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Lunes, 19:20 horas
Vio que había llegado al paseo del río antes de que su mente hubiera tenido la oportunidad —o la inclinación— de decir que no. ¿Cuánto tiempo hacía de la última vez que había estado allí?
Ocho meses, una semana y dos días.
El día en que encontraron el cadáver de Deirdre Pettigrew.
Conocía la respuesta tan claramente como la razón por la que había vuelto. Estaba allí para recargar, para pinchar de nuevo en la vena de locura que regaba el asfalto de su ciudad.
Los Dos era un local de droga protegido, que ocupaba un antiguo edificio ribereño situado bajo el puente Walt Whitman, junto a la avenida Packer, a unos metros solamente de la orilla del río Delaware. La puerta de acero estaba recubierta de graffiti de pandillas y vigilada por un gorila enorme llamado Serio. Nadie entraba por casualidad en Los Dos —hacía más de diez años que el público llamaba así a aquel local—. Así se había llamado el bar, cerrado desde hacía tiempo, en el que un hombre muy peligroso llamado Luther White había estado sentado y bebiendo la noche en la que, quince años atrás, Kevin Byrne y Jimmy Purify hicieron de repente su aparición; una noche que dejó dos muertos.
Fue en este lugar donde empezó una época tenebrosa para Kevin Byrne.
Fue en este lugar donde él empezó a ver.
Ahora era un «local de crack».
Pero Kevin Byrne no estaba allí para conseguir droga. Si bien era verdad que a lo largo de los años había coqueteado con toda sustancia conocida por la humanidad en un intento por poner freno a las visiones que se apoderaban de su cabeza, no era menos cierto que ninguna de ellas había logrado someterlo. Hacía años que sólo coqueteaba con el Vicodin o el whisky.
Estaba aquí para poner en orden las ideas.
Quitó el precinto de una botella de whisky Old Forester y se puso a repasar la jornada.
El día que su divorcio se hizo definitivo —hacía casi un año de aquello—, Donna y él prometieron solemnemente reunirse a cenar, en plan familiar, una vez por semana. A pesar de los obstáculos que sus trabajos les ponían a este respecto, no habían faltado ni una semana en todo el año.
Aquella noche habían superado mal que bien otra de sus cenas: su mujer tenía un horizonte despejado, y la charla del comedor había sido un monólogo paralelo de preguntas tópicas y de respuestas estereotipadas.
Durante los últimos cinco años, Donna Sullivan Byrne había sido la empleada que más ventas había realizado de una de las inmobiliarias más importantes y prestigiosas de Filadelfia, y había ganado dinero a espuertas. No vivían en una casa adosada de Fitler Square porque Kevin Byrne fuera un policía de alto rango. De haber sido por su categoría salarial, habrían vivido más bien en Fishtown.
En los viejos tiempos, cuando todo era color de rosa, quedaban para almorzar en Center City dos o tres veces por semana, y Donna le hablaba de sus triunfos, de sus poco frecuentes fracasos, de su tránsito victorioso por las junglas de fideicomisos, costes finales, amortizaciones, atrasos y accesorios. A Byrne siempre se le había nublado la vista con estos conceptos —no conseguía distinguir entre una medida de fluctuación del rendimiento y una hipoteca no enteramente amortizable—, al tiempo que se maravillaba de la energía, el brío, de Donna: había llegado a lo más alto a los treinta y pico años, y era una mujer feliz.
Pero, justo unos dieciocho meses antes, Donna había cerrado los canales de comunicación con su marido. El dinero seguía entrando, y ella seguía siendo una madre increíble para Colleen, y muy activa en el vecindario, pero, cuando se trataba de hablar con él, de compartir algo que se pareciera a un sentimiento, un pensamiento, una opinión, parecía estar en otra parte. Parecía una muralla fortificada, con las torretas repletas de munición.
Ni una sola nota. Ni una sola explicación. Ningún motivo racional.
Pero Byrne sabía el motivo. Cuando se casaron, él le había asegurado que tenía ambiciones dentro del Departamento, que iba por buen camino para ser teniente, quizá capitán. Y, más allá, ¿la política? Él la había descartado dentro del Departamento, pero nunca fuera del mismo. Donna siempre se había mostrado escéptica al respecto. Conocía a suficientes policías para saber que los detectives de Homicidios eran unos condenados a cadena perpetua, y que permanecían en la brigada hasta el final.
