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Lunes, 07:55 horas

La Brigada de Homicidios del Departamento de Policía de Filadelfia se hallaba alojada en la primera planta del edificio de la Jefatura de Policía, sito en las calles Ocho y Race. Se llamaba también la Casa Redonda por la forma circular de su estructura de tres plantas. Incluso los ascensores eran redondos. Los delincuentes gustaban de señalar que, desde el aire, el edificio parecía un par de esposas. Cuando en algún lugar del condado de Filadelfia se producía alguna muerte sospechosa, el teléfono sonaba aquí.

De los sesenta y cinco detectives de la brigada, sólo un puñado eran mujeres, una estadística que los altos mandos estaban deseando cambiar.

Todo el mundo sabía estos días que, en un departamento tan políticamente sensible como la Jefatura de Policía de Filadelfia, no era necesariamente Menganito o Menganita quien ascendía sino más bien una estadística, y que era el jefe de algún departamento de Demografía quien daba el visto bueno definitivo.

Jessica sabía todo esto. Pero también sabía que su hoja de servicios era excepcional y que se había ganado un hueco en la Brigada de Homicidios por méritos propios, si bien era cierto que aterrizaba aquí con bastantes años de adelanto sobre los aproximadamente diez reglamentarios. Era licenciada en justicia criminal y había sido una oficial uniformada más que competente, haciéndose acreedora de dos menciones especiales. Si tenía que cargarse unas cuantas cabezas de la vieja guardia dentro de la brigada, pues muy bien. Estaba preparada. Nunca había reculado ante ningún combate, y no iba a hacerlo ahora.

Uno de los tres directores de la Brigada de Homicidios era el sargento Dwight Buchanan. Si los detectives de Homicidios hablaban por los muertos, «Ike» Buchanan hablaba por quienes hablaban por los muertos.

Cuando Jessica entró en la sala común, Ike Buchanan reparó en ella y le hizo señal para que se acercara. Como el cambio de turno tenía lugar a las ocho, a esa hora la sala estaba abarrotada. La mayor parte del turno anterior estaba aún de servicio —algo que no era infrecuente—, lo que convertía el atestado espacio semicircular en una colmena humana. Jessica asentía con la cabeza a los detectives sentados a sus mesas, todos ellos hombres hablando por teléfono, que le devolvían el saludo con movimientos de cabeza fríos y maquinales.

Ella no estaba aún en el club.

—Adelante, entre —le invitó Buchanan, ofreciéndole la mano.

Jessica le estrechó la mano y lo siguió: no se le escapó que cojeaba ligeramente. Ike Buchanan había recibido un tiro durante las guerras entre pandillas en Filadelfia a finales de los setenta y, según se decía, había tenido que superar media docena de operaciones y un año de dolorosa rehabilitación para poder volver al servicio vestido de azul. Era uno de los últimos hombres de hierro. Ella lo había visto con bastón unas cuantas veces; pero hoy, no. El orgullo y las agallas eran algo más que mero lujo en este recinto. A veces eran el aglutinante que mantenía unida a toda la cadena de mando.

Rondando ya los sesenta, Ike Buchanan era un tipo mimbreño y fuerte como la tralla; tenía el pelo color blanco nieve y unas cejas muy pobladas, también blancas. Su roja cara estaba picada por casi seis décadas de inviernos filadelfianos, y, si era cierta la leyenda, por haber abusado de la bebida.

Jessica entró en el pequeño despacho y tomó asiento.

—Vamos a repasar algunos particulares. —Buchanan dejó la puerta medio abierta y se dirigió a la mesa a sentarse. Jessica reparó en su esfuerzo por ocultar la cojera. Por muchas condecoraciones que tuviera como policía, seguía siendo un hombre.

—Muy bien, mi sargento.

—¿Infancia?

—Me crié en el sur de Filadelfia —empezó Jessica, consciente de que Buchanan lo sabía de sobra, de que se trataba de una pura formalidad—. Calles Seis y Santa Catalina.

—¿Estudios?

—Fui a la escuela de San Pablo. Luego a la N.A. Me matriculé después en la universidad de Temple.

—¿Se licenció en Temple en tres años?

En tres y medio, corrigió Jessica para sus adentros. Pero ¿quién se va a molestar en contar?

—Sí, mi sargento. En Criminología.

—Impresionante.

—Gracias, mi sargento. Hubo mucho…

—¿Trabajó en la comisaría del distrito Tres? —preguntó.

—Sí.

—¿Le gustó trabajar para Danny O’Brien?

¿Qué se suponía que tenía que contestar, que era un gilipollas dictador, misógino y débil mental?

—El sargento O’Brien es un buen oficial. Aprendí mucho de él.

—Danny O’Brien es un cavernícola —precisó Buchanan.

—Es una opinión muy respetable, mi sargento —comentó Jessica, esforzándose al máximo por guardarse la sonrisa para sus adentros.

—Bien, y ahora dígame: ¿Por qué está usted realmente aquí?

—No estoy segura de lo que quiere decir —contestó para ganar tiempo.

