70
Viernes Santo, 21:00 horas
Sophie tenía pánico a las tormentas. Jessica sabía de quién lo había heredado. Cuando ella era pequeña, siempre que había tormenta se escondía bajo las escaleras de su casa de la calle Santa Catalina. Si era realmente fuerte, se escondía bajo la cama. A veces llevaba una vela. Hasta el día en que prendió fuego al colchón.
Habían cenado de nuevo delante del televisor. Jessica estaba demasiado cansada para decir que no. Qué importaba, al fin y al cabo. Ella había cenado sin apetito, desinteresada de un acontecimiento tan rutinario cuando su mundo se estaba viniendo abajo literalmente. Tenía el estómago removido por todos los acontecimientos de la jornada. ¡Cómo era posible que hubiera estado tan equivocada con Patrick!
Pero… ¿estaba realmente equivocada con Patrick?
Las imágenes de aquellas jóvenes no la dejaban descansar.
Cogió el teléfono para ver si había mensajes. No había ninguno.
Vincent estaba con su hermano. Cogió el teléfono y marcó el número. Bueno, sólo dos tercios de número. Luego colgó el teléfono.
Mierda.
Lavó los platos a mano, sólo para tenerlas ocupadas con algo. Se echó un vaso de vino, lo vació. Preparó un té, se le enfrió.
En cierto modo, había mantenido el tipo hasta la hora de acostar a Sophie. Fuera, los truenos y los rayos hacían furor. Dentro, Sophie estaba muy asustada.
Jessica había intentado todos los remedios habituales. Se había ofrecido a leerle un cuento. Sin suerte. Le había preguntado si quería ver Buscando a Nemo otra vez. Sin suerte. Ni siquiera había querido ver La Sirenita. Algo ya rarísimo. Jessica se había ofrecido a colorear con ella su libro Pedro Cola de Algodón (nada), a cantarle canciones del Mago de Oz (nada), a poner calcomanías a los huevos de colores en la cocina (nada).
Al final, la metió en la cama y se sentó a su lado. Cada vez que había un trueno, Sophie la miraba como si fuera el fin del mundo.
Jessica trató de pensar en algo que no fuera Patrick; pero, hasta aquel momento, había sido incapaz.
Llamaron a la puerta de entrada. Era probablemente Paula.
—Vuelvo enseguida, cariño.
—No, mami.
—Sólo será…
Se fue la corriente, y luego volvió.
—Lo que faltaba. —Jessica miró a la lámpara de la mesita como si pudiera hacer con la fuerza de su voluntad que se mantuviera encendida. Cogió la mano de Sophie. La pequeña se la agarró con toda su fuerza. Menos mal que la luz ya no se iba. Gracias, Señor.
—Mami tiene sólo que ir a la puerta a ver quién es. Es Paula. Quieres ver a Paula, ¿verdad?
—Sí.
—Ya vuelvo —dijo—. ¿Vas a estar tranquilita?
Sophie asintió con la cabeza, pese al hecho de que sus labios estaban temblando.
Jessica besó a Sophie en la frente, le dio a Jools, su osito marrón. Sophie sacudió la cabeza. Jessica cogió entonces a Molly, el beige. Que si quieres. Era difícil estar a la última. Sophie tenía osos buenos y osos malos. Finalmente, dijo que sí a Timothy, el panda.
—Ya vuelvo.
—Bueno.
Bajó las escaleras mientras el timbre sonaba una, dos, tres veces. No parecía Paula.
—Ya vale —exclamó.
Trató de mirar por el cristal biselado de la ventana de la puerta. No se veía nada. Lo único que vio fueron las luces de posición de la ambulancia al otro lado de la calle. Al parecer, ni siquiera los tifones disuadían a Carmine Arrabiata de tener su infarto semanal.
Abrió la puerta.
Era Patrick.
Su primer instinto fue cerrarla. Se resistió. Por el momento. Miró a la calle, buscando el coche de vigilancia. No lo vio. No abrió la contrapuerta.
—¿Qué estás haciendo aquí, Patrick?
—Jess —empezó—. Tienes que escucharme.
La rabia se iba apoderando de ella, en liza con sus temores.
—Mira, eso es lo que no pareces comprender —le contestó—. No tengo nada que escuchar.
—Jess. Vamos. Soy yo. —Saltaba de un pie al otro. Estaba completamente empapado.
—¿Soy yo, dices? ¿Quién demonios es ese yo? Tú trataste a todas y cada una de esas chicas —le recordó—. ¿No se te pasó por la cabeza facilitarnos siquiera esa información?
—Veo a un montón de pacientes —alegó Patrick—. No esperarás que me acuerde de todos ellos.
El viento hacía un ruido de mil demonios. Aullaba. Los dos estaban casi desgañitándose para hacerse oír.
—Chorradas. A todas ellas las has visto este último año.
Patrick miró al suelo.
—Tal vez no quise…
—¿No quisiste qué, verte implicado? ¿Me tomas por una gilipollas, o qué?