Y entonces Morris Blanchard fue encontrado balanceándose del extremo de una cuerda de remolque. Donna miró a Byrne aquella noche y, sin hacerle una sola pregunta, supo que nunca cejaría en su empeño por volver a convertirse en lo más granado de aquella brigada. Él era de Homicidios, y eso sería toda su vida.
Unos días después, tramitó el divorcio.
Después de una larga, y lacrimógena, conversación con Colleen, Byrne decidió no oponerse. Bien pensado, había estado regando una planta muerta durante mucho tiempo. Mientras Donna no pusiera a su hija en su contra, y él pudiera verla cuando quisiera, pues ¡adelante!
Aquella noche, mientras los padres de ella se esforzaban por aparentar normalidad, Colleen había participado también en aquella cena de pantomima, enfrascada en un libro de Nora Roberts. A veces, Byrne envidiaba a Colleen su silencio interior, su refugio algodonado frente a la realidad de su infancia.
Donna llevaba dos meses embarazada de Colleen cuando se casó con Byrne por lo civil. Unos días después de las navidades de aquel año, Donna dio a luz. Al ver a Colleen por primera vez, tan rosadita, tan apergaminada y tan desvalida, Byrne se olvidó de repente de toda la parte de su vida anterior a aquel momento. En aquel instante, todo lo demás se había convertido en un mero preámbulo, en un preludio borroso de la obligación que sentía en aquel momento, y supo —lo supo como si se lo hubieran marcado a fuego en el corazón— que nunca nadie se interpondría entre aquella criatura y él. Ni su mujer ni sus compañeros del Cuerpo. ¡Y que Dios pillase confesado al primer irrespetuoso que se atreviera —con los pantalones caídos o la gorra mal puesta— a salir con ella!
También recordó el día que descubrió que Colleen era sorda. Fue el primer Cuatro de Julio de Colleen. Por aquella época vivían en un piso pequeño de tres habitaciones. Acababan de empezar las noticias de las once y se oyó una pequeña detonación, al parecer justo fuera de la pequeña alcoba donde dormía Colleen. Instintivamente Byrne desenfundó su arma reglamentaria y bajó al vestíbulo y al cuarto de Colleen de tres grandes zancadas, mientras el corazón le latía en el pecho con una violencia indescriptible.
Al abrir la puerta, recuperó la tranquilidad al ver a un par de mocosos en la escalera de emergencia lanzando petardos. Ya se las vería con ellos después.
El horror, sin embargo, se apoderó de él en la forma de silencio.
Mientras seguían explotando los petardos, a metro y medio escasamente de donde dormía su hija de seis meses, ésta no reaccionó. No se despertó. Al llegar Donna a la puerta, y hacerse cargo de la situación, rompió a llorar. Byrne la abrazó, consciente de que el camino que tenían por delante acababa de repavimentarse en forma de prueba, y de que el miedo que él sentía en la calle todos los días no era nada comparado con aquello.
Pero, ahora, Byrne envidiaba a menudo la calma interior que reinaba en el mundo de su hija. Ella nunca repararía en el silencio de plata que reinaba en el matrimonio de sus padres, ni en que Kevin y Donna Byrne —en otro tiempo tan apasionados que no podían soltarse las manos un instante— se decían «disculpa» al cruzarse en el estrecho pasillo de la casa, como extraños en un autobús.
Pensó en su guapa y distante ex, en su rosado tono celta, en su misteriosa habilidad para descubrir lo que él estaba pensando de una sola mirada, en su perfecto saber estar en sociedad, en su temple para capear las tormentas. También le había enseñado la gracia de la humildad.