—Llevo treinta y siete años de policía. Aunque me cueste creerlo, es cierto. He visto a un montón de gente buena, y a un montón de gente mala. A ambos lados de la ley. Hubo una época en la que yo fui como usted: dispuesto a comerme el mundo, a castigar a los culpables, a vengar a los inocentes. —Buchanan se volvió para mirarla de frente—. ¿Por qué está usted aquí?

Tranqui, Jess, pensó. Te está pasando una patata caliente.

—Estoy aquí porque…, porque pienso que puedo hacer algo especial.

Buchanan la miró fijamente unos instantes. Imposible de interpretar.

—Yo pensaba lo mismo cuando tenía su edad.

Jessica no estaba del todo segura de si estaba siendo paternalista o no con ella. De repente, le salió su vena italiana. La vena de los filadelfianos del sur.

—Me permite una pregunta, mi sargento, ¿y consiguió usted hacer algo especial?

Buchanan sonrió. Eso era una buena señal para Jessica.

—No me he jubilado todavía.

Bien contestado, pensó Jessica.

—¿Cómo está su padre? —inquirió, cambiando de asunto sobre la marcha—. ¿Está disfrutando su jubilación?

La verdad era que estaba más aburrido que un pez. La última vez que Jessica se había pasado por su casa lo vio junto a la puerta corredera de cristal, con la mirada perdida en su pequeño patio trasero y con un paquete de semillas de tomate Roma en la mano.

—Bastante, mi sargento.

—Es un buen hombre. Fue un policía excelente.

—Le contaré lo que me ha dicho. Se sentirá muy complacido.

—El hecho de que Peter Giovanni sea su padre no le va a ayudar ni a perjudicar en nada. Si alguna vez interfiere este hecho en su carrera, venga a verme.

Puede esperar sentado, amigo.

—Por supuesto. Se lo agradezco.

Buchanan se levantó, se inclinó hacia delante y la atravesó con su mirada.

—Este trabajo ha roto un montón de corazones, detective. Espero que no sea también su caso.

—Gracias, mi sargento.

Buchanan miró por encima del hombro de Jessica, hacia la sala común.

—Hablando de corazones rotos…

Jessica siguió su mirada hasta el hombretón que estaba sentado a la mesa de asignación de tareas, leyendo un fax. Se pusieron de pie y salieron del despacho.

Al acercarse al hombretón, Jessica le tomó las medidas a ojo. Unos cuarenta y pico, uno ochenta y tres aproximadamente, más de cien kilos. Pelo castaño claro, ojos verde oliva, manos inmensas y una amplia y reluciente cicatriz encima del ojo derecho. Aunque no hubiera sabido que era de Homicidios, lo habría adivinado. Reunía todos los requisitos: buen traje, corbata barata, zapatos sin cepillar desde su salida de fábrica, más el trío de perfumes de rigor: tabaco, caramelo de menta y un ligero vestigio de Aramis.

—¿Cómo está el pequeñín? —preguntó Buchanan al hombre.

—Diez dedos en las manos y otros diez en los pies —fue su respuesta.

Jessica conocía el código. Buchanan le había preguntado por un caso abierto. La respuesta del detective había sido: todo bien.

—Riff Raff —le dijo Buchanan—. Te presento a tu nueva compañera.

—Jessica Balzano —se presentó ella alargando la mano.

—Kevin Byrne —contestó él—. Encantado de conocerte.

Aquel nombre retrotrajo inmediatamente a Jessica a un año o dos atrás. El caso Morris Blanchard. Todos los polis de Filadelfia habían seguido de cerca el caso. La imagen de Byrne había aparecido reproducida en toda la ciudad, y en cada noticiario, periódico y folleto local. A Jessica le sorprendió el no haberlo reconocido. A primera vista, le había parecido cinco años mayor que el hombre que recordaba.

En aquel momento, sonó el teléfono de Buchanan, el cual se excusó.

—Lo mismo digo —contestó ella. Y, arqueando las cejas—: ¿Riff Raff?

—Una vieja historia. Ya tendremos ocasión de comentarla. Se estrecharon la mano mientras Byrne registraba su nombre. —Tú eres la mujer de Balzano, ¿no?

Qué barbaridad, pensó Jessica. Casi siete mil policías en el cuerpo, y los podrías meter a todos en una cabina telefónica. Y aplicó un poco más de presión a su apretón.

—Sólo nominalmente —precisó.

Kevin Byrne captó el mensaje. Hizo una mueca de desagrado y sonrió.

—Pillao.

Antes de soltarle la mano, Byrne le sostuvo la mirada unos segundos como sólo saben hacerlo los policías veteranos, Jessica conocía todo el cotarro. Conocía el club, la constitución territorial de una brigada, la manera como los polis hacían piña. Cuando la destinaron a Tráfico, tuvo que demostrar su valía día a día. Pero, un año después, ya podía codearse con los mejores policías motorizados. Y, dos años más tarde, sabía dar una vuelta en J en cinco centímetros de hielo, poner a punto en medio de la oscuridad un Ford Shelby GT y leer el número de identificación de un vehículo a través de un paquete de tabaco aplastado en el salpicadero de un coche cerrado con llave.