—Jess, si pudieras sólo…
—No deberías estar aquí, Patrick —le amonestó—. Esto me pone en una situación realmente violenta. Vete a casa.
—Por Dios, Jess. No pensarás que yo tuve algo que ver con estos, estos…
Era una buena pregunta, pensó Jessica. En realidad, era la pregunta.
Jessica estaba a punto de contestar cuando resonó un trueno muy fuerte y se fue la luz. Después, la luz parpadeó. Quería volver, pero no.
—Yo… yo no sé qué pensar, Patrick.
—Dame cinco minutos, Jess. Cinco minutos y me voy.
Jessica vio en sus ojos todo un mundo de dolor.
—Por favor —repitió. Estaba calado hasta los huesos, y su plegaria le llegó al alma.
En medio de aquella locura, pensó en su arma. Estaba arriba, en el armario del vestíbulo, repisa superior, donde siempre. En aquel instante pensó realmente en su arma, y en si podría ir a por ella con tiempo en caso necesario.
A causa de Patrick.
Nada de aquello le parecía real.
—¿Puedo al menos entrar? —preguntó.
No servía para nada discutir. Abrió la contrapuerta en medio de una terrible tromba de lluvia, y luego abrió la puerta del todo. Sabía que había una dotación exclusivamente destinada a Patrick aun cuando ella no viera el coche. Estaba armada y tenía las espaldas cubiertas.
Por mucho que lo intentaba, no podía creer que Patrick fuera culpable. No se trataba de un crimen pasional, de un arrebato de locura que le hubiera hecho perder los estribos y cometer algo irreparable. Se trataba del asesinato sistemático, a sangre fría, de seis personas. O tal vez más.
Que le diera el forense una prueba irrebatible, y entonces no lo dudaría.
Pero, mientras tanto…
Se fue la luz.
Arriba, Sophie lloriqueaba.
—Dios mío, Dios mío —exclamó. Miró al otro lado de la calle. Algunas de las casas aún parecían tener corriente. ¿O era la luz de una vela?
—Tal vez sea un cortocircuito —observó Patrick, entrando en la casa y pasando por delante de ella—. ¿Dónde está el cuadro eléctrico?
Jessica miró al suelo, las manos en las caderas. Aquello era demasiado.
—En el sótano, bajando por esas escaleras —respondió resignada—. Hay una linterna en la mesa del comedor. Pero no vayas a creer que…
—¡Mami! —se oyó arriba.
Patrick se quitó la gabardina.
—Compruebo el cuadro eléctrico y me marcho. Lo prometo.
Patrick cogió la linterna y se dirigió al sótano.
Jessica avanzó hacia las escaleras arrastrando los pies en medio de aquella oscuridad repentina. Subió y entró en el cuarto de Sophie.
—Estoy aquí, cariño —dijo Jessica, sentándose en el borde de la cama. La cara de Sophie parecía pequeña, redonda y asustada en medio de la oscuridad—. ¿Quieres bajar con mami?
Sophie sacudió la cabeza.
—¿Estás segura?
Sophie asintió.
—¿Está papi aquí?
—No, cielo —dijo Jessica, sintiendo que el corazón se le caía a los pies—. Mami…, mami va a ir por unas velas, ¿vale? Te gustan las velas, ¿a que sí?
Sophie asintió otra vez.
Jessica salió de la habitación. Abrió el armario de la ropa blanca que había junto al baño y rebuscó a tientas en el cajón donde se guardaban pastillas de jabón, bolsitas de champú y acondicionadores de muestra. Aquello le recordó los largos y magníficos baños de burbujas que se daba rodeada de velas perfumadas, allá en la edad de piedra de su matrimonio. A veces Vincent se unía a ella. En aquel momento, sin embargo, la suya parecía la vida de alguna otra persona. Encontró un par de velas de sándalo. Las sacó de la caja y volvió al cuarto de Sophie.
Por supuesto, no había cerillas.
—Vuelvo enseguida.
Bajó a la cocina, los ojos ya un poco habituados a la oscuridad Revolvió en el cajón de sastre en busca de una caja de cerillas.
Encontró una. Era de su boda. Palpó el grabado en oro Jessica y Vincent de la lustrosa tapa. ¡Justo lo que necesitaba! De haber creído en tales cosas, habría imaginado que había una conspiración generalizada para causarle una profunda depresión. Al dirigirse de nuevo a las escaleras, la casa se iluminó con el resplandor de un relámpago y se oyó el ruido de cristales rotos.
Se sobresaltó al oír el impacto. Una rama desgajada del arce moribundo junto a la casa había impactado contra la ventana de la puerta trasera, rompiendo el cristal.
—¡Ah, esto va cada vez a mejor! —exclamó Jessica. La lluvia empezó a entrar en la cocina. Había cristales rotos por todas partes—. ¡Qué cabronada!
