos crímenes, pero yo no soy quién para decidir al respecto.

—¿Por qué estoy aquí, monseñor? —Byrne no estaba con humor para hablar de política.

Después de dos vueltas enteras a la pista de footing, volvieron a la puerta. Pacek se secó el sudor de la frente y le dijo:

—Espéreme abajo. Veinte minutos.

El Zanzibar Blue era un club de jazz-restaurante muy chic situado en el sótano del Bellevue, justo debajo del hall del hotel Park Hyatt, nueve plantas más abajo que el Sporting Club. Byrne pidió un café en la barra.

Pacek entró, los ojos brillantes, eufórico tras su sesión de gimnasia.

—Vodka con soda —pidió al barman.

Se acodó en la barra junto a Byrne. Sin decir palabra, metió la mano en el bolsillo y le entregó a Byrne un papel en el que había una dirección del oeste de Filadelfia.

—Brian Parkhurst es propietario de este edificio situado en la calle Sesenta y uno, junto a Mercado. Lo está reformando —le informó Pacek—. Está allí ahora.

Byrne sabía que nada era gratis en esta vida. Trató de sondear los motivos de Pacek.

—¿Por qué me cuenta esto?

—Es lo que procede hacer, detective.

—Pero su burocracia no es distinta de la mía.

Practico derecho y justicia: no me entregues a mis opresores —recitó Pacek con un guiño—. Salmo ciento diez.

Byrne tomó el trozo de papel.

—Se lo agradezco.

Pacek bebió su vodka.

—Yo no he estado aquí.

—Le comprendo.

—¿Cómo va a explicar el origen de esta información?

—Déjemelo a mí —lo tranquilizó Byrne—. Mandaría a uno de sus confidentes a que se pasara por la Casa Redonda, y diera la información dentro de unos veinte minutos.

Lo veo… Veo a ese individuo al que estáis buscando… Lo veo por la zona de Cobbs Creek.

—Todos combatimos por la misma buena causa —sentenció Pacek—. Todos escogemos las armas en las primeras fases de la vida. Usted escogió una pistola y una placa. Yo escogí la cruz.

Byrne sabía que aquello no era fácil para Pacek. Si Parkhurst resultaba ser el autor, Pacek tendría a toda la artillería antiaérea apuntando contra la archidiócesis, sobre todo por haber sido él quien lo había contratado: un hombre al que, tras tener una aventura con una adolescente, le confían la misión de orientar a unas mil adolescentes más.

Por otra parte, cuanto antes cogieran al asesino del rosario, mejor, y no sólo para las chicas católicas de Filadelfia, sino también para la propia Iglesia.

Byrne se bajó del taburete de la barra, sobresaliendo por encima del sacerdote. Dejó un billete de diez dólares en la barra.

—Vaya con Dios —le deseó Pacek.

—Gracias.

Pacek asintió.

—Por cierto, monseñor —añadió Byrne mientras se ponía el gabán.

—¿Sí?

—Era el salmo ciento diecinueve.

Las chicas del rosario
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