Al captar la mirada de Kevin Byrne y devolvérsela tal cual, algo ocurrió. Ella no supo con certeza si aquello era bueno, pero a él le permitió saber que no era una novata, un partido fácil, una pardilla inexperimentada que había llegado hasta allí por el hecho de ser mujer.

Retiraron sendas manos al sonar el teléfono en la mesa. Byrne lo cogió y tomó unas notas.

—Estamos en la rueda —le hizo saber Byrne. La rueda era la lista de asignaciones para los detectives que actuaban en la calle. Jessica sintió que le daba un vuelco el corazón. ¿Cuánto tiempo llevaba en el trabajo, catorce minutos? ¿Es que no había un período de gracia?— Una joven muerta en un barrio de mala muerte —agregó.

Al parecer, no.

Byrne lanzó a Jessica una mirada mitad sonrisa mitad desafío, para acabar diciendo:

—Bienvenida a Homicidios.

—¿Cómo es que conoces a Vincent? —preguntó Jessica.

Llevaban en silencio varias manzanas después de salir de las dependencias. Byrne iba al volante del Ford Taurus, el coche que llevaban casi todos los policías. Era el mismo silencio violento que se produce en una cita a ciegas, y lo cierto es que la situación lo parecía en muchos aspectos.

—Hace un año le echamos el guante a un camello en el barrio de Fishtown. Hacía mucho tiempo que andábamos detrás de él. Le teníamos unas ganas enormes por la muerte de uno de nuestros instructores. Un verdadero cabrón. Llevaba un hacha pequeña en el cinturón.

—Encantador.

Vaya que sí. En fin, era nuestro caso; pero Narcóticos le tendió una trampa al cabrón haciéndole creer que le iba a comprar droga. Cuando llega la hora de entrar en la casa, hacia las cinco de la mañana, hay seis de nosotros, cuatro de Homicidios y dos de Narcóticos. Salimos de la furgoneta, comprobamos los revólveres, nos ajustamos los chalecos y salimos lanzados hacia la puerta. Ya conoces el percal. De repente, vemos que Vincent no está. Miramos a todas partes, detrás y debajo de la furgoneta. Nada. Reina un silencio sepulcral. Luego, de pronto, oímos: ¡Al suelo… al suelo… las manos a la espalda, hijo de la gran puta!, desde dentro de la casa. Resulta que Vincent había entrado en la casa y había cogido por el pescuezo al pájaro antes de que ninguno de nosotros empezara siquiera a moverse.

—Muy típico de Vince —asintió Jessica.

—¿Cuántas veces ha visto Serpico? —preguntó Byrne.

—Digámoslo de esta manera —contestó Jessica—. Lo tenemos en DVD y en vídeo.

Byrne se rió.

—Es único en su género.

—De un género muy particular.

Los minutos siguientes hablaron de «a quién conoces, a qué escuela fuiste, a quién has trincado». Tras lo cual volvieron al tema familia.

—¿Es cierto que Vincent estuvo en el seminario hace tiempo? —quiso saber Byrne.

—Unos diez minutos —contestó Jessica—. Ya sabes cómo funcionan las cosas en esta ciudad. Si eres varón e italiano, tienes tres opciones. El seminario, el cuerpo o la construcción. El tiene tres hermanos, y los tres trabajan en la construcción.

—Y si eres irlandés, vas para fontanero.

—Ahí quiero ir a parar —convino Jessica—. Aunque Vincent quiso dárselas de pandillero del sur de Filadelfia, tenía una licenciatura por la universidad de Temple y una diplomatura en Historia del Arte. En su librería, junto al tocho de Drogas en la sociedad y Legislación antidroga, figuraba un ejemplar manoseado de la Historia del arte de H.W. Janson. No era todo Ray Liotta ni un malocchio chapado en oro.

—¿Y qué pasó entonces con la vocación de Vince?

—Tú lo conoces. ¿Crees que estaba hecho para llevar una vida de disciplina y obediencia?

Byrne se rió.

—Por no hablar del celibato.

Pero te jodes, que no voy a contar nada, se dijo Jessica para sus adentros.

—Así que estáis divorciados, ¿no? —preguntó Byrne.

—Separados —puntualizó Jessica—. ¿Y tú?

—Divorciado.

Entre los polis era el pan nuestro de cada día. Si no estabas divorciado, poco te faltaba. Jessica podía contar los polis felizmente casados con los dedos de una mano, y aún le sobraba el anular.

—¡Demasiado! —exclamó Byrne.

—¿Qué?

—Estaba tratando de imaginar… a dos personas del cuerpo bajo un mismo techo. Demasiado.

Jessica había conocido desde el principio los retos de un matrimonio con dos placas —los egos, los horarios, las presiones, el peligro—, pero el amor tiene una manera de oscurecer la verdad que conoces y de modelar la verdad que buscas.

—¿Te ha soltado Buchanan el rollo de por qué estás aquí? —quiso saber Byrne.

Jessica sintió cierto alivio por no ser sólo ella.