Sacó de debajo del fregadero una bolsa de basura de plástico y despegó unas chinchetas del tablero de corcho de la cocina. Luchando contra viento y lluvia, encajó la bolsa como pudo en la ventana de la puerta, procurando no cortarse con los cristales que quedaban.
¿Qué premio le iba a tocar ahora?
Miró por el hueco de la escalera y vio al fondo un rayo de linterna que bailaba en medio de la oscuridad.
Cogió las cerillas y se dirigió al comedor. Miró en los cajones del aparador y encontró toda una variedad de velas. Encendió media docena aproximadamente, colocándolas alrededor del comedor y del cuarto de estar. Volvió a subir y encendió las dos velas del cuarto de Sophie.
—¿Mejor? —preguntó.
—Mejor —contestó Sophie.
Jessica alargó la mano para secarle las lágrimas a Sophie.
—La luz volverá enseguida. ¿Vale?
Sophie asintió, en absoluto convencida.
Jessica miró por toda la habitación. Las velas servían para ahuyentar a los monstruos que se escondían en la oscuridad. Pellizcó la nariz de Sophie, y consiguió una risilla de baja intensidad. Cuando estaba en lo alto de las escaleras, sonó el teléfono.
Jessica entró en su dormitorio y contestó.
—¿Dígame?
Le contestó un aullido y un siseo que parecían del otro mundo. Al final, logró percibir:
—Soy John Shepherd.
Por lo mal que se le oía, parecía como si estuviera en la luna.
—Casi no te oigo. ¿Qué me cuentas?
—¿Sigues ahí?
—Sí.
La línea del teléfono era un constante chisporroteo.
—Acaban de llamarnos del hospital —dijo.
—Dilo otra vez —le pidió Jessica. Apenas podía oír nada— ¿Quieres que te llame al móvil?
—Vale —asintió Jessica. Pero luego recordó que tenía el móvil en el coche. Y el coche estaba en el garaje—. No, está bien así. Mejor, sigue hablando.
—Hemos recibo el informe sobre lo que tenía en la mano Lauren Semanski.
Algo sobre Lauren Semanski.
—Muy bien.
—Era un trozo de bolígrafo.
—¿Un qué?
—Un boli roto en la mano —gritó Shepherd—. Del San José. Jessica se enteró de esto último. Le habría gustado no enterarse.
—¿Qué quieres decir?
—Que el boli tenía el logo y la dirección del San José en él. El bolígrafo es del hospital.
El corazón se le heló en el pecho. No podía ser cierto.
—¿Estás seguro?
—Segurísimo —respondió Shepherd con una voz que parecía cada vez más lejana—. Escucha una cosa… el piquete de vigilancia ha perdido la pista de Farrell… Todo el bulevar Roosevelt está inundado hasta…
Silencio.
—¿John?
Nada. La comunicación se había cortado. Jessica pulsó varias veces el interruptor del teléfono.
—¿Oiga?
Le contestó un grávido y negro silencio.
Jessica colgó y se dirigió hacia el armario del vestíbulo. Miró escaleras abajo. Patrick seguía en el sótano.
Con la mente dándole vueltas, metió la mano en el armario y palpó la repisa superior.
¿Sabes? Ha preguntado por ti, le había dicho Angela.
Sacó el Glock de la funda.
Iba camino de la casa de mi hermana, en Manayunk, le había dicho Patrick, apenas a veinte pies del cadáver aún caliente de Bethany Price.
Comprobó el cargador del arma. Estaba lleno.
Su médico vino a verle ayer, le había dicho Agnes Pinsky.
Insertó el cargador, metió una bala en la recámara y empezó a bajar las escaleras.
El viento seguía ululando fuera y haciendo temblar las ventanas, con sus cristales rotos.
—¿Patrick?
No oyó respuesta.
Bajó las escaleras y caminó sigilosamente por el salón; abrió el cajón del aparador y cogió la linterna vieja. Pulsó el interruptor. Nada. Por supuesto. Gracias, Vincent.
Cerró el cajón.
Más fuerte.
—¿Patrick?
Silencio.
La situación era cada vez más increíble. No iba a bajar al sótano sin luz. Eso ni hablar.
Volvió sobre sus pasos hasta las escaleras. Las fue subiendo lo más sigilosamente que pudo. Cogería a Sophie y unas mantas, la envolvería y subirían al ático, donde cerrarían la puerta con cerrojo. A Sophie no le iba a gustar nada, pero así estaría a salvo. Jessica sabía que no podía perder el control de la situación. Dejaría a Sophie encerrada e iría por su móvil a pedir ayuda.
—No pasa nada, cariño —dijo—. No pasa nada.
Cogió a Sophie y la apretó con fuerza. La niña estaba temblando; sus dientes, rechinando.
A la parpadeante luz de la vela, Jessica creyó estar viendo cosas. Debía de estar equivocada. Sostuvo una vela y la acercó.
No se había equivocado. Allí, en la frente de Sophie, había una cruz pintada con tiza azul.
El asesino no estaba en la casa.
El asesino estaba en la habitación.