Los Dos estaba tranquilo a esta hora. Byrne había tomado asiento en una sala vacía del primer piso. La mayor parte de las casas de droga eran lugares inmundos, llenos de frascos vacíos de crack, desperdicios de comida rápida, miles de cerillas de cocina gastadas y, muy a menudo, vómito y hasta excrementos. Los fumadores de crack no solían estar suscritos a la revista del Architectural Digest. Los clientes que frecuentaban Los Dos —un consorcio fantasmal de policías y funcionarios que no podían ser vistos moviéndose por los recovecos— pagaban un poco más por el mejor aspecto y ambiente de este local.
Se sentó en el suelo junto a la ventana con las piernas cruzadas, de espaldas al río. Empezó el whisky. Sintió como un cálido abrazo ámbar, que le alivió la migraña que se avecinaba.
Tessa Wells.
Había salido de casa el viernes por la mañana, con un contrato con el mundo en la mano, con la promesa de vivir a salvo, de destacar en el colegio, de salir con las amigas, de reírse con algunos chistes tontos, de llorar con alguna canción de amor tonta. Pero el mundo había incumplido aquel trato. No había alcanzado todavía la mayoría de edad, y ya había salido de la vida.
Colleen acababa de alcanzar la adolescencia. Byrne sabía que, por lo que a la psicología se refería, él estaba probablemente un poco atrasado, que en estos tiempos los «años adolescentes» empezaban alrededor de los once. También era plenamente consciente de que hacía tiempo que había decidido resistir al nuevo estilo de propaganda sexual de Madison Avenue.
Paseó la mirada por la sala.
¿Por qué estaba aquí?
Otra vez la pregunta.
Veinte años en las calles de una de las ciudades más violentas del mundo lo habían marcado casi de manera indeleble. No conocía a un solo detective que no bebiera, que no se hubiera rehabilitado, que no jugara, que no fuera de putas, que no levantara la mano a sus hijos, a su mujer. Con este trabajo iba aparejado el exceso, y si no equilibrabas el exceso de horror con un exceso de pasión por algo —incluida la violencia doméstica—, las válvulas reventaban y gemían hasta que, el día menos pensado, no podías más y te ponías el cañón en el cielo de la boca.
A lo largo de sus años como detective de Homicidios, había estado en docenas de salones, en cientos de autopistas, en miles de descampados: los muertos sin voz parecían estar esperándolo como un gouache, una acuarela de lluvia a una distancia no muy lejana. Una belleza así de desolada. Podía acostarse con la distancia. Era el detalle ti que ensuciaba sus sueños.
Recordó todos los detalles de aquella tórrida mañana de agosto en que lo llamaron a Fairmount Park: el espeso zumbido de las moscas a su alrededor, la manera como las delgadas piernas de Deirdre Pettigrew emergían de los arbustos, sus ensangrentadas braguitas blancas enredadas en un tobillo, la venda en su pierna derecha.
Supo entonces, como había sabido siempre que había visto a un niño asesinado, que tenía que salir a la palestra, sin importarle lo erosionada que estuviera su alma, o lo disminuidos que estuvieran sus instintos. Tenía que hacer frente a la mañana, independientemente de a dónde lo hubieran llevado los demonios durante la noche.
En la primera mitad de su carrera, se había tratado del poder, de la inercia de la justicia, de la precipitación de la captura, de él. Pero, a lo largo del recorrido, el cuadro se había hecho más grande. Ahora se trataba de todas las chicas muertas.
Y, ahora, de Tessa Wells.
Cerró los ojos. Sintió de nuevo el agua helada del río Delaware arremolinarse a su alrededor, la respiración salirle violentamente del pecho.
Por debajo, discurrían los barcos cañoneros de las mafias. Los bajos del hip-hop hacían temblar el suelo, las ventanas, las paredes, emanando de las calles de la ciudad cual vapor de acero.
Estaba llegando la hora del degenerado. Pronto estaría caminando entre ellos.
Los monstruos estaban saliendo sigilosamente fuera de sus guaridas.
Y, mientras Kevin Francis Byrne seguía sentado en un lugar en el que los hombres trocaban su dignidad por unos momentos de silencio entumecido, en el que los animales caminaban erectos, recordó que un nuevo monstruo se había despertado en Filadelfia, un tenebroso serafín de muerte que lo obligaría a hollar unos derroteros aún no cartografiados, una profundidad a la que sólo aspiran individuos como Gideon Pratt.