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Viernes Santo, 21:25 horas
Byrne se detuvo a un lado del bulevar Roosevelt. La calle estaba inundada. La cabeza le aporreaba, las imágenes le retumbaban: eran una proyección de diapositivas de un matadero y un manicomio juntos.
El asesino estaba acosando a Jessica y a su hija.
Al mirar Byrne el boleto de lotería que el asesino había dejado en las manos de Kristi Hamilton, no se había dado cuenta al principio. Ni nadie, para el caso. Cuando el laboratorio descubrió el número, todo resultó claro. La pista que daba no era la administración de lotería. La pista era el número.
El laboratorio había determinado que el número de lotería elegido por el asesino era el 9-7-0-0.
La dirección de la casa parroquial de Santa Catalina era: avenida Frankford 9700.
Le había tocado a Jessica. El asesino del rosario, que había manchado la puerta de Santa Catalina tres años antes, estaba plenamente decidido a rematar su locura esta noche. Su intención era conducir a Lauren Semanski a la iglesia y consumar el Final de los cinco misterios dolorosos en el altar de la misma.
La crucifixión.
Pero el que Lauren hubiera opuesto resistencia y escapado con vida no hacía sino retrasar la operación. Cuando Byrne palpó el bolígrafo roto en la mano de Lauren, supo a dónde se iba a encaminar finalmente el asesino, y quién iba a ser su última víctima. Llamó inmediatamente al distrito Ocho, que destinó media docena de agentes a la iglesia y un par de coches patrulla a la casa de Jessica.
Lo único que esperaba Byrne ahora era no llegar demasiado tarde.
Las farolas estaban apagadas, al igual que los semáforos. Y, como suele ocurrir siempre que hay un apagón, a todo el mundo se le había olvidado conducir en Filadelfia. Byrne sacó su móvil y volvió a llamar a Jessica. Oyó la señal de ocupado. Intentó llamarla a su móvil. Después de cinco tonos, le saltó el contestador automático.
Vamos, Jess.
Aparcó al lado de la carretera, cerró los ojos. Nadie que no hubiera experimentado el dolor invasivo de una migraña galopante, podría entenderle. Las luces de los coches que venían de frente le abrasaban los ojos. Entre foco y foco, veía los cadáveres. No los trazos de tiza de la escena del crimen después de la investigación de la policía científica, sino los seres humanos como tales.
Tessa Wells con los brazos y piernas rodeando la columna.
Nicole Taylor reposando en un prado de flores primaveral.
Bethany Price con su corona de púas.
Kristi Hamilton manchada de sangre.
Los ojos de todas ellas bien abiertos, preguntando, suplicando.
Suplicándome a mí.
El quinto cadáver no lo veía muy claro, pero sí lo suficiente para sentir una sacudida sobrenatural.
El quinto cadáver era ni más ni menos que una niña pequeña.