—Sí.

—Y le has contestado que estás aquí porque quieres hacer algo distinto, ¿no?

No le estaría poniendo alguna trampa, ¿no?, se preguntó Jessica. No me jodas, tío. Le lanzó una mirada con sesgo, dispuesta a enseñarle unas cuantas uñas. Pero, como lo vio sonreír, desistió.

—¿Qué, me estás haciendo la ficha?

—No, estoy intentando alcanzar la verdad.

—¿Qué es la verdad?

—El verdadero motivo por el que nos hacemos policías.

—¿Y cuál es?

—El trío de ases —respondió Byrne—. Comer gratis, conducir sin respetar el límite de velocidad y poder zurrar a ciertos hijos de puta con perfecta impunidad.

Jessica se rió. Nunca lo había oído formulado de esta manera tan poética.

—Bueno, digamos entonces que no le he dicho la verdad.

—¿Qué le has dicho?

—Le he preguntado si él creía haber hecho algo distinto.

—Oh, qué fuerte —exclamó Byrne—. Eso sí que es fuerte.

—¿Qué?

—¿Le has dado a Ike en todos los morros el primer día?

Jessica se quedó pensando. Le parecía que sí.

—Me parece que sí.

Byrne se rió y encendió un cigarro.

—Nos vamos a llevar bien.

La manzana 1500 de la calle Ocho Norte, junto a Jefferson, era una zona desangelada de aparcamientos invadidos por la vegetación e hileras de casas en ruina: porches derruidos, peldaños cuarteados, techos caídos. En la línea del tejado, las cornisas describían unas ondulaciones de pino blanco humedecido, con los dentículos podridos cual fruncimientos desdentados.

Los luminosos de dos coches patrulla relampagueaban delante de la casa donde se había cometido el crimen, hacia la mitad de la manzana. Un par de policías uniformados montaban la guardia en la escalera, con sendos pitillos escondidos en la mano, listos a lanzarlos de un capirotazo y a cuadrarse en cuanto llegara un mando de rango superior.

Estaba empezando a llover, suavemente. Por el oeste, unas pesadas nubes violeta amenazaban tormenta.

Al otro lado de la calle, un trío de chavales negros con los ojos muy abiertos saltaban de un pie al otro nerviosos, excitados, como si tuvieran necesidad de hacer pis, mientras sus abuelas andaban cerca de ellos parloteando y fumando, sacudiendo de vez en cuando la cabeza ante tamaña atrocidad, una más. Para los chavales, empero, aquello no parecía una tragedia. Era una versión en vivo de la serie televisiva Policías, con una dosis añadida de En la escena del crimen para darle un poco más de dramatismo.

Por detrás merodeaban un par de adolescentes hispanos, con idénticas sudaderas RocaWear con capucha, bigotitos y botas Timberland inmaculadas, con los cordones sin atar. Estaban observando la escena sin demasiado interés —una más a añadir al lote de la noche—. Estaban lo suficientemente cerca de la representación para poder observar, pero lo suficientemente lejos para difuminarse y desaparecer por el telón de fondo si les parecía que podían ser interrogados.

¡Qué me cuentas, tío! Yo estaba durmiendo.

¿Disparos? Nada de nada, tío. Yo tenía los auriculares puestos a tope.

Como muchas de las casas de la calle, ésta tenía madera contrachapada tapando la entrada y las ventanas, un intento del ayuntamiento por cerrar el paso a drogadictos y carroñeros. Jessica sacó su cuaderno, consultó el reloj y anotó la hora. Se bajaron del Taurus, se acercaron a uno de los policías uniformados y enseñaron la placa justo en el momento en el que Buchanan hacía también su aparición. Siempre que había un homicidio y había dos jefes de servicio, uno acudía al escenario del crimen y el otro se quedaba en la Casa Redonda para coordinar la investigación. No obstante, aunque Buchanan era el oficial de mayor graduación, era Kevin Byrne quien llevaba el caso.

—¿Qué tenemos esta bonita mañana de Filadelfia? —preguntó Byrne con nítido acento dublinés.

—Una adolescente muerta en el sótano —le contestó una agente negra de unos treinta años. Agente J. Davis.

—¿Quién la encontró? —siguió preguntando Byrne.

—El señor DeJohn Withers —contestó mientras señalaba a un negro desgreñado, a todas luces un vagabundo, que esperaba junto al bordillo de la acera.

—¿Cuándo?

—Esta misma mañana. El señor Withers no está muy seguro del momento exacto.

—Sin duda se olvidó de anotarlo en su agenda electrónica.

La agente Davis sonrió levemente.

—¿Ha tocado algo? —siguió preguntando Byrne.

—Dice que no —respondió Davis—. Pero estaba rebuscando entre la chatarra en busca de cobre, así que quién sabe.

—¿Llamó por teléfono?

—No —respondió Davis—. Probablemente no tenía cambio. —Otra sonrisa de complicidad—. Nos hizo una señal para que paráramos, y llamamos por radio.

—Reténganlo.

Byrne echó un vistazo a la puerta de entrada. Estaba precintada.

—¿Cuál es la casa?

La agente Davis señaló a la que estaba a la derecha.

—¿Y cómo hacemos para entrar?

La agente Davis señaló a la de la izquierda. Habían descerrajado la puerta.

—Hay que pasar por ahí.

Byrne y Jessica atravesaron la casa adosada situada al norte del lugar del crimen, un inmueble abandonado y desvalijado desde hacía tiempo. Las paredes de yeso estaban cubiertas de pintadas hechas a lo largo de muchos años y tenían numerosos desconchones. Jessica notó que no había un solo objeto que pudiera darles una ligera pista. Las placas de los interruptores y los enchufes y cualquier elemento fijo —cables o rodapié—, todo había desaparecido desde hacía tiempo.

—Tenemos un grave problema de feng shui —observó Byrne.

Jessica sonrió, pero con cierto nerviosismo. Su principal preocupación en aquel momento era no caerse al sótano a través de las vigas podridas.

Atravesaron una valla de tela metálica y siguieron avanzando hasta la parte trasera de la casa donde se había perpetrado el crimen. El diminuto patio, que daba a un callejón que discurría por detrás del bloque de casas, estaba atestado de cacharros y neumáticos viejos, todo ello invadido por vegetación de varias estaciones del año. En la parte posterior de la propiedad, junto a la valla, una pequeña perrera montaba la guardia sobre nada; la tierra había engullido parcialmente una cadena oxidada, y un plato de plástico rebosaba agua insalubre.

Un agente uniformado salió a su encuentro por la puerta de atrás.

—¿Ha despejado la casa? —preguntó Byrne. La palabra casa era un tanto imprecisa. Al menos un tercio del muro posterior de la estructura había desaparecido.

—Sí, señor —contestó. En su tarjeta de identificación se podía leer R. Van Dyck. Tendría unos treinta y pico años, era rubio vikingo, rechoncho y con mucho músculo. El tejido de su abrigo apenas aguantaba la presión de sus brazos.

Pasaron su información a este oficial, que estaba anotando los detalles del lugar del crimen. Atravesaron la puerta trasera y, mientras bajaban por las estrechas escaleras al sótano, el hedor fue lo primero que les salió al encuentro. Varios años de moho y podredumbre se añadían a los olores de subproductos humanos —orina, heces, sudor—. Abajo, la sordidez hacía pensar en una tumba abierta.

El sótano era largo y estrecho, según el trazado de la vivienda de arriba, tal vez cinco por ocho metros, con tres pilares como soporte. Jessica enfocó con su linterna y distinguió varias planchas de pladur medio podridas, condones usados, botellas rotas y un colchón despanzurrado. Toda una pesadilla para un forense. En aquella mugre húmeda habría probablemente mil huellas de pie pegajosas, por no decir dos mil; pero ninguna, a primera vista, suficientemente nítida para ofrecer una impronta servible.

En medio de todo esto había una bella joven muerta.

Se hallaba sentada en el suelo, en el centro de la habitación, con los brazos alrededor de uno de los pilares, las piernas abiertas. Parecía como si, en determinado momento, un inquilino anterior hubiera tratado de convertir estas pilastras en columnas romanas de estilo dórico mediante un material parecido al poliestireno extruido. Aunque las pilastras tenían capitel y base, la única entabladura era un hierro en I en la parte alta, y el único friso una vívida representación de consignas y obscenidades pandilleras pintadas con spray a lo largo de las paredes. En una de ellas se podía ver un mural, descolorido desde hacía tiempo, de las que se suponía que eran las Siete Colinas de Roma.

La joven era blanca, de unos dieciséis o diecisiete años. El pelo, rubio rojizo, lo tenía suelto, cortado justo por encima de los hombros. Llevaba falda escocesa, calcetines granates y una blusa blanca debajo de un chaleco granate en V con un lema escolar. En el centro de la frente tenía grabada una cruz con un material oscuro, calcáreo.

A primera vista, Jessica no pudo ver una causa inmediata de su muerte, ni herida alguna por arma blanca o revólver. Aunque la cabeza de la chica pendía a la derecha, Jessica podía distinguir casi toda la parte delantera del cuello, y no parecía que hubiera sido estrangulada.

Y luego estaban las manos.

A un metro y medio de distancia, parecía como si las manos estuvieran juntas, en postura de oración, pero la realidad era mucho más tétrica. Jessica tuvo que mirar dos veces para asegurarse de que sus ojos no le estaban gastando una broma.

Miró a Byrne. Éste había reparado en las manos de la chica en el mismo momento. Sus ojos se encontraron y compartieron en silencio la convicción de que no se trataba de una muerte corriente provocada por un acceso de ira ni por ningún otro móvil de índole pasional. También compartieron la persuasión de que por el momento era mejor no especular. La horrible certeza de lo que habían hecho a las manos de esta joven debía esperar al peritaje médico.

La presencia de aquella chica en medio de tanta fealdad era un atentado a la congruencia, un auténtico puñetazo a la vista, pensó Jessica; una rosa delicada que hubiera crecido en medio de un bloque de cemento viejo. La débil claridad del día, que pugnaba por abrirse paso por los ventanucos en forma de tolva, hacía reverberar las mechas de su pelo y las bañaba con un tenue resplandor sepulcral.

Lo único que estaba claro era que la joven había sido obligada a adoptar una postura, algo que daba muy mala espina. En el noventa y nueve por ciento de los homicidios, el asesino suele salir pitando del lugar del crimen, lo que generalmente ayuda mucho a los detectives. El concepto de «con sólo ver sangre» —un individuo al que se le cruzan los cables al ver sangre y que por tanto deja tras sí todas las huellas necesarias para inculparlo, científicamente hablando— solía surtir efecto. Pero quien se toma tiempo para conseguir que un cadáver adopte una postura determinada está haciendo una declaración de principios, está ofreciendo un enunciado silencioso y arrogante a la policía que va a investigar el crimen.

Llegaron un par de oficiales de la policía científica, y Byrne los saludó al pie de las escaleras. Unos momentos después, llegaba con sus aparejos fotográficos Torn Weyrich, un veterano del departamento de exámenes médicos. Siempre que moría una persona en circunstancias violentas o misteriosas, o se creía que podría necesitarse el testimonio de un patólogo en la sala del juicio, las fotos que documentaban la naturaleza y el alcance de las heridas o lesiones externas constituían una parte importante de la investigación. La oficina del médico forense tenía su propio fotógrafo en plantilla, que se encargaba de tomar fotos in situ, siempre que era indicado, en casos de homicidio, suicidio o accidente con resultado de muerte. Estaba permanentemente de guardia, listo para desplazarse a cualquier lugar de la ciudad y a cualquier hora del día o de la noche.

El doctor Thomas Weyrich rondaba los cincuenta; era un hombre meticuloso en todos los aspectos de la vida, incluida la raya de sus Dockers color canela y su barba blanquinegra perfectamente afeitada. Se cubrió con bolsas los zapatos, se enfiló los guantes y se acercó con cuidado a donde se hallaba la joven muerta.

Mientras Weyrich hacía el examen preliminar, Jessica permaneció como en suspenso junto a una de las paredes húmedas. Siempre había creído que el observar a personas competentes haciendo su trabajo podía reportar más información que cualquier libro de texto. Por otra parte, esperaba que su conducta no fuera considerada como un desistimiento. Byrne aprovechó para volver arriba a intercambiar unos datos con Buchanan y averiguar por dónde habían entrado la víctima y su asesino o asesinos y para dirigir otras operaciones de campo.

Jessica hizo un estudio de la situación, tratando de aplicar lo que había aprendido. ¿Quien era esta chica?, ¿qué le había ocurrido?, ¿cómo había llegado hasta aquí?, ¿quién había hecho esto?, y ¿cuál había sido el móvil, por qué?

Quince minutos después, Weyrich dio el «alta» al cadáver, lo que significaba que los detectives podían ya aproximarse para iniciar su investigación.

Kevin Byrne volvió. Jessica y Weyrich salieron a su encuentro al pie de las escaleras. Kevin preguntó:

—¿Tiene ya una hora aproximada?

—No con precisión aún. Creo que fue hacia las cuatro o cinco de esta mañana —calculó Weyrich mientras se retiraba los guantes de goma.

Byrne consultó su reloj. Jessica tomó un apunte.

—¿Cuál puede ser la causa? —inquirió Byrne.

—Parece tener el cuello roto. Hasta que no la tenga sobre la mesa no lo sabré con exactitud.

—¿La mataron aquí?

—Imposible saberlo en este punto de la investigación. Pero algo me dice que sí.

—¿Qué me dice de las manos? —volvió a preguntar Byrne.

La mirada de Weyrich se tornó lúgubre. Se palpó el bolsillo de la camisa; Jessica divisó el esbozo de un paquete de Marlboro. Por supuesto, no iba a fumar en el lugar de un crimen, pero por el gesto Jessica supo que se iba a fumar un cigarrillo con toda seguridad.

—Parece un tornillo y una tuerca —contestó.

—¿La han atornillado post mortem? —preguntó Jessica, esperando que la respuesta fuera sí.

—Yo diría que sí —afirmó Weyrich—. Muy poca sangre. Me ocuparé de este asunto esta tarde. Para entonces sabré más al respecto.

Weyrich los miró, pero no fue objeto de más preguntas por el momento. Mientras subía los escalones, sacó su pitillo y lo encendió en el momento justo de alcanzar el último peldaño.

El silencio se apoderó de la estancia durante unos instantes. A menudo ocurre que, en el lugar de un crimen, cuando la víctima es un gánster abatido por el miembro de una banda rival, o un tipo duro que está tumbado detrás de la barra de un bar por otro tipo duro, el ambiente que se respira entre los profesionales enviados a comprobar, investigar, examinar y hacer limpieza después de la carnicería suele ser de animada cortesía, y a veces incluso de moderada guasa. Reina el humor negro, y se cuenta algún chiste subido de tono. Pero no en esta ocasión. Todos los que habían acudido a este lugar húmedo y espantoso estaban operando con una determinación tétrica, un propósito común que decía a gritos: aquí hay algo que rechina.

Fue Byrne quien rompió el silencio. Extendió las manos, con las palmas hacia arriba.

—¿Lista para hacer un estudio de identificación, detective Balzano?

Jessica respiró hondo, tratando de concentrarse.

—O.K. —contestó, esperando que su voz no parecía tan trémula como se sentía a sí misma. Llevaba varios meses espetando este momento, pero ahora que había llegado se sentía falta de preparación. Se colocó un par de guantes de látex y se acercó con cuidado al cadáver de la chica.

Por supuesto, durante sus años en la Brigada de Tráfico había visto un buen número de cadáveres. En cierta ocasión, un día con treinta y cinco grados de temperatura, había tenido que cuidar de un cadáver en el asiento trasero de un Lexus robado mientras circulaba por la Schuylkill Expressway, esforzándose por no mirar el cadáver, que parecía hincharse cada minuto que pasaba.

En todos estos casos, ella sabía que la investigación corría a cargo de otros compañeros.

Ahora le tocaba el turno a ella.

Alguien le estaba pidiendo ayuda.

Delante de ella estaba la joven sin vida cuyas manos estaban atornilladas en una plegaria eterna. Jessica sabía que, en esta fase, el cadáver de la víctima podía ofrecer muchas pistas. Ya nunca volvería a estar tan cerca del asesino: de su método, su patología, su manera de pensar. Jessica abrió los ojos de par en par, puso todos los sentidos en estado de máxima alerta.

En las manos de la chica había un rosario. En el catolicismo, el rosario es una serie de cuentas ensartadas en forma de círculo, con un crucifijo colgando, y generalmente consta de cinco series de cuentas llamadas décadas, cada una de ellas compuesta a su vez de una cuenta grande y diez más pequeñas. En las cuentas grandes se reza el padrenuestro; en las más pequeñas, el avemaría.

Al acercarse un poco más, vio que el rosario estaba hecho de cuentas negras de madera tallada en forma ovalada, con un centro que parecía ser una imagen de la Virgen de Lourdes. El rosario estaba enrollado en los nudillos de la joven. Parecía un rosario corriente, sin nada de particular; pero, al acercarse otro poco, Jessica notó que le faltaban dos de las cinco décadas.

Jessica examinó con cuidado las manos de la joven. Tenía las uñas cortas y limpias, sin signo alguno de pelea, de rotura ni de sangre. No parecía que hubiera ninguna sustancia debajo de las uñas, aunque le iban a analizar las manos de todos modos en busca de huellas. El tornillo que le traspasaba las manos —de acero galvanizado— le entraba y salía por el centro de las palmas. Parecía nuevo, y medía unos diez centímetros de largo.

Jessica miró de cerca la marca que tenía la chica en la frente. Era una mancha azul cruciforme parecida a la formada por las cenizas del Miércoles de Ceniza. Aunque Jessica distaba mucho de ser una católica devota, sabía y observaba las principales festividades del catolicismo. Hacía casi seis semanas del Miércoles de Ceniza, y esta marca era reciente. Parecía hecha con una sustancia calcárea.

Por último, Jessica comprobó la etiqueta trasera del jersey de la joven. En los establecimientos de limpieza en seco, a menudo dejaban una etiqueta con todo o parte del nombre del cliente. No era éste el caso.

Se incorporó temblando un poco pero segura de haber realizado un examen competente. Sobre todo teniendo en cuenta que había sido a simple vista.

—¿Alguna marca de identidad? —Byrne estaba junto a la pared, avizorando, observando, absorbiendo con sus ojos avispados.

—No —contestó Jessica.

Byrne hizo una mueca. La no identificación de la víctima en el lugar del crimen suponía siempre un plus de horas, a veces incluso de días, de investigación. Un tiempo precioso que no se podía recuperar.

Jessica se alejó del cadáver mientras los agentes de la policía científica comenzaban su ceremonia. Se pondrían su mono de Tyvek y harían una retícula del espacio, tomando fotos detalladas de la escena, amén de un vídeo. En este caso, se trataba de un lugar infrahumano. Probablemente había aquí huellas dactilares de todo desgraciado de Filadelfia Norte. El equipo de la policía científica pasaría aquí todo el día. Y probablemente parte de la noche.

Jessica se dirigió hacia las escaleras, pero Byrne se quedó rezagado. Lo esperó en lo alto de las escaleras, primero para asegurarse de que no le iba a pedir nada más y en segundo lugar porque no quería tener que dirigir la investigación ella sola arriba, en la calle, delante de la casa.

Poco después, bajó unos peldaños y miró al sótano. Kevin Byrne estaba junto al cadáver de la joven, con la cabeza gacha y los ojos cerrados; se tocó con el dedo la cicatriz que tenía encima de su ojo derecho y luego bajó las manos hasta la cintura con los dedos juntos.

Unos momentos después, abrió los ojos, hizo la señal de la cruz y se encaminó hacia las escaleras.

En la calle se había congregado más gente, atraída por la luz estroboscópica de la policía, cual polillas atraídas por la luz de una bombilla. Aunque la brigada criminal venía a menudo a esta parte del norte de Filadelfia, nunca dejaba de encandilar a sus residentes.

Después de dejar la escena del crimen, Byrne y Jessica se acercaron al hombre que había encontrado el cadáver. Aunque el cielo estaba cubierto, Jessica absorbió la luz del día como una persona sedienta, contenta de hallarse fuera de aquella tumba fría y húmeda.

DeJohn Withers podía tener lo mismo cuarenta que sesenta años; imposible decirlo con precisión. No tenía ningún diente en la parte baja, y sólo unos pocos en la alta. Llevaba cinco o seis camisas de franela y unos pantalones de mezclilla sucios, y ambos bolsillos iban repletos de objetos misteriosos conseguidos en las calles.

—¿Cuánto tiempo tengo que estar aquí? —preguntó Withers.

—Qué, le esperan unos compromisos de máxima urgencia, ¿no?

—Yo no tengo nada que hablar con ustedes. Ya he hecho lo que tenía que hacer, he cumplido con mi deber cívico y ahora me tratan como un delincuente.

—¿Es ésta su casa, señor? —preguntó Byrne, apuntando hacia la escena del crimen.

—No —contestó Withers—. Ésta no es.

—Entonces se le acusa de allanamiento de morada.

—Yo no he allanado nada.

—Pero ha entrado en una casa ajena, ¿no?

Withers permaneció un momento en silencio, como tratando de dilucidar los conceptos de allanamiento y de morada, que a él le parecían en cierto modo inseparables.

—Bueno, estoy dispuesto a olvidar este delito grave si me contesta a unas preguntas —le dijo Byrne.

Withers se miró los zapatos, dándose por vencido. Jessica notó que tenía una deportiva negra rota en el pie izquierdo y una Air Nike en el derecho.

—¿Cuándo la encontró? —preguntó Byrne.

Withers torció el gesto. Se remangó su multitud de camisas, revelando unos brazos finos, llenos de costras.

—¿Me cree un cronómetro o qué?

—¿Había luz fuera, o estaba oscuro?

—Luz

—¿La tocó?

—¿Quéee? —protestó Withers, profundamente escandalizado. Yo no soy uno de esos pervertidos que andan por ahí sueltos, oiga.

—Limítese a contestar a la pregunta, señor Withers.

Withers se cruzó de brazos y marcó una pausa.

—No. No la toqué.

—¿Había alguien con usted cuando la encontró?

—No.

—¿Vio a alguna otra persona por aquí?

Withers se rió, y a Jessica le llegó un rebufo de su aliento. Si mezclabas mayonesa podrida y ensalada de huevo de una semana, y luego mezclabas todo con una vinagreta más ligera, habría olido y sabido mucho mejor.

—¿Quién se va a meter ahí?

Era una buena contestación.

—¿Dónde vive usted? —siguió preguntando Byrne.

—En estos momentos paro en el Four Seasons —contestó Withers.

Byrne reprimió una sonrisa. Mantenía el bolígrafo a tres centímetros del papel.

—Me alojo en casa de mi hermano —corrigió Withers—. Cuando tienen sitio.

—Puede que tengamos que volver a entrevistarle.

—Lo sé, lo sé. No salir de la ciudad, y todo eso.

—Se lo agradeceremos.

—¿No habrá recompensa?

—Sólo en los cielos —sentenció Byrne.

—Yo no quiero ir a los cielos —repuso Withers.

—Estudie la posibilidad de un traslado cuando vaya al purgatorio —agregó Byrne.

Withers frunció el ceño.

—Cuando lo lleve a declarar, lo quiero bien centrifugado y todas sus cosas bien anotadas —hizo saber Byrne a Davis. Las entrevistas y las declaraciones de los testigos tenían lugar en la Casa Redonda. Las entrevistas de los sin techo eran generalmente breves, debido al factor piojos y a las dimensiones reducidas de la sala de entrevistas.

Tras lo cual, la agente J. Davis miró a Withers de arriba abajo. El ceño que se dibujó en su rostro casi decía a voces: ¿Tendré que tocar a este foco de enfermedades?

—Quédese con los zapatos también —añadió Byrne.

Withers estaba a punto de objetar cuando Byrne levantó una mano, deteniéndolo.

—Le daremos un par nuevo, señor Withers.

—Procure que sean buenos —advirtió Withers—. Yo ando un montón. Conseguí éstos sin gastar blanca.

Byrne se volvió hacia Jessica.

—Podemos ampliar el radio de acción, pero yo diría que hay muchas probabilidades de que no viviera en este barrio —dijo retóricamente. Resultaba difícil creer que alguien viviera todavía en estas casas, y menos una familia blanca con una hija que frecuentaba una escuela privada católica.

—Iba al colegio Nazareno —le informó Jessica.

—¿Cómo lo sabes?

—El uniforme.

—¿El uniforme?

—Aún conservo el mío en mi armario —declaró Jessica—. Yo estudié también en El Nazareno